Benegas Lynch (h) y el redescubrimiento de Alberdi (1)
Por Hernán Andrés Kruse.-
En su edición del 25 de noviembre, Infobae publicó un artículo de Alberto Benegas Lynch (h) titulado “Las elecciones y Juan Bautista Alberdi”. Considera que ha llegado el momento, a raíz del acceso al poder del libertario Javier Milei, de retomar aquellos valores que hicieron de la Argentina un país respetado en el mundo. Quien mejor interpretó y sistematizó dichos valores fue Juan Bautista Alberdi, el padre de la constitución de 1853. Es fundamental retomar sus ideas si se pretende dejar atrás décadas de atraso y miseria, tanto material como moral. Algunas de esas ideas claves están consignadas en “Sistema Económico y Rentístico de la Constitución Argentina” y “Estudios Económicos”.
Dijo Alberdi: “Después de ser máquinas del fisco español, hemos pasado a serlo del fisco nacional; he aquí toda la diferencia. Después de ser colonos de España, lo hemos sido de nuestros gobiernos patrios”. He aquí la durísima crítica de Alberdi al período comprendido entre la Revolución de Mayo (1810) y la proclamación de la Constitución (1853). Período caracterizado por el dominio del caudillismo, la cultura del latrocinio y el bandidaje; por la vigencia de la democracia inorgánica, en suma. A partir de la vigencia de la Constitución en 1853, cuyo padre intelectual fue el propio Alberdi, el progreso del país fue notable, a tal punto que llegó a merecer la admiración del mundo civilizado. Lamentablemente, ese progreso se detuvo abruptamente en las primeras décadas del siglo XX a raíz de la implantación de la democracia de masas, de un régimen político que, en materia económica, azotó al pueblo con impuestos exorbitantes, deudas colosales, inflaciones imparables y regulaciones asfixiantes.
Dijo Alberdi: “Comprometed, arrebatad la propiedad, es decir, el derecho exclusivo que cada hombre tiene de usar y disponer ampliamente de su trabajo, de su capital y de sus tierras para producir lo conveniente a sus necesidades o goces y con ello no hacéis más que arrebatar a la producción sus instrumentos, es decir, paralizarla en sus funciones fecundas, hacer imposible la riqueza (…) El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede ser atacada por el Estado en nombre de la utilidad pública”. Como los bienes son escasos no queda más remedio que asignar derechos de propiedad para que sean ejercidos por quienes estén más capacitados para atender las necesidades del prójimo. La eliminación de la propiedad privada pulveriza los precios puesto que éstos surgen como consecuencia de las transacciones de derechos de propiedad. Y al no existir precios se tornan inviables la evaluación de proyectos, la contabilidad y el cálculo económico.
Dijo Alberdi: “Mientras el gobierno tenga el poder de fabricar moneda con simples tiras de papel que nada prometen ni obligan a reembolso alguno, el poder omnímodo vivirá inalterable como un gusano roedor en el corazón de la constitución misma”. Es absurdo contar con una banca central cuyas funciones se limitan a emitir, contraer o dejar como está la masa monetaria, provocando inexorablemente la alteración de los precios relativos. Para Alberdi la banca central debía tener como destino su supresión. Como institución, el Banco Central es incompatible con el funcionamiento del mercado. No es posible que sus funcionarios jueguen a ser empresarios. La disyuntiva es de hierro: se está en el mercado asumiendo los riesgos que ello implica o se extrae de manera coactiva los recursos que son el fruto del trabajo ajeno.
Dijo Alberdi: “La ley escrita, para ser sabia, ha de ser expresión fiel de la ley natural”. Alberdi es contrario a la filosofía del positivismo jurídico que desconoce la existencia de un derecho más allá de la norma positiva. Así como las piedras, por ejemplo, poseen atributos propios de su naturaleza, el hombre posee derechos que le son propios y que son anteriores y superiores a la existencia de un aparato estatal cuya función primordial, en una sociedad libre, es proteger y garantizar la vigencia de tales derechos.
He aquí algunas de las ideas de Alberdi, quien se nutrió del pensamiento de pensadores de la talla de Smith, Montesquieu, Bentham, Constant, Tocqueville, Bastiat, Say, Story y otros.
Al concluir su nota, Benegas Lynch (h) le informa al lector que desee explorar con mayor profundidad el pensamiento alberdiano que existen sus “Obras Completas” y sus “Escritos póstumos”. Buceando en Google me encontré con “Pensamientos” del gran tucumano (Libros Tauro). A continuación paso a transcribir algunos de tales pensamientos. Es de desear, por el bien de todos nosotros, que el presidente de la república se nutra de la sabiduría alberdiana durante sus cuatro años en el poder.
EL IMPUESTO
“El Gobierno es una necesidad de civilización, porque es instituido para dar a cada gobernado la seguridad de su vida y de su propiedad. Esta seguridad se llama y es la libertad. Luego el objeto del Gobierno, que es la libertad, es el más noble y santo en sí mismo cuando llena su deber esencial, que es proteger la seguridad de la vida y de los bienes de todos y cada gobernado, substancia y meollo de la libertad. Esa protección tiene un costo, tiene un precio. Este precio es el impuesto. El impuesto es el noble y santo precio con que cada gobernado paga la seguridad de su vida, persona y bienes al poder constituido para dar esa seguridad. El Gobierno que deja de darla y recibe el precio de lo que no da es un ladrón en la moral de las finanzas, sin perjuicio de lo demás que es en la moral política. Cuando el Gobierno era el dominio y propiedad de un pueblo perteneciente a un hombre, el impuesto era un tributo del pueblo-propiedad pagado al año en signo de esclavitud. El Gobierno de ese tiempo y de esa clase no estaba obligado a proteger la seguridad de sus gobernados, y no solamente podía abandonarla sin crimen sino que tenía el derecho de matar y despojar a sus gobernados. Hoy el Gobierno tiene otro asiento, es otra cosa. Hoy que el Gobierno es el dominio y propiedad del pueblo sobre sí mismo, el Gobierno es la libertad o el dominio de sí, al revés de cuando era la esclavitud o el dominio y propiedad de un rey absoluto, señor de vidas y haciendas. La contribución o el impuesto difiere tanto del tributo como la libertad difiere de la esclavitud. El que dejaba de pagar el tributo en otro tiempo, reivindicaba lo suyo; el que hoy deja de pagarlo, roba el servicio que recibe por el precio que no paga. El contrabandista de los tiempos de tiranía era con razón un héroe digno de romance. En tiempos y bajo gobiernos de libertad, el contrabandista es un vil ladrón, que merece la picota. El impuesto es el precio de la libertad, de la vicia, de la fortuna; digo precio figuradamente, en el sentido, más propio, de prima de seguridad de esos bienes, que son todo el hombre. El impuesto es eso cuando el Gobierno lo invierte en dar la seguridad, en cambio de la cual lo percibe. Si no, es un robo, de un lado; y de otro, un acto de disipación. El impuesto, en su sentido más elevado y general, abraza además de la contribución pecuniaria el servicio militar y civil o urbano, en cuyo sentido se confunde con la libertad entendida como la participación de los gobernados en la cuestión de su gobierno”.
EL VAPOR Y EL TELÉGRAFO
“Los telégrafos, los ferrocarriles, el gas, no son sino el charlatanismo, la retórica, la superficie de la civilización, cuando no están acompañados del meollo y substancia de toda civilización, que es la seguridad de la vida, de la persona, de la propiedad. Ayer nomás, en tiempo de Washington, de Adams, bajo las presidencias, más recientes, de Madisson y Monroe, los Estados Unidos eran ya un modelo incomparable de civilización, y no conocían los ferrocarriles, el telégrafo eléctrico ni el alumbrado a gas. La Habana tiene hoy telégrafos magnéticos, ferrocarriles y sus ciudades están alumbradas por gas. La Habana, sin embargo, no es un modelo de civilización. La Inglaterra de principios de este siglo, la Inglaterra de Pitt, de Fox, de Canning, de Byron, no conocía los ferrocarriles, ni el gas, ni el telégrafo eléctrico, y ya era el pueblo más civilizado del mundo. Pasarán tres siglos, y no serán tan civilizados como era ella en ese tiempo, la Turquía, el Egipto, la India, el Brasil mismo; y, sin embargo, en todos estos países brillan el vapor, la electricidad, el gas, como sirvientes y agentes del hombre. Es que el ferrocarril, el telégrafo eléctrico no son los fines, sino los medios, los instrumentos de la civilización. La prueba es que estos instrumentos pueden serlo también de la barbarie, como la pólvora, como el fusil, como la imprenta, según la mano que los maneja y el poder a que sirvan. El tirano más feroz del mundo puede emplearlos en servicio de sus crímenes con tanta eficacia y buen éxito para él como el gobierno más justo. Baste decir que son los mejores instrumentos de guerra. Esos agentes son los auxiliares de otras cosas más sólidas y más útiles, tales como el comercio, la industria, la riqueza, la libertad; y cuando no se desenvuelven a la par y en el mismo nivel, son puro charlatanismo, puro semblante de civilización y progreso. La civilización verdadera, que es la que se desenvuelve del fondo a la superficie, acaba por los ferrocarriles y telégrafos; la civilización naciente y rudimental empieza por la superficie para acabar por el fondo; todavía no ha perdido su liga de barbarie, y ya ostenta el vapor y el telégrafo y el gas, es decir, lo que brilla, lo que luce; el traje, el vestido. El vapor y el telégrafo pueden ser empleados por la barbarie para el servicio de su causa, como la constitución y el gobierno pueden ser empleados como máquinas de revolución y de desorden.
Las peores revoluciones no son las que hacen los pueblos, sino las que hacen los gobiernos así llamados, a título de depositarios del poder público, porque el revolucionario es poderoso e irresistible. En América, el pueblo no hace jamás revolución alguna. Todas las revoluciones son hechas por los Gobiernos, que aspiran a conservar el poder, o por fracciones del gobierno, que aspiran a tomarlo todo, o por ex gobernantes, que aspiran a restaurarlo. Así, toda revolución es oficial, o semioficial, u oficiosa; es decir, en servicio del Gobierno ambicioso. La revolución de este carácter es doblemente criminal; son dos crímenes en uno: el de la felonía o infidencia, y el de rebelión contra la autoridad soberana, que reside en el pueblo y en sus representantes cuando la ejercen según la Constitución. No es su representante el que no es elegido estrictamente según la Constitución. Así, el gobierno que se elige a sí mismo es un gobierno revolucionario, porque la Constitución quiere que el gobierno sea elegido por el pueblo, no por el gobierno. Toda candidatura oficial es un acto de revolución oficial. Por ella el gobierno asalta el poder y lo roba por su propia mano. Toda elección recaída en un candidato oficial es un golpe de Estado; un golpe de muerte dado a la Constitución del Estado por el mismo a quien el Estado confió su custodia. La de un gobierno emanado de un gobierno no es una elección, es una revolución. Un gobierno que por sistema mantiene al país sin capital y se mantiene él mismo sin el poder inmediato y directo que la Constitución exige en la ciudad de su residencia, es un gobierno revolucionario, y el más cómico de los revolucionarios, porque conspira contra el mismo poder de que es depositario. Él se aniquila y desarma de su poder inmediato, en obsequio de la ciudad que lo hospeda, y que, sin tener ninguna obligación de capital, quiere tener los privilegios correlativos de tal. Semejante gobierno es una revolución permanente y sistemática contra la nación de que es jefe, hecha por este jefe mismo, en servicio de la ciudad que le da todos sus goces a condición de quedar extranjera a su poder inmediato y directo. Un gobierno que busca en alianzas extranjeras peligrosas el apoyo para su propia estabilidad interior, que no quiere deber a la unión de la nación, es un gobierno de revolución y de conspiración contra la soberanía del país de su mando. Cuando el gobierno existe con esas condiciones y otras del mismo género, el gobierno es una revolución verdadera: la revolución es un verdadero gobierno”.
SEGURIDAD INTERIOR Y CIVILIZACIÓN
“Cuando los ingleses y otros extranjeros establecidos en la campaña de Buenos Aires han sido masacrados en el Tandil, la Legación británica se ha dirigido al Gobierno argentino en solicitud de la protección prometida por los tratados a la vida, persona y propiedad de los de afuera en el mismo grado que la Constitución la promete a los de adentro. En ese y en otros reclamos parecidos el Gobierno ha contestado con enfado, negando su responsabilidad de esos vejámenes y echándola toda sobre los imprudentes que van a establecerse al alcance de los salvajes. Cuando los agentes extranjeros han insistido en sus reclamos, en vista de la renovación de los vejámenes causados por los indios y por los partidos en la guerra civil, el Gobierno ha respondido que la culpa pertenece a los que vienen a establecerse a países de seguridad incompleta por la impotencia de sus Gobiernos de buena fe. ¿Qué ha hecho entonces la Inglaterra? Ha dado la razón al Gobierno argentino cuando desconoce su obligación de indemnizar los daños que hacen los indios pampas; pero no cuando los daños han nacido de vejámenes de los partidos armados en guerra civil. Y para poner en seguridad los intereses y destinos de sus nacionales, ha prevenido oficial y públicamente a los que intenten emigrar para el Plata que en aquel país no hay seguridad para sus vidas y propiedades, en vista de los hechos ocurridos y de las declaraciones del Gobierno argentino. Así ha cesado o está en camino de cesar la emigración, que lleva la industria, la libertad y la civilización más sólida en sus costumbres a las provincias argentinas; es decir, la raza que ha creado el fondo de la Constitución angloamericana proclamada en la República Argentina. Otra consecuencia natural tendrá esa actitud de nuestro Gobierno. Si es irresponsable de lo que pasa en la pampa por falta de acción eficaz, la pampa es independiente, no es Argentina, dirán los ingleses. Poblada por italianos y españoles, no serán éstos los que introduzcan en sus costumbres las tradiciones y la inteligencia de la Constitución angloamericana, que se pretende aclimatar en el Plata. Y como nada vale la fertilidad y riqueza natural de un suelo sin seguridad, a ejemplo de la emigración inglesa, toda la emigración europea del Norte seguirá el camino de los ingleses hacia los Estados Unidos, al Canadá, a Australia.
La seguridad es la libertad para las razas positivas, que entienden por libertad la seguridad de no ser víctimas del gobierno arbitrario ni de los pícaros. Pero como no puede haber seguridad donde no hay gobierno capaz de proteger eficazmente la vida y la propiedad de los habitantes, la República Argentina no debe esperar tener inmigraciones, que traen al país riqueza, instrucción, labor inteligente, costumbres de libertad y de orden, mientras no se dé un Gobierno serio y eficaz. Mientras esté sin Gobierno serio tendrá inmigrados italianos, pero no tendrá pobladores ingleses, alemanes, suizos, belgas y franceses. No tendrá Gobierno serio, aunque esté gobernado por gobernantes irreprochables, mientras el poder del Gobierno esté organizado con la mitad de la autoridad que le asigna la Constitución. En tal caso será la mitad de un Gobierno, y toda la seguridad que será capaz de dar será la mitad de una seguridad, no una seguridad entera, como acontece por esta causa natural. El Presidente, encargado del Poder ejecutivo, es jefe inmediato y local de la capital de la República, dice la Constitución; pero como es notorio que la República está sin capital, el Presidente no es jefe inmediato y local de la ciudad en que reside. El jefe inmediato y local de la ciudad de Buenos Aires, en que vive el Presidente, es un agente del Presidente, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, que tiene todo el poder que no tiene su jefe en la ciudad de su mansión común. La debilidad del presidente es tal, que hasta el poder de darse una capital le falta, pues nadie sino él ha impedido que la nación tenga su capital, poniendo tres veces su veto a la ley, que le brindaba una ciudad para su mando inmediato y directo. Y ha tenido que impedirlo para salvar su media existencia, de que no disfruta sino a condición de vivir sin capital. ¿Cómo podrá salvar del cautiverio de los indios el que es cautivo de la ciudad en que representa la autoridad inmediata y local que no tiene? Si la libertad entendida a la inglesa, es decir, al estilo anglosajón, consiste en la seguridad, ¿cómo podrá ser un Gobierno liberal y protector de la libertad un Gobierno que es incapaz de dar seguridad? Si la seguridad de la persona y de la vida es el hecho en que se encierra toda la civilización política y social de esta época, ¿cómo podrá darse el título de gobierno civilizado un Gobierno incapaz de asegurar las vidas y las personas de los habitantes del país dicho de su mando, y que no es sino impotencia? No solamente no podrá tener inmigración civilizada, rica y libre, ni capitales, ni progreso, ni vida civilizada la República Argentina mientras esté sin Gobierno regular y eficaz, sitio que no podrá existir riqueza sin retroceder de un lado a medida que progresa de otro, como le viene sucediendo desde 1810, en que suprimió el Gobierno español del virreinato, con la mira de instituir otro Gobierno patrio para la República independiente y soberana”.