Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 16 de noviembre La Nación publicó un artículo de Daniel Santa Cruz titulado “Antisemitismo en la UBA: negarlo es caer en el verdadero subsuelo de la política”. Florencia Kaplun estudia en la Facultad de Derecho de la UBA e integra la Asociación de Universitarios Judíos. A partir del 7 de octubre, día en que se produjo la invasión de Hamás a Israel, esta agrupación estudiantil se ocupa, entre otros menesteres, de pegar carteles solicitando la liberación de los secuestrados por la organización terrorista islámica. La reacción del Frente de Izquierda no se hizo esperar. Cuatro estudiantes de esa agrupación política se acercaron a los estudiantes judíos y los acusaron de estar a favor del Estado genocida de Israel.

Como señala Santa Cruz con todo acierto, es muy preocupante que semejantes demostraciones de intolerancia y racismo tengan lugar en la UBA, donde debieran imperar el respeto por el otro, la pluralidad ideológica y la libertad de pensamiento y de expresión. Lamentablemente, lo que acaba de acontecer en la universidad fundada en 1821 cuando Bernardino Rivadavia era secretario del gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, lejos está de ser un hecho aislado. Por el contrario, es un reflejo de lo que acontece en un sector de la sociedad, ganado por la xenofobia y el racismo.

Ahora bien, el antisemitismo lejos está de ser propiedad del pueblo argentino. En las últimas semanas Europa fue escenario de brotes de antisemitismo. En Bruselas tuvieron lugar múltiples marchas-no precisamente pacíficas-contra la comunidad judía. Alemania registra 202 incidentes antisemitas en la primera semana posterior a la invasión de Hamás a Israel. En Francia las estrellas de David fueron pintadas en varios edificios residenciales. En Austria fue profanado el cementerio judío. En España varias tiendas y sinagogas judías fueron atacadas. Estos hechos lejos están de ser fortuitos. Ponen dramáticamente en evidencia que el odio racial, el odio al diferente, al otro, siempre estuvo presente y que esperó el momento oportuno para manifestarse.

El antisemitismo está más vigente que nunca. Lejos está de ser inofensivo. El ataque sufrido por los estudiantes judíos en la Facultad de Derecho de la UBA demuestra que el huevo de la serpiente está al acecho, esperando que alguien lo rompa para que reaparezca ese monstruo que muchos creyeron que había desparecido para siempre luego del fin de la segunda guerra mundial. “El antisemitismo”, expresa Santa Cruz, “es más que un interés de la comunidad judía, es una cuestión de toda la humanidad que tiene deudas pendientes con la historia reciente aún por resolver. Es por eso que es necesario estar alerta con mucha firmeza y equilibrio, sin poner en peligro los valores de libertad y responsabilidad, y se comience a mirar con preocupación que hoy en Francia y en otros lugares suceden asesinatos por el simple hecho de ser judío, o que en Alemania y en otros lugares se haya vuelto riesgoso ir por las calles con una kipá en la cabeza. Todo esto muestra que la historia sangrienta más cruel del siglo XX quiere hacerse presente, busca su lugar para repetirse y llegará para quedarse si no reaccionamos”.

Queda dramáticamente en evidencia la actualidad de la frase del filósofo español Jorge Ruiz de Santayana que le da la bienvenida a quienes visitan, en calidad de turistas, Auschwitz: “Quien olvida su historia está condenado a repetirla”.

A continuación paso a transcribir una parte de un ensayo de Judit Bocker (Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad de Coyoacán, México, 2001) titulado “El antisemitismo: recurrencias y cambios históricos”.

EL ANTISEMITISMO EN LA HISTORIA: DEL PREJUICIO AL EXTERMINIO

“En 1961, en el marco del Proceso Eichmann, uno de los más notables historiadores contemporáneos del pueblo judío, el profesor Salo Baron, fue convocado como “testigo histórico” para describir las condiciones de los judíos europeos antes del ascenso del nazismo. En uno de los interrogatorios, Robert Servatius, el principal abogado defensor, le preguntó: “Como profesor de historia, ¿puede explicar usted las causas de esa actitud negativa que viene existiendo desde hace tantos siglos y de esa continuada guerra contra el pueblo judío?” En su respuesta, Salo Baron concluyó con una breve sentencia, que en inglés, le sumó a toda la profundidad de su formulación, la agudeza del juego de palabras: the deslike of the unlike, esto es, el desagrado ante lo diverso, ante lo diferente. La pregunta aludía a la perpetuación histórica de la actitud negativa hacia los judíos sea como odio al grupo, sea como negación del judaísmo y esta característica es la que condujo al propio Baron a analizar los modelos cambiantes del antisemitismo y a otros estudiosos a señalar como uno de sus rasgos distintivos su permanencia y continuidad a través del tiempo. En efecto, el antisemitismo ha asumido distintos modelos y características teóricas y prácticas, prolongándose en la historia desde la época helenística hasta el día de hoy. Del imperialismo romano a la exclusividad de la nueva religión cristiana; de la intolerancia al frágil principio de supervivencia medieval del “pueblo testigo de la verdad” y a las nuevas modalidades que alcanza en el contexto del nacionalismo moderno y de allí al racismo y al exterminio nazi, para surgir en la actualidad, en diversos contextos, rompiendo el tabú de la posguerra y sobreponiendo, como capas geológicas, los diferentes móviles que lo componen. Si bien el antisemitismo, como concepto así como movimiento sociopolítico, es producto de la modernidad del siglo XIX, la permanencia en la historia de la actitud negativa hacia los judíos es la que nos conduce a señalar las líneas de continuidad. Así, la presencia de una diáspora judía en el mundo helenístico fue un fenómeno distintivo en el mundo antiguo. Su carácter de minoría monoteísta en un mundo pagano, portadora de una narrativa fundacional constituida alrededor de un pacto ético, a la vez teológico y sociológico, que la convertía en un grupo religioso y social separado, con sus propias normas y costumbres, devino foco de discriminación y hostigamiento.El antijudaísmo pagano precedió y nutrió, a su vez, el antijudaísmo cristiano.

El cristianismo tuvo, desde su inicio, una relación ambivalente hacia el judaísmo, considerándose el sucesor del Israel del espíritu y degradando al Israel carnal. La acusación de deicidio así como su descalificación fueron determinantes de la dimensión teológica y metafísica que asumió el antisemitismo. En los escritos de los Padres de la Iglesia, la negación de los valores religiosos y culturales del judaísmo ocupó un lugar central y de este modo, el estereotipo del pueblo que mató a Dios se transmitió a través de escritos teológicos, sermones, el arte y la cultura cristiana. La consolidación del cristianismo y su influencia sobre las sociedades y culturas europeas expandieron el prejuicio antijudío y la marginación y discriminación de los judíos. El antijudaísmo devino así parte de la cultura europea-occidental y permeó sus contenidos, de modo tal que adquirió una dinámica propia, aún más allá de la presencia de los judíos, alentando actos discriminatorios, persecuciones y expulsiones. Destacan en esta línea las conversiones forzosas, la expulsión de los judíos de España y Portugal, la Santa Inquisición y las leyes de pureza de sangre, entre otros. El protestantismo, por su parte, no modificó los contenidos del prejuicio antijudío. De esta forma el cristianismo institucionalizó la “enseñanza del desprecio”, que recién comenzó a ser rectificada por la Iglesia católica en el Concilio Vaticano Segundo, en 1965, y que ha encontrado un avance ulterior en el pontificado de Juan Pablo II. Al caracterizar el arraigo del antisemitismo en la cultura europea, Jorge Semprún afirmaría que “el judío es el Otro por definición y antonomasia, al menos en el universo cultural de lo que viene llamándose Occidente”. El antisemitismo, como movimiento sociopolítico que aspiró a la marginación y discriminación de los judíos y a su segregación y exterminio, asumió un nuevo alcance en la modernidad. En ésta, en su oscilación siempre tensa entre el reconocimiento del Otro y su vocación de homogeneidad, el antisemitismo cobró nueva fuerza toda vez que el problema judío es el problema del Otro, formulado esta vez en términos seculares.

Ciertas precisiones de índole conceptual se exigen para una mejor comprensión de la naturaleza contradictoria del encuentro de los judíos con la modernidad. El judaísmo ha implicado lazos de pertenencia y de identificación que incorporan y rebasan el horizonte religioso y configuran el cumplimiento de preceptos que se entrecruzan con dimensiones que recogen la memoria de una trayectoria histórica. Esto se ha manifestado en un bagaje común étnico-cultural y en una existencia grupal que se expresan en la experiencia de una vida colectiva, por lo que el judaísmo puede comprenderse mejor desde el concepto y la realidad de una religión-comunidad histórica, al tiempo que lo distancian de su conceptualización como Iglesia. Esta dimensión colectiva y comunitaria puede rastrearse hasta sus orígenes fundacionales en los cuales una familia de tribus deviene un pueblo al asumir y consentir la Alianza con Dios, misma que tiene una doble dimensión constitutiva: es a la vez religiosa y social y, por tanto, fundadora del judaísmo como religión y como colectivo humano, convirtiéndolo en un fenómeno singular, particular y autónomo. Su condición de diáspora y dispersión tanto sociológica como teológica —formulada esta última en términos del binomio exilio-redención— le imprimieron características que reforzaron su singularidad. En este sentido, hablar de judaísmo nos remite, a su vez, a la concepción de una pertenencia histórica cuyos referentes se ubican más allá de la dimensión física, continental o territorial y se articulan con una vasta dimensión de etnicidad: comunidad de orígenes —míticos o reales—, religión, lengua común, experiencias y sentimientos que le confieren un carácter distintivo y que son valorados y autodefinidos como fuente de identidad. De allí que la propuesta de incorporación de los judíos a la Modernidad Ilustrada por medio de la igualdad jurídica y política estuvo asociada a la expectativa de que el estatuto de ciudadanía individual acabaría con todo resabio de su existencia comunal distintiva, descalificada desde una visión universalista de la naturaleza humana y de las exigencias políticas del nuevo Estado moderno.

Esta visión de los pensadores y legisladores franceses estaba esencialmente conectada con la idea de que cuanto más uniforme fuera la ciudadanía, más funcional sería para el Estado. Desde esta lógica, la lucha por los derechos cívicos de los judíos se dio a partir de los derechos naturales del hombre y su defensa enfatizó su dimensión como “hombre” y no como judío. Para la Contrailustración, nutrida del historicismo romántico, el judío no tenía lugar en el seno de una sociedad y de un Estado que se definía por la fe, por los lazos sanguíneos, por la historia y por un pasado excluyente. Su rechazo a la emancipación de los judíos formó parte de su lucha por definir su propia concepción de la nueva época histórica. Las pugnas entre ambos proyectos —la Ilustración y el Historicismo Romántico— marcaron los avances y retrocesos de la incorporación de los judíos a las sociedades en las que radicaban. Así, opuesto a los resultados de la incorporación ciudadana de los judíos, emergió el movimiento antisemita, como rechazo frente a los logros a los que accedían los nuevos miembros de la sociedad así como frente a la persistencia de su continuidad grupal. A los rasgos distintivos de la existencia judía y a la permanencia de su particularidad, el antisemitismo le atribuyó en términos seculares intenciones de dominación y un supuesto poderío que lo convertían en una amenaza para toda la sociedad. Manifiestos inaugurales del antisemitismo como “La victoria del judaísmo sobre el germanismo” de W. Marr (1879) y “La Francia judía”, de Edouard Drumont, tejieron con dichos argumentos la justificación ideológica de la segregación del judío, quien no sólo era visto como amenaza potencial sino como un peligro real. Esta operación, a su vez, de convertir a la víctima en enemigo ha caracterizado, según Taguieff, a otras formas de racismo. Los logros y éxitos del nuevo ciudadano fueron cuestionados en términos de competencia socioeconómica y de identidad y solidaridad grupal.

La primera dimensión condujo a que a los judíos les fuera atribuido un poder (material, intelectual) magnificado y la segunda, reforzó la visión de que dicho poder fuese atribuido a un grupo “extranjero”, extraño y ajeno, a pesar de su ciudadanía. El rol que el pensamiento jugó en este proceso fue central. Ciertamente, el surgimiento del antisemitismo —al igual que otras expresiones de discriminación y racismo— no fue sólo una cuestión de difusión y aceptación de ideas en un nivel puramente intelectual. Fue en virtud de los nuevos desafíos políticos y sociales que las ideas prevalecieron y pudieron ser utilizadas para justificar una postura política y determinadas acciones. El pensamiento fue un ámbito al que acudió para su legitimación, ya que recuperando viejos estereotipos y formulando nuevos —que por su carácter “filosófico o científico” moderno le conferían una pretendida veracidad—, aquél pudo proveerse de los recursos intelectuales que le permitirían justificarse. Y los encontró no sólo en el pensamiento declaradamente antisemita, sino en las más variadas corrientes del pensamiento moderno, refractarias a dar cuenta de la alteridad judía. Argumentos esgrimidos en la polémica emancipatoria provenientes de las diferentes corrientes del racionalismo, romanticismo, ciertamente del pensamiento reaccionario pero también del pensamiento socialista y radical, reelaboraron prejuicios viejos y teorizaron nuevas formulaciones: inferioridad moral (Voltaire); religión estatutaria (Kant), pueblo sin historia (Hegel), pueblo fósil (Toynbee), entre otras. Como movimiento moderno, el objetivo del antisemitismo fue combatir el poder imputado a los judíos como solución global a los problemas de la sociedad y, al aislar este propósito de otras consideraciones políticas, logró convertirse en común denominador de un amplio espectro de posiciones y agrupaciones políticas. Su efectividad debe ser vista en el impacto que logra desde fines del siglo XIX en la discriminación de los nuevos ciudadanos en espacios tales como la universidad y los sectores públicos. Sería el avance del racismo en Europa y su posicionamiento en el seno del nazismo lo que conduciría a jerarquizar la alteridad del judío hasta deshumanizarla.

En esta línea, el Holocausto apunta hacia la complejidad de los nexos entre ideología y exterminio. El debate contemporáneo refleja la interacción problemática entre antisemitismo y exterminio, ya sea atendiendo la línea de continuidad histórica del primero, ya sea enfatizando el carácter de evento histórico excepcional del segundo. El Holocausto significó el exterminio de dos terceras partes del judaísmo europeo, al tiempo que confrontó a la conciencia occidental con las paradojas de su modernidad: razón y ciencia no constituían, necesariamente, las vías de liberación que la Ilustración había soñado ni podían evitar las vertientes más sombrías de la barbarie; la idea y el mito de la historia como progreso convivieron con la más perfecta planificación científica del asesinato masivo, de modo tal que las esperanzas más promisorias de la humanidad habían llegado a límites de inhumanidad jamás contemplados hasta entonces. El asesinato y la destrucción de la vida judía fue para el Estado nazi un fin en sí mismo y a diferencia de manifestaciones históricas previas del antisemitismo, el objetivo primario del nazismo no fue la conversión o la persecución del judío, sino su aniquilación total. Si bien entre las víctimas del nazismo puede contarse a polacos, gitanos, comunistas, homosexuales y prisioneros de guerra soviéticos, entre otros, ciertamente fueron los judíos el blanco central del régimen nazi. Yehuda Bauer señala al respecto: “La lucha contra los judíos fue parte crucial de la escatología nazi, un pilar absolutamente central de su visión de mundo y no sólo una parte de su programa”. Recuperando los sustratos de prejuicio que se sobrepusieron históricamente, el binomio modernidad-mito aparece como una dimensión destacada del antisemitismo nazi, debido a que uno y otro parecen haber convivido como elementos contrarios y coexistentes en su seno. En la imagen nazi del judío puede verse de un modo paradigmático cómo el mito se entreteje y se arropa de pensamiento “científico” estructurando la dimensión cognitiva e ideológica del antisemitismo.

Mientras que por una parte, el aspecto mítico, arraigado en la tradición, el imaginario y las teorías populistas raciales se centró en el peligro inherente en la naturaleza biológica del judío, por la otra, se insertó en el discurso científico y moderno del pensamiento racial del siglo XIX. Así, el antisemitismo nazi conjuntó el odio histórico al judío de raíces variadas con teorías racistas contemporáneas que presuponían la existencia de razas superiores e inferiores, y con ideas de un darwinismo social. La pureza racial fue centro de la ideología nazi; basada en los principios de la selección natural y la supervivencia del más apto, su objetivo consistía en buscar “espacio vital” para que la raza aria lograra la dominación del mundo. Sin embargo, el componente “científico” parece diluirse y la dimensión mítica aparece de modo exclusivo en lo que respecta a la visión nazi del judío como peligro, como fuerza destructiva en la historia, asociada al prejuicio moderno de la dominación mundial. Quienes han destacado al antisemitismo como causa directa del exterminio de los judíos, han puesto un énfasis diferencial sobre sus dimensiones contrarracionales o no instrumentales así como sobre los aspectos irracionales de las políticas nazis. Un acercamiento a la vez complejo y multidimensional al nazismo y al Holocausto apunta hacia la conjunción de una diversidad de procesos históricos contingentes, de desarrollos estructurales y de eventos que pusieron en juego diversos aspectos de la realidad. Por ello, la atención a las raíces ideológicas del antisemitismo y sus nexos de significación con el Holocausto refiere tanto a sus relaciones con los antecedentes históricos y con la configuración interna del régimen como a los nexos con la organización burocrática y técnica del exterminio del pueblo judío. En esta línea, reconociendo la propia complejidad de la dinámica interna del sistema nazi, las interacciones entre los diferentes agentes y actores políticos y los procesos de estructuración del sistema dual partido-Estado que posibilitaron el exterminio de los judíos, podemos destacar que como expresión extrema del racismo que ha enfatizado la diferenciación del Otro en código biológico racial —prerrequisito de su aislamiento, persecución y exterminio— el nazismo se nutrió de un prolongado proceso histórico de acecho a la diferencia, en el que se fueron superponiendo como capas geológicas los diferentes resortes del prejuicio y la discriminación. Si comprendemos que el racismo alcanzó su expresión máxima en Auschwitz, el antisemitismo puede ser visto en su carácter ejemplar, en el que se descubre el modo como siglos de dificultad de poder asumir al Otro en su legitimidad, construyeron un sustrato de prejuicios que alimentaron la estigmatización y el exterminio”.

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