Por Hernán Andrés Kruse.-

Ya se trata de una relación adictiva. Ya no cabe duda alguna que la Argentina depende económicamente del FMI, necesita de él para poder sobrevivir. Pese a los continuos fracasos de todos y cada uno de los acuerdos que los gobiernos que supimos conseguir a partir de 1956 celebraron con el máximo prestamista internacional de última instancia, el país no puede dejar de tomar la droga fondomonetarista. Somos un país “fondodependiente”, así como una persona es un drogadependiente.

El miércoles 19 de marzo quedó una vez más reflejada esa relación adictiva. Mientras en las adyacencias del congreso estaban desplegadas fuerzas de seguridad en un número inédito, propio de épocas en las que imperaba el poder militar, en el recinto de la Cámara Baja 129 diputados decidían extenderle un cheque en blanco al gobierno para garantizar el acuerdo con el FMI. El oficialismo logró cantar victoria gracias al respaldo de sus aliados macristas, la Coalición Cívica, los bloques provinciales y el sector de la UCR capitaneado por Rodrigo De Loredo. En la vereda de enfrente, la izquierda y Unión por la Patria votaron en contra, argumentando que el acuerdo es violatorio de la Ley de Fortalecimiento de la Deuda Pública, cuyo artículo segundo estipula que “todo programa de financiamiento u operación de crédito público realizados con el FMI requerirá de una ley del Honorable Congreso de la Nación que lo apruebe expresamente”. Además, destacaron el artículo 75, inciso 7 de la Constitución Nacional, que faculta al Congreso a “arreglar el pago de la deuda interior y exterior de la Nación” (fuente: Página/12, 20/3/025).

En esta oportunidad, como en tantísimas otras, el oficialismo hizo prevalecer el interés político sobre el respeto a la constitución. Milei necesitaba sí o sí la aprobación del DNU para celebrar un acuerdo con el FMI cuyo contenido es desconocido. Resulta por demás evidente que el gobierno nacional está ávido de dólares. Y ello por una simple y dramática razón: se trata de una cuestión de supervivencia. Milei se asemeja a aquella persona que fue rescatada por los bomberos de un voraz incendio y que, a raíz de ello, necesita imperiosamente oxígeno para sobrevivir.

La historia vuelve a repetirse. Por enésima vez el gobierno de turno decide entablar negociaciones con el FMI. Por enésima vez el gobierno de turno nos dice que este acuerdo, a diferencia de los anteriores, será beneficioso para nosotros. Por enésima vez, el gobierno de turno nos miente en la cara.

Seguimos desatendiendo la máxima del filósofo George Santayana “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Buceando en Google me encontré con un ensayo de Pablo Nemiña (Dr. en Ciencias Sociales por la UBA e investigador del CONICET) titulado “El FMI y la política económica argentina”. Por razones de espacio transcribiré únicamente la parte referida al período comprendido entre la asunción de Carlos Menem en 1989 y la decisión de Néstor Kirchner de cancelar la deuda con el FMI en 2005.

LA ETAPA NEOLIBERAL

“Durante los años noventa, el FMI apoyó enérgicamente la implementación de políticas económicas de liberalización inspiradas en el Consenso de Washington, a través de la suscripción prácticamente ininterrumpida de acuerdos desde 1989 y, en coyunturas de crisis externas, el otorgamiento de financiamiento multilateral. En 1991 se sancionó la ley de convertibilidad, que estableció un tipo de cambio fijo subvaluado de un peso por un dólar, obligó a respaldar la base monetaria con divisas, impidió emitir moneda sin respaldo y prohibió cubrir el déficit fiscal a través de la emisión, condicionando la política monetaria al ciclo de entrada y salida de capitales. La estabilización produjo una atracción masiva de fondos externos -similar a la burbuja de 1977/80- esta vez debida a la combinación de la búsqueda de financiamiento para participar del proceso de privatizaciones, del boom de consumo, de los altos rendimientos financieros y de la fuerte valorización de los activos. Al no tener el techo de la competencia externa y ver aumentada su demanda rápidamente, los productos no transables incrementaron sus precios en mayor medida que los transables, lo cual determinó una fuerte transferencia de ingresos y rentabilidad del sector industrial al sector de servicios y de bienes transables protegidos (por ejemplo, la industria automotriz).

La implementación de la convertibilidad logró consolidar técnica y políticamente el programa económico del Gobierno en la medida que concilió las demandas e intereses de las nuevas fracciones dominantes: los grandes conglomerados locales, las empresas transnacionales y los acreedores externos. Sin embargo, es necesario separar analíticamente la convertibilidad con tipo de cambio fijo del resto de las reformas estructurales, ya que, desde un punto de vista estrictamente técnico, se podría haber aplicado el mismo esquema cambiario-monetario sin realizar las demás transformaciones regresivas en forma de “shock”. Esta idea se ve reforzada por dos motivos. En primer lugar, la convertibilidad contradecía directamente la recomendación de implementar un tipo de cambio flexible y alto para promover las exportaciones, incluida en el Consenso de Washington. De hecho, al momento de su lanzamiento enfrentó la resistencia del Gobierno de EE.UU. y el FMI. En segundo lugar, la convertibilidad fue cobrando mayor importancia para la estrategia económica del Gobierno a medida que se consolidó como elemento articulador de consenso político”.

A su vez, esta transformación se reflejó en los textos de los sucesivos acuerdos suscriptos con el FMI durante la década del noventa. Así, el acuerdo de 1991 concebía a la convertibilidad como un “instrumento” -entre otros- del programa de estabilización, orientado a disminuir la inflación a corto plazo. Posteriormente en la extensión del acuerdo en 1995, con la economía sufriendo los efectos de la crisis mexicana, aparecía junto al mantenimiento del equilibrio fiscal y financiero como uno de los dos “principios rectores” del programa, por consiguiente, un objetivo a conseguir per se. Finalmente, en el acuerdo de 1998 se consolidó la centralidad de la convertibilidad como eje del plan económico al “fagocitar” simbólicamente al programa de reformas estructurales bajo el rótulo de “Plan de Convertibilidad”. En este marco, los acuerdos del Fondo otorgaban un sello de confianza que promovían el ingreso de inversión extranjera directa o de portafolio, que en un contexto de déficit comercial y creciente endeudamiento externo, era clave para sostener el régimen de convertibilidad con tipo de cambio bajo.

El Gobierno se comprometía a cumplir una serie de condicionalidades cuantitativas y estructurales que procuraban garantizar el repago de los compromisos financieros asumidos. Dado que los acuerdos no inmunizaban a los países de los efectos de turbulencias en el sistema financiero internacional, en esos casos el Fondo ejercía la función de prestamista de última instancia, posibilitando evitar una cesación de pagos. En este sentido, a pesar de haber estado bajo acuerdo durante toda la década de 1990, los préstamos del Fondo a Argentina no fueron significativos en términos cuantitativos a excepción de tres momentos puntuales: la instrumentación del Plan Brady para la titularización de la deuda externa en 1931, el impacto de la crisis mexicana en 1995 y la crisis de la convertibilidad en 2001.

Merced a los créditos del Fondo y la implementación de un fuerte ajuste fiscal, el régimen convertible sorteó la crisis mexicana de 1995. En los años siguientes retomó la senda del crecimiento económico, hasta que a mediados de 1997 estalló la crisis del Sudeste Asiático. Con el apoyo del G7, el FMI otorgó importantes paquetes de financiamiento a todos los países afectados con excepción de Malasia, quien no aceptó la exigencia de no imponer controles cambiarios para detener la fuga de capitales. Los créditos incluyeron una extensa cantidad de condicionalidades, orientadas a garantizar la implementación de un riguroso programa de estabilización para detener la devaluación de las monedas nacionales y evitar la cesación de pagos. De este modo, los inversores extranjeros evitaron pérdidas mediante la socialización de los costos de la crisis.

El impacto social de la política de resolución de la crisis planteada por el FMI en países que eran destacados como ejemplos de las bondades de las reformas de mercado, junto al ejemplo de Malasia, que sin ayuda financiera del Fondo parecía sortear la crisis con menor impacto social y económico, intensificaron las críticas a las políticas neoliberales promovidas por el organismo. Buscando reposicionarse en el campo internacional, el Fondo proclamó a la Argentina como un ejemplo exitoso de los beneficios de la implementación de las reformas estructurales neoliberales. La existencia de este contraejemplo en tanto país comprometido con las reformas de mercado, permitía al organismo presentar un caso en el cual sus políticas no habían derivado en una crisis. Esto, a su vez, reforzaba el argumento que descargaba en los países de Asia la responsabilidad de la crisis.

Las motivaciones políticas que orientaron esta calificación por parte del Fondo quedan en evidencia, además, cuando consideramos que la Argentina no había sido precisamente un alumno “ejemplar” en lo que a cumplimiento de las condicionalidades se refería. En efecto, entre 1998 y 2001 el Gobierno cumplió sólo el 51% de las condicionalidades cuantitativas. El creciente peso del servicio de la deuda sobre el presupuesto aumentó la desconfianza de los inversores sobre la capacidad de repago del país a finales de la década, lo cual dificultó el acceso a créditos privados y ubicó al Fondo como la única fuente de financiamiento. La devaluación de Brasil no hizo más que aumentar las dificultades externas. En el medio de una recesión frente a un contexto financiero internacional desfavorable, la ponderación que el FMI hacía de la Argentina servía también al propio país, en tanto operaba como un catalizador de capitales imprescindibles para sostener el régimen convertible.

El recambio presidencial a finales de 1999 no trajo novedades en el frente económico. De la Rúa planteó como objetivo central reestablecer el crecimiento en el marco de las posibilidades que permitiera el régimen de convertibilidad. Argumentaba que la profundización de la política económica ortodoxa aumentaría la confianza de los mercados en el país, lo cual alentaría un incremento del flujo de capitales y una caída de la tasa de interés. Esto, a su vez, generaría la reactivación de la economía y un aumento de la recaudación impositiva, que permitirían afrontar con mayor holgura los servicios de la deuda y por ende mejorar la percepción de solvencia de la economía. Este diagnóstico era compartido por los sectores financieros internacionales y locales, quienes promovían la reducción del gasto primario para garantizar el cobro de sus acreencias, y también por los países industrializados, interesados en evitar el agravamiento de las condiciones financieras globales.

La decisión del Gobierno de la Alianza de sostener la convertibilidad obligó a aceptar las sucesivas demandas del organismo para entregar sus créditos. Entre ellas se destaca la exigencia de flexibilizar las leyes laborales. Como una manera de reducir los costos de producción y aumentar la competitividad en el marco de las restricciones que imponía la convertibilidad, el Fondo promovió la flexibilización del mercado laboral. Ésta incluía la extensión del período de prueba a seis meses, la reducción de los aportes patronales para los nuevos trabajadores, la descentralización de la negociación de los convenios colectivos de trabajo y la eliminación de la ultra-actividad. En un primer momento parecía que el proyecto no sería aprobado debido a que la Alianza contaba con minoría en ambas Cámaras, pero el supuesto otorgamiento de sobornos a senadores de la oposición contribuyeron a que el Ejecutivo lograra la aprobación de la reforma. El supuesto cohecho para aprobar una ley que reducía los derechos laborales de los trabajadores por parte de un Gobierno que había resaltado a la transparencia como uno de los valores de su gestión, puede entenderse por el interés de este último en reducir la confrontación con uno de los pocos actores internacionales de los que por entonces recibía apoyo político y financiero.

Pero a pesar de los esfuerzos que hacía el Gobierno Nacional, cada ajuste del gasto era seguido de una caída similar de la recaudación que sólo agravaba la situación económica y social. Así, los sucesivos paquetes de salvataje recibidos por nuestro país durante 2001 no sólo no contribuyeron a restablecer la confianza y el crecimiento sino que proporcionaron los recursos para financiar una intensa fuga de capitales que, sólo en ese año y excluyendo el déficit comercial, ascendió a 46.347 millones de dólares (Comisión Especial de la Cámara de Diputados, 2005). Finalmente, el estallido de una crisis económica y social sin precedentes marcó el límite político a la capacidad de profundizar el ajuste, determinando la caída de la convertibilidad y la declaración del default sobre el 65% del total de la deuda pública, unos 94.300 millones de dólares en títulos públicos y créditos con organismos oficiales”.

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