Por Hernán Andrés Kruse.-

DESENDEUDAMIENTO Y FIN DE CICLO

“Luego de breves interregnos asumió la presidencia el justicialista Duhalde. Como primera medida el Gobierno destacó la necesidad de suscribir un acuerdo con el FMI que permitiera acceder a financiamiento externo para contener las expectativas de devaluación, y resolver con mayor margen los conflictos derivados de la pesificación asimétrica. Pero chocó con la intransigencia del Fondo, que buscando evitar asumir su corresponsabilidad ante la crisis argentina, condicionó cualquier tipo de asistencia a la implementación de un programa integral de corte ortodoxo, orientado a asegurar las menores pérdidas posibles a los acreedores y al sistema financiero local a costa de profundizar el ajuste fiscal.

Aislado internacionalmente y debilitado en el plano local, el Gobierno procuró ganar la confianza del FMI mediante la implementación de la amplia lista de demandas del organismo. Así, liberalizó el tipo de cambio (que en pocos meses alcanzó los 4 pesos por dólar), mantuvo el congelamiento del gasto en el marco de una economía con 25% de desocupados y casi 60% de pobres, otorgó compensaciones a los bancos por 8.500 millones de dólares y derogó la ley de subversión económica, que podría haber permitido sancionar el comportamiento de los banqueros durante la crisis, entre otras concesiones.

El impacto negativo de las medidas reforzó la dominación del Fondo y debilitó aún más al Gobierno. La situación se modificó incipientemente cuando Duhalde abrió el espacio de toma de decisiones a los gobernadores justicialistas y convocó a Lavagna al Ministerio de Economía. El mayor margen de acción para enfrentar al FMI, la estabilización del precio del dólar y la reactivación productiva dieron mayor certidumbre a la economía. Finalmente, un año después de la salida de la convertibilidad, el FMI suscribió un acuerdo transitorio hasta el recambio presidencial, cuyo financiamiento sólo compensaba los pagos por capital, debiendo el país cancelar con sus reservas los intereses.

Kirchner asumió la presidencia con una economía en plena recuperación, motorizada principalmente por el consumo y la ampliación del mercado interno. Asimismo, parecían consolidados los pilares sobre los cuales se apoyaba el patrón de crecimiento de la posconvertibilidad: tipo de cambio competitivo para alentar la sustitución de importaciones; superávit comercial, como resultado de la combinación del alto precio de las commodities y la restricción a las importaciones, el cual disminuía la vulnerabilidad externa; y superávit fiscal, efecto del aumento de los ingresos y la disminución del gasto real y del servicio de la deuda, que otorgaba margen para controlar el tipo de cambio y evitaba recurrir al endeudamiento como fuente de financiamiento.

No obstante, entre los desafíos más urgentes aparecían renovar el vínculo con el FMI y encarar la restructuración de la deuda, que por efecto de la devaluación y la emisión de títulos para otorgar compensaciones a los ahorristas, deudores y bancos, superaba en una vez y media el producto bruto. Apoyado en una estrategia confrontativa, que incluyó una breve cesación de pagos con el organismo, Kirchner renovó el acuerdo evitando comprometer un ajuste más profundo como exigía el Fondo para garantizar una mejor oferta a los acreedores. Respecto de la reestructuración de un stock de deuda impaga de 87.000 millones de dólares, propuso una quita del 75% sobre el valor nominal. La oferta fue rechazada por los acreedores, diversas potencias centrales (en especial Italia y Japón) y el FMI. Si bien contaba con la simpatía de EE.UU., que buscaba mostrar al mundo financiero un ejemplo aleccionador para limitar los comportamientos especulativos, el interés por evitar un conflicto con el resto del G7 lo llevó a exigir una mejora sobre la oferta original.

Así, la propuesta definitiva estableció una quita entre el 65 y el 70% del valor nominal, de todas formas una propuesta considerada agresiva por los acreedores. No obstante, debido a la importancia que adquirieron en el futuro los pagos correspondientes a los cupones vinculados al PBI, algunas estimaciones recientes sugieren que la quita real fue sustantivamente menor. Intransigente, el Fondo exigió una nueva mejora de la oferta, aumentar el ahorro fiscal y las tarifas de los servicios públicos, y bajar el tipo de cambio para facilitar la adquisición de dólares y así aumentar la capacidad de repago de la deuda, a costa del deterioro de la competitividad. Apoyado en una mayor fortaleza política doméstica y una posición externa relativamente estable, el Gobierno suspendió el acuerdo. Desde entonces, la Argentina dejó de recibir desembolsos del FMI y debió afrontar los vencimientos de capital con sus propios recursos, pero a cambio evitó modificar la orientación del programa económico.

Destacando como antecedentes los avances logrados en relación a la resolución de la cesación de pagos, la no emisión de nueva deuda en los mercados internacionales de capital, y la continua cancelación de vencimientos con el FMI, el Gobierno postuló el inicio de la llamada estrategia de desendeudamiento. Aunque de importancia decisiva para la obtención de mayores grados de autonomía en la definición de la política económica, la política de desendeudamiento fue menos la expresión de una decisión planificada que el resultado colateral de dos situaciones: a) la abstención a emitir deuda en los mercados internacionales ante el riesgo de sufrir un embargo por parte de los acreedores que habían optado por la vía judicial para recuperar la totalidad de sus activos (holdouts); b) la suspensión del acuerdo con el FMI, que obligó a cancelar créditos sin recibir desembolsos y, por ende, a acelerar el ritmo de reducción de la deuda con el organismo. No obstante, el desendeudamiento también convenía al propio FMI, en tanto se aseguraba el recobro puntual de sus acreencias en un país que mostraba poca disposición a aceptar sus exigencias.

Finalmente, ayudado por el sostenimiento de altos niveles de superávit fiscal, a finales de 2005 el Gobierno canceló por anticipado la deuda que mantenía con el FMI por unos 9.800 millones de dólares. Para ello se tomaron prestadas las reservas del BCRA a cambio de un bono en dólares a diez años, por lo cual algunos autores señalan que en términos netos no hubo desendeudamiento, ya que el Tesoro cambió su deuda con el Fondo por otra equivalente con el BCRA. Pero el cambio no fue neutral, ya que permitió al Gobierno sostener el crecimiento basado en la promoción del mercado interno, con su correlato en el aumento del empleo y la producción, y evitar conceder mayores concesiones a los acreedores, tal como exigía el organismo. Por otra parte, la sintonía con Brasil, que días antes también canceló 15.500 millones de dólares de deuda por adelantado con el Fondo, fue vista como un avance en vista a una mayor coordinación económica sudamericana, en línea con el rechazo al proyecto del ALCA en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata.

Algunos observadores entendieron que el pago se trató menos de un ejercicio de soberanía económica que del cumplimiento de la principal demanda que poseía en esos momentos el FMI: cobrar íntegramente sus acreencias. Al respecto, caben tres comentarios. Primero, la extensa lista de demandas sobre la política económica del Gobierno resalta que el cobro de los créditos era sólo una de las diversas exigencias del organismo. Segundo, las reestructuraciones de deuda con el FMI son muy infrecuentes ya que conllevan un fuerte enfrentamiento con las potencias centrales; en este sentido, el respeto del status quo en el sistema multilateral constituye una de las condiciones que permitieron sostener una posición confrontativa frente a los acreedores. Tercero, el pago adelantado afectó las finanzas del Fondo al profundizar su déficit operativo, ya que su principal ingreso deriva del interés que cobra sobre sus créditos. Asimismo, implicó erosionar su capacidad de injerencia sobre la política económica de los países deudores, lo cual profundizó su deslegitimación.

Desde entonces los países en desarrollo vienen reclamando -con mediano éxito- una redistribución de los votos dentro del organismo a fin de adecuarla a la nueva estructura de poder en la economía internacional. El pago total no disminuyó el enfrentamiento entre el Fondo y el Gobierno, lo cual se manifestó en un progresivo alejamiento entre ambos. Por un lado, el Gobierno impidió al organismo desde el año 2006 la realización de la revisión anual contemplada en el Artículo IV, con el fin de no facilitar una instancia que le permitiera reclamar públicamente la implementación de una política económica de corte más ortodoxo. Por otro, el FMI acentuó sus críticas a la Argentina fundamentadas en la supuesta falta de sustentabilidad de su política y, más recientemente, la publicación de estadísticas de inflación y crecimiento poco confiables. Para evitar una sanción en relación a este último punto el Gobierno está por lanzar un nuevo índice de precios a nivel nacional, cuyo diseño contó con la asistencia técnica del FMI.

En este marco, descontando un acercamiento por necesidad, esto es, el agravamiento de la restricción externa en el país, pareciera que sólo un giro hacia la heterodoxia en el organismo o una recomposición conservadora de los sectores dominantes en la Argentina, podrán alentar el restablecimiento de la cooperación estrecha en la relación”.

REFLEXIONES FINALES

“Este breve repaso por la historia del vínculo entre el FMI y la Argentina resalta dos características. Primero, el organismo ha sido un actor con una presencia extendida en la economía política doméstica desde hace más de medio siglo. Incluso antes del ingreso oficial de nuestro país al organismo en 1956, el Gobierno de Perón se debatía entre las ventajas y costos de pertenecer. Asimismo, se trató de un vínculo no exento de conflictos, que se dieron tanto entre gobiernos democráticos como de facto. Notablemente, por recomendación del entonces ministro Krieger Vasena, el Gobierno de Onganía decidió el primer pago por adelantado al FMI, en desacuerdo con la oposición de este último al plan de inversión en obra pública necesario para sostener el desarrollo industrial. En segundo lugar, esa presencia persistente le otorgó al organismo una destacada capacidad para condicionar el rumbo de la política económica.

Sin negar su papel durante la etapa previa a 1983, es sin duda desde el restablecimiento de la democracia que el Fondo amplificó su capacidad de intervención en la política doméstica. Ungido como el representante de la banca comercial estadounidense para evitar una cesación de pagos masiva de los países de la región, reclamó la implementación de sucesivos ajustes que lesionaron la posibilidad de restablecer un sendero de crecimiento. Durante la década del noventa, apoyó el programa neoliberal y hacia el final de la década otorgó cuantiosos créditos para mantener un régimen monetario insostenible. Finalmente, el nuevo siglo lo encontró promoviendo los intereses de los acreedores durante la reestructuración de la deuda en cesación de pagos.

Las consideraciones previas no deben llevar a pensar la inevitabilidad de la dependencia con el FMI. Aunque suele representar los intereses financieros de las potencias centrales, la capacidad de condicionar la política económica de un país periférico depende de que éste solicite un acuerdo. Así, lo que con frecuencia se presenta como el resultado de presiones internacionales expresa, en realidad, el interés de los sectores dominantes locales por reproducir a nivel doméstico los condicionamientos estructurales externos. Indudablemente, desde el año 2006 nuestro país ostenta mayores márgenes de autonomía para avanzar en la consolidación de un proceso de desarrollo nacional. Mantenerlos y profundizarlos es tarea de la sociedad argentina”.

Dos décadas más tarde ha quedado dramáticamente en evidencia que la sociedad argentina no fue capaz de mantenerlos ni de profundizarlos.

(*) Pablo Nemiña (Dr. en Ciencias Sociales por la UBA e investigador del CONICET) titulado “El FMI y la política económica argentina”.

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