Por José Luis Milia.-

La deshonestidad es el arte de aquellos que saben manejar la verdad como se maneja el filo de una navaja. ¿Qué haría la política sin ella, sin esos maestros de la mentira, alquimistas capaces de transformar el plomo de la realidad en el oro reluciente de lo falso? En un mundo donde la ética es un trapo de piso, llamarlos tramposos es vulgar; mejor llamémoslos virtuosos de la simulación.

Porque ¿quién necesita principios cuando puedes tener resultados? La honestidad, esa reliquia de los ingenuos, está pasada de moda. Es de imbéciles que aún creen que la verdad les hará libres, cuando lo que realmente les espera es un muro de lamentaciones y la bancarrota de sus ilusiones. No, la deshonestidad es la herramienta de los inteligentes, de los audaces, de los que saben que los escrúpulos son peso muerto en la carrera hacia el éxito.

Porque, convengamos, la indecencia tiene su poesía. La mentira bien contada, el engaño que parece verdad, es un acto artístico en sí mismo. Requiere precisión, timing, y una buena dosis de caradura. No cualquiera puede mirar a los ojos a otro ser humano y decirle una falsedad tan perfecta que incluso el mentiroso empieza a creerla. Eso, queridos amigos, es talento.

Así que no juzguemos de manera tan expeditiva a los deshonestos. Al fin y al cabo, ellos son los verdaderos sobrevivientes, los que han entendido que la vida no es para los justos, sino para los listos. Los honestos tendrán su recompensa, claro, pero será más bien simbólica, algo que puedan contar en los cafés mientras los deshonestos disfrutan de los frutos de su ingenio.

Porque, admitámoslo, en un mundo tan lleno de mentiras, la deshonestidad no es el problema. Es, para muchos, la solución.

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