Por Hernán Andrés Kruse.-

“Creo que si queremos establecer un sistema de igualdad de oportunidades –a lo cual nos obliga la Constitución- y de libertad de acceso, no podemos fijar cotos de caza, sino que debemos crear una mayor porosidad a efectos de que lleguen los mejores, vengan de donde fuere. En segundo lugar, quiero señalar que el tema de la independencia no debe ser confundido con asepsia. No existe el juez aséptico, un juez absolutamente desconectado de un sistema de valores o de una ideología en la cual ha creído, en un conjunto de ideas o, si ustedes prefieren, de ideales que se expresan a través de metas o fines que pretende alcanzar en el momento en que hace o dicta el acto de justicia. Este tipo de juez no existe, y sería penoso que existiera porque realmente estaríamos frente a un autómata; volveríamos a la teoría del siglo XVIII; no cumpliría ni siquiera la función interpretativa, mucho menos la función integrativa y creadora que cumple el juez a través del dictado de las sentencias, que no consisten en un mero silogismo.

Por “independencia” debemos entender dos cosas. En primer lugar, la independencia de las lealtades partidarias preexistentes, que las puede haber tenido y es respetabilísimo que así sea, pero que debe abandonar en el momento de acceso al poder. También debe abandonar la falsa noción de que por haber sido designado por alguien tiene un deber de gratitud permanente de halagar o complacer a ese alguien. En la Argentina hay ejemplos de todo tipo, pero también existen ejemplos de gente que fue muy criticada al momento de su designación porque venía de una pertenencia partidaria, incluso de la integración de un gabinete, como es el caso de Antonio Sagarna, quien siendo juez de la Corte, desde el día siguiente de la asunción del cargo, actuó con total independencia respecto del partido al cual había pertenecido, así como del Presidente y del Senado que lo habían nombrado. Pero no es la regla. El juez debe tener, entonces, un perfil que apunte a la no dependencia del gobernante de turno, ni a ser un prisionero de la partidocracia; no sólo lo primero sino también lo segundo. Existe un viejo pleito entre partidocracia y judicatura: se desconfían recíprocamente, pero el conflicto no se puede resolver por vía de la sumisión de una a la otra -en cualquier sentido direccional que sea- sino cumpliendo cada una la función que le corresponde, que son diferentes y ambas necesarias para la atención de lo que nos debe interesar, que es el bien común, es decir, el interés general, por encima de cualquier egoísmo o narcisismo.

En cuanto a la selección, creo que hay que introducir cambios en el régimen vigente en el orden nacional. La ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura, con la experiencia que lleva, ya adolece de desenfoques. Es así que los propios miembros del Consejo de la Magistratura deberían propiciar autónomamente –no por imposición heterónoma, sino por propio esfuerzo autogestionario- la propuesta de la reforma que su misma experiencia les indique. Por supuesto, también creo que en una eventual reforma de la Constitución hay que pulir la norma pertinente, porque más que un Consejo de la Magistratura lo que se ha querido hacer es una desvertebración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que no llegó hasta sus últimas consecuencias porque se impidió que se creara una Corte Constitucional que hubiera implicado el vaciamiento total de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que en nuestro país es el intérprete final de la Constitución y el verdadero tribunal de garantías constitucionales, de acuerdo al modelo americano. La hubiéramos pervertido con un injerto innecesario, porque nosotros no tenemos el defecto que han tenido los europeos, de no haber reconocido a la Justicia el carácter de poder del Estado. Como nosotros sí se lo reconocimos, no necesitamos crear un órgano de esa otra naturaleza, nacido de la inspiración de Hans Kelsen en la Constitución de Austria y adoptado más tarde por Alemania, Italia, España y hasta por algunos países latinoamericanos.

Que el Consejo de la Magistratura tenga tanto poder político, reglamentario, sancionatorio, económico, administrativo, etcétera, lo convierte en definitiva en un coto de caza para que en el imaginario del político se acrecienten los espacios de poder, y lleve indefectiblemente a que su labor quede desenfocada con respecto al objetivo fundamental, que es la selección, promoción y remoción de los magistrados -por vía del jury de enjuiciamiento- para que alguna vez en la Argentina funcione la instancia posterior al control, que es la responsabilidad. De nada sirve el control si se agota en sí mismo. Lo que el pueblo quiere es que recaigan responsabilidades, es decir, que funcionen los mecanismos necesarios para que la consecuencia del control se visualice y produzca efectos que vayan incluso más allá de lo segregativo, como puede ser la inhabilitación, que no es una pena accesoria sino una tan principal como la destitución, tal como lo establecía el viejo artículo 45 de la Constitución-, de forma tal de mejorar la situación de este Poder Judicial.

En pocas palabras, quiero decir que también en la selección de recursos humanos se debe apuntar al tema de la dedicación y que, dentro de lo razonable hay que ser más estrictos en el área de las incompatibilidades. Hubo una ley (gestada en el Ministerio del Dr. Gervasio Colombres) que no se aplicó, que incluso se derogó. No puede ser que la función judicial sea una tarea más entre otras. Es bueno que el juez sea docente o investigador pero no es bueno que se disperse a través de un cúmulo de tareas, algunas serias y otras frívolas, que detraen tiempo y dedicación. Los recursos también son un tema fundamental. No podemos pretender justicia eficiente si no hay recursos suficientes. Aquello que Gorostiaga decía con respecto a que no hay poder sin recursos y no hay Estado sin Tesoro, vale también para la Justicia. La Justicia no puede depender de la dádiva para que se cumpla la doble idoneidad, es decir la profesional y la moral, que es la independencia y el no dejarse seducir por las tentaciones, favores o intereses creados, para lo cual se requiere una remuneración digna.

Por lo expuesto, creo que debemos buscar en los mecanismos que tenemos que perfeccionar, a fin de alcanzar el perfil adecuado, una instancia para verificar esa doble idoneidad y no ser conformistas ante las meras estructuras de convalidación para el reparto. Es perversa la teoría del “paraguas” que protege para que nadie quede a la intemperie y que la Justicia sea un refugio para que dentro del reparto todos queden satisfechos. Y, al mismo tiempo, me parece que esa cobertura es patológicamente dañina porque destruye a todo el sistema. En definitiva, dime qué jueces tienes y te diré qué Estado de Derecho hay. Dime cuál es el perfil de esos jueces y te diré qué grado y qué profundidad de control tenemos. Desde luego que esto conduce al orden de las conductas y, como todo, se resuelve en un problema cultural. Es un problema cultural el perfil del juez, ya que a las más altas jerarquías corresponden las mayores responsabilidades, de acuerdo a un sabio principio del Código Civil, que debería tener categoría constitucional en esta delicada cuestión: “Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos (Art. 902)”. Por último, ratificamos la convicción de que el acto más delicado e institucionalmente significativo de un gobernante, radica en promover la nominación de un magistrado judicial que, de acuerdo a nuestro régimen constitucional, son cargos cuya trascendental función se ejerce de por vida (ad vitam)”.

(*) He utilizado esta reflexión del doctor Vanossi en anteriores escritos de mi autoría y que fueron publicados por el Informador Público. Sin embargo, por su elevado nivel académico y por la delicada cuestión que trato en este escrito, me parece lógico que me valga de ella nuevamente.

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