Por Hernán Andrés Kruse.-

El jueves 26 de diciembre el presidente de la nación, en compañía de su hermana Karina, Martín Menem y Patricia Bullrich, recibió en la Casa Rosada a un grupo de diputados nacionales del radicalismo, quienes no ocultaron su devoción por su anfitrión. Al término del cónclave, Rodrigo De Loredo confirmó que seguirán apoyando al oficialismo y dejó entrever la posibilidad de una alianza electoral con el mileísmo el año próximo (fuente: Melisa Molina, Página/12, 26/12/024).

Confieso que aún no salgo del estupor que me ha provocado semejante acontecimiento, cuya relevancia política es por demás relevante. Porque estamos hablando de diputados nacionales que pertenecen a la Unión Cívica Radical, la más que centenaria fuerza política que tuvo como líderes centrales a Alem, Yrigoyen, Balbín, Illia y Raúl Alfonsín. “Que se rompa pero que no se doble”, sentenció el fundador del radicalismo. Lamentablemente, los diputados radicales que estuvieron presentes en la Casa de Gobierno se arrodillaron frente a un presidente que no dudó en mancillar públicamente la memoria de Raúl Alfonsín.

A propósito de don Raúl: buceando en Google me encontré con el prefacio de Alfonsín de su libro “Memoria política. Transición a la democracia y derechos humanos” (Fondo de Cultura Económica de Argentina-2003) y el capítulo dedicado a la Conadep.

PREFACIO

“Escribí este libro con la convicción de que no podía hablar acerca del futuro, como era mi deseo, sin mirar hacia atrás, sin revisar y analizar las acciones más significativas y también las más criticadas de mi gestión. En un pasaje del Génesis, un ángel le advierte a Lot: “¡Sálvate! ¡No mires hacia atrás ni te detengas! ¡En ello te va la vida!”. Su mujer quiere ver el exterminio de Sodoma y Gomorra. Mira hacia atrás y queda convertida en una estatua de sal. ¿Qué la llevó a mirar hacia atrás? La curiosidad, pensarán algunos, pero, en todo caso, era una curiosidad para observar con odio y rencor el fin de sus enemigos. Yo creo que es necesario mirar hacia el pasado con ojos que contribuyan a la convivencia.

En este libro busco poner en negro sobre blanco muchas de las circunstancias gravísimas que soportamos todos los argentinos entre 1983 y 1989, las decisiones tomadas por mi gobierno, el contexto interno e internacional en el cual se inscribieron cada una de ellas y algunas de las consecuencias de esas decisiones dos décadas más tarde. Estos son temas, además, que se discuten en la actualidad. Pretendo abordar aquí los temas y las cuestiones más difíciles, comprometidas y criticadas de mi gobierno y de mi vida política para asumir una defensa que no es, en este caso, tanto personal como de convicciones, valores y sentidos de la política; explicar la forma en que he actuado ante los principales desafíos y ofrecer elementos de juicio para revisar una serie de lugares comunes y sentencias categóricas adversas que se instalaron como una verdad inapelable en el imaginario colectivo de nuestra sociedad. Es muy probable que este libro sea criticado desde los extremos del arco político y posiblemente por muchos independientes, pero no me pesarán estas críticas si las mismas contribuyen a desarrollar una polémica franca que sirva efectivamente para enriquecer el análisis y la comprensión de estos años centrales para nuestra vida democrática.

Toda nación es el resultado de un proceso histórico integrador de grupos inicialmente desarticulados. Detrás de cada unidad nacional hay un gran proyecto capaz de asociar en la construcción de un futuro común a fuerzas étnica, religiosa, cultural, lingüística o socialmente diferenciadas entre sí. Uno de los rasgos distintivos de la Argentina ha sido nuestro fracaso en delinear con éxito una empresa nacional de esta naturaleza. Otros países conocieron en el pasado terribles luchas internas, pero supieron disolver sus antagonismos en unidades nacionales integradas, cuyos componentes se reconocen como parte del conjunto en un universo de principios, normas, fines y valores comunes. Esta integración, aunque intentada varias veces, nunca alcanzó a prosperar en la Argentina, que mantuvo la división maniquea de su propia sociedad en universos político-culturales inconexos e inconciliables como una constante durante todo su itinerario histórico.

Nuestra historia no es la de un proceso unificador, sino la de una dicotomía cristalizada que se fue manteniendo básicamente igual a sí misma bajo sucesivas variaciones de denominación, consistencia social e ideología. Ahí están, como expresiones de esta división, los enfrentamientos entre unitarios y federales, entre la causa yrigoyenista y el régimen, entre el conservadurismo restaurado en 1930 y el radicalismo proscripto, entre el peronismo y el antiperonismo. Bajo signos cambiantes, el país permaneció invariablemente dividido en compartimentos estancos, que en mayor o menor medida se concibieron a sí mismos como encarnaciones del todo nacional, con exclusión de los demás. La Argentina no era una gran patria común sino una conflictiva yuxtaposición de una patria y una antipatria; una nación y una antinación. Como unidad política y territorial, la nación se asentaba en el precario dominio de un grupo sobre los demás y no en una deseada articulación de todos en un sistema de convivencia.

Con el desarrollo económico, el país fue creciendo en complejidad, generando en su sociedad una progresiva diferenciación interna entre grupos políticos, corporativos y sectoriales, todos los cuales incorporaron aquella vieja mentalidad. La Argentina ingresó a la segunda mitad del siglo XX con partidos compartimentados, organizaciones sindicales compartimentadas, asociaciones empresarias compartimentadas, fuerzas armadas compartimentadas, unidades culturalmente dispersas que apenas ocasionalmente se asociaban en parcialidades mayores también excluyentes entre sí, pero nunca en esquemas de convivencia global. En estos procesos de asociación, lo que se unía nunca era el país sino un conglomerado interno que sólo lograba afirmar su propia unidad en la visualización del resto del país como enemigo.

En la actualidad, todavía hay rastros de ese canibalismo político que ha teñido la práctica política: hay quienes sostienen que la Unión Cívica Radical realiza una oposición desdibujada tanto frente al actual gobierno, como durante la presidencia de Eduardo Duhalde. ¿Qué es lo que se pretende? ¿Oponerse por principio es una forma nueva de hacer política? ¡Qué más quisieran la derecha reaccionaria, la izquierda drástica o los poderosos de la Tierra! Corremos el riesgo serio de que nos derrote el neoliberalismo. Sus gurúes sí piensan para adelante, sí planifican para el futuro. Son cómplices de la globalización insolidaria, conspiran contra el Mercosur y desean un alineamiento automático con Estados Unidos. Son los nuevos cipayos de este siglo. La política implica diferencias, existencia de adversarios políticos, esto es totalmente cierto. Pero la política no es solamente conflicto, también es construcción. Y la democracia necesita más especialistas en el arte de la asociación política. Los partidos políticos son excelentes mediadores entre la sociedad, los intereses corporativos y el Estado, y desde esa perspectiva hemos señalado que lo que más nos preocupa es la falta de diálogo con los partidos políticos.

No será posible resistir la cantidad de presiones que estamos sufriendo y sufriremos, si no hay una generalizada voluntad nacional al servicio de lo que deberían ser las más importantes políticas de Estado. Necesitamos tiempo en democracia, en las normas comunes, en la incorporación rutinaria de las reglas compartidas, para formar costumbres, porque ellas condicionan el diseño y las prácticas institucionales, las acciones concretas y las rutinas societales. Toda mi actividad política buscó fortalecer la autonomía de las instituciones democráticas y fortalecer el gobierno de la ley, para que la ley y el estado de Derecho estuvieran separados de cualquier personalismo. Nuestro país tuvo un talón de Aquiles: no podíamos garantizar la alternancia democrática del gobierno. El objetivo de toda mi vida ha sido que los hombres y mujeres que habitamos este suelo podamos vivir, amar, trabajar y morir en democracia. Para ello era y es necesario que además de instituciones democráticas haya demócratas, porque sólo así las instituciones democráticas pueden sobrevivir a sus gobernantes.

Las ideas que sostengo en este prefacio me han acompañado toda la vida. En enero de 1972 escribía en la revista Inédito: “Es imposible pretender hacer una interpretación realista de la actualidad, sin tener en cuenta la dinámica del cambio. Quienes quieren efectuarla computando exclusivamente, por decirlo de algún modo, tanques, regimientos, riquezas o medios informativos, en verdad son los menos realistas, porque niegan la historia –el devenir– al tener en cuenta sólo uno de los términos de la contradicción: el que defiende los valores del pasado en procura de afianzar su permanencia. Lo real es distinto o, por lo menos, más amplio. Al lado, simultáneamente frente a los defensores del statu quo, se levantan con vigor históricamente incontenible nuevos valores, nuevos temas, nuevas respuestas, nuevas propuestas, nuevas soluciones”.

En 1981 volvía sobre el tema en “La cuestión argentina”, editado clandestinamente: “Toda mi vida he sostenido la necesidad de comprender que la democracia exige muchas veces el sacrificio de parte de los objetivos propios para poder defender los grandes principios que la sustentan. […] No se puede concebir la lucha por la democracia y el gobierno del pueblo, sin el pueblo. No se trata de procurar el gobierno para un sector, sino de restaurar en los hombres de nuestro país la convicción de que pertenecen a una sociedad y que el destino de esa sociedad les pertenece, de manera que pase lo que pase con la Argentina será lo que los argentinos quieran que pase”.

En “Democracia y consenso” sostengo: “Frente a la injusticia que cada vez se nos presenta con más fuerza como algo intolerable, quienes así la percibimos y decidimos actuar para combatirla lo hacemos desde dos perspectivas diferentes y complementarias. Una, filosófica: el filósofo comprometido comprende la necesidad de profundizar en el pensamiento especulativo, para desentrañar las causas reales de esa injusticia y luego mostrar los caminos a recorrer para superarla, si es posible con la fuerza suficiente como para que esas ideas se conviertan, nada más que por su enunciado, en una praxis generada por la fuerza de su convicción. Esta tarea debe llevarse a cabo en forma rigurosa, exigente y sin concesiones y debe establecerse un diálogo permanente con quienes atacan el problema desde la otra posición. La otra, política: el político ético paradigmático comprende, primero que nada, la necesidad de actuar al servicio de la verdad, la libertad y la igualdad. Se inspira en las grandes líneas del pensamiento progresista y define su objetivo fundamental como el de eliminar la mayor cantidad posible de obstáculos para la realización del hombre en la sociedad. Tiene una particular sensibilidad ética. Una tensión, casi una angustia constante. Una conciencia exigente y un especial sentido de culpa. También coraje para rechazar cualquier seducción del oportunismo, bondad para comprender las debilidades, fuerza para imputar las responsabilidades, sagacidad para adivinar intenciones, prudencia para evitar regresiones, paciencia para esperar resultados, tenacidad para aferrarse a sus convicciones, flexibilidad para avanzar en cambiantes circunstancias. Pero el filósofo no puede exigirle al político que actúe temerariamente, aunque se acepte que su misión es hacer posible lo imposible, y cuando no lo hace considerar que actúa hipócritamente. Tiene que exigirle valentía para llegar al límite y templanza para reconocerlo. Del mismo modo, el político no puede exigirle al filósofo soluciones de inmediato, sino una búsqueda comprometida”.

Asumí como Presidente de la Nación argentina el 10 de diciembre de 1983. Veinte años de democracia es un tiempo razonable para poder revisar y discutir sus hitos fundamentales a la luz de nuestra historia política más amplia, sin el apasionamiento y el sentido de urgencia con que nos enfrentábamos en cada momento de la transición que inauguramos entonces, tras la larga noche del autoritarismo”.

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