Por Hernán Andrés Kruse.-

“Posteriormente, el Tribunal de Apelaciones del Segundo Circuito revocó el fallo del tribunal de Distrito, pues entendía que la doctrina del “acto de Estado” no era aplicable porque el lugar de emisión de la deuda era Estados Unidos. Aunque el gobierno estadounidense presionó al banco para que aceptara un arreglo extrajudicial, este caso estableció precedentes importantes en dos sentidos. Primero, porque mostró que la estrategia disidente de algunos acreedores en el marco de reestructuraciones podía ser apoyada por el sistema judicial y político; y segundo, porque los recursos defensivos clásicos, como la doctrina del respeto al acto de Estado (the act of state doctrine) y el principio de cortesía internacional (comity) resultaban ya insuficientes.

El primer caso que involucró a nuestro país sentó un precedente fundamental sobre el carácter de las actividades de emisión de deuda. En 1986, al vencer una serie de títulos públicos en dólares estadounidenses (Bonods) emitidos durante la dictadura, el gobierno democrático de Alfonsín manifestó no contar con las reservas para hacer frente a los pagos y unilateralmente forzó una restructuración al sustituirlos por otras obligaciones. Dos corporaciones panameñas y un banco suizo que poseían Bonods por USD 1.300.000 iniciaron una demanda en los tribunales de Nueva York. Como Estado extranjero, la Argentina alegó en su defensa la inmunidad soberana. Sin embargo, tanto la Primera Instancia, como la Cámara de Apelaciones y la Corte Suprema de Justicia de los EE.UU. dictaminaron en contra del país.

El fallo, que sentó jurisprudencia, sostuvo que la emisión de bonos, independientemente del propósito de la misma, es una actividad comercial en los términos de la FSIA y que la postergación unilateral de los pagos es una “actividad comercial conexa”, que tiene un efecto directo sobre los Estados Unidos, debido a que allí se realizaban los pagos. Para los jueces, ya que el Estado argentino al emitir los bonos había actuado al igual que un privado en un mercado y no como un regulador, no podía invocar la inmunidad. Desde entonces, tanto la colocación de bonos como la cesación de pagos dejaron de ser considerados como actos soberanos y se equipararon con las actividades comerciales de agentes del sector privado.

El tercer caso, el de Elliott Associates v. Republic of Perú, es sumamente importante pues implicó la inhibición de la doctrina Champerty y el inicio de la utilización de la cláusula pari passu. Además, marca la entrada en escena de un aguerrido y prolífico litigante, hasta hoy activo, el fondo Elliott de Paul Singer. La doctrina Champerty –originada en el derecho anglosajón y presente entonces en la Sección 489 de la ley del Poder Judicial del estado de Nueva York– prohibía la compra de documentos de crédito vencidos por parte de personas físicas o jurídicas con la intención y el propósito de iniciar demandas judiciales. Como es claro, de haberse mantenido se hubiesen eliminado las condiciones que habilitan la estrategia judicial-especulativa. El Estado peruano aprobó en 1996 el Plan Financiero (conocido como Acuerdo Brady) para la reestructuración de su deuda bancaria. Mientras el gobierno de Fujimori negociaba con los acreedores, Elliott compró USD 11.400.000 en títulos de deuda externa, con un valor nominal por encima de los USD 20 millones.

Al implementarse la reestructuración, Elliott la rechazó y presentó una demanda en la Corte Federal del Distrito Sur de Nueva York, reclamando la totalidad de sus acreencias, más los intereses. El juez de primera instancia, luego de detallar los hechos y fundamentos de su decisión, desestimó la demanda por entender que la estrategia del fondo había tenido como único propósito iniciar acciones legales, lo cual entraba en contradicción con el principio Champerty. En octubre de 1999 la Corte de Apelaciones revocó la decisión del tribunal de primera instancia, presentando una particular interpretación de dicha doctrina. Esta corte entendía que la intención y objetivo principal del demandante al comprar la deuda con descuento era cobrar la totalidad de la misma, o de lo contrario, iniciar acciones legales. El intento de demanda era, entonces, considerado contingente y accidental, aun cuando se reconocía que “Elliott sabía que Perú no podría, bajo las circunstancias en las que se encontraba, pagar la totalidad de la deuda”.

En junio del año 2000, se resolvió que Perú debía pagar a Elliott USD 56 millones, quedando por definirse los intereses, que podían ser de USD 16 millones. El fondo consiguió, además, bloquear los fondos destinados (vía Euroclear) al pago de los bonos Brady. Un Tribunal de Apelación de Bruselas, basándose en una novedosa interpretación de la cláusula pari passu, determinó que el estado peruano la había violado y dictó una medida cautelar que le impedía atender su deuda reestructurada sin pagarle también al demandante. Esta cláusula estándar establece la igualdad de trato entre acreedores con la finalidad de evitar cualquier situación preferencial. Frente a la posibilidad de default, Perú acordó con el litigante el pago de USD 58 millones, lo que significó un beneficio del 400% para el fondo.

Este caso, sin duda, es central para comprender los desarrollos recientes de la litigiosidad en torno a la deuda soberana pues no sólo supuso una nueva erosión de la defensa estatal, sino que sumó el bloqueo potencial de los pagos resultantes de procesos de reestructuración aceptados por una mayoría de acreedores, colocando a los países frente a la posibilidad de nuevos defaults. Desde entonces, otros fondos especulativos invocaron esta cláusula en litigios con países en desarrollo, pero ninguno tendría el grado de conflictividad y la extensión temporal de la disputa que siguió a la cesación de pagos argentina de 2001”.

“CAMBIEMOS” Y LA RESOLUCIÓN DEL CONFLICTO

“Con el inicio del gobierno de la alianza Cambiemos el tratamiento del litigio con los buitres sufrió un cambio radical. La estrategia era ahora cooperativa y favorable a la posición de los fondos litigantes a los que se les reconocía el derecho legítimo de cobrar sus acreencias a partir de la orden obtenida en Nueva York. Las bases de este cambio eran, según los funcionarios, por un lado, la posición débil de la Argentina derivada de la sentencia firme que ceñía todo margen de maniobra en las negociaciones y, por otro, la necesidad de ponerle fin a más de una década de “irracionalidad” y “malos manejos” en torno al conflicto para recuperar la “confianza” y tomar las medidas para salir del “aislamiento” en que se encontraba la economía argentina.

El giro en la estrategia se concretó en varios frentes: se reconocía el interés (compartido con los buitres) de cerrar el caso, el discurso hacia los litigantes y los terceros involucrados se moderó (los buitres se trasformaron en “acreedores” o “holdouts”, el special master y el juez Griesa en “nuestros mayores aliados”), la predisposición a dialogar, hacer concesiones y cumplir las disposiciones del juez se incrementó y se abandonó la agenda de discusiones en la ONU. En diciembre de 2015, a pocos días de iniciado el mandato, los funcionarios de la secretaría de Finanzas viajaron a Nueva York para comenzar las negociaciones con los fondos buitre y los restantes grupos de acreedores a los fines de resolver el conflicto, pagar y permitir que la Argentina “se reinserte en el mundo”, esto es, vuelva a financiarse en los mercados voluntarios de deuda.

En febrero se presentó la propuesta de pago, que incluía dos ofertas: uno para aquellos que obtuvieron sentencia pari passu (la oferta pari passu, que discriminaba a su vez entre los que tuvieran o no sentencia monetaria) y otro para los que no tuvieran (oferta base). Se aseguraba que la propuesta daba respuesta a reclamos por un monto aproximado de USD 9.000 millones, implicando una quita de alrededor del 25% sobre las sentencias. El cambio de rumbo y la celeridad del nuevo gobierno para dar solución al conflicto fueron elogiados, internacionalmente, por el gobierno de los Estados Unidos, el FMI, los propios acreedores e incluso por el juez Griesa, para quien desde el 10 de diciembre “todo había cambiado”. A nivel local, numerosos empresarios mostraron su apoyo a la postura oficial. En el sistema político, la aprobación de la ley 27.249 que refrendó los acuerdos y autorizó la emisión de nuevos títulos para financiar el pago a los acreedores demostró el consenso en (casi) todo el arco político en torno al cierre del conflicto. Desde el oficialismo (minoría en ambas cámaras) aseguraban que con la salida del default llegarían inversiones que generarían crecimiento y trabajo, mientras que en la oposición los gobernadores (incluyendo una gran parte de los que hasta diciembre eran oficialismo) presionaban a sus legisladores para poder luego de aprobada la ley, y una vez abierta la canilla de la deuda desde la administración central, financiarse también en el mercado internacional. Finalmente, el gobierno argentino llegó a un acuerdo con la mayoría de los holdouts, incluidos los fondos buitre más combativos, pudo emitir en abril los títulos que permitieron abonar al contado (aunque a una tasa de interés todavía elevada) y logró que el Juez levantara el bloqueo que impedía el pago a los bonistas reestructurados.

Claramente, la salida del default fue una victoria política importante para el gobierno de Macri, que también rehabilitó el mecanismo de la colocación de bonos en el exterior para financiar al Tesoro. Sin embargo, el resultado del cierre del “juicio del siglo” supuso una derrota de nuestro país además de que, en un nivel sistémico, sentó precedentes decididamente negativos de cara a futuras reestructuraciones. En primer lugar, desde el lado de los acreedores, entendemos que esta resolución llevó a resultados heterogéneos entre los diferentes grupos, tanto entre los holdins y los holdouts, como al interior de los holdouts. Las ganancias extraordinarias de algunos fondos (especialmente NML, que llegó a casi el 1600%) crean incentivos para que, en el futuro, los acreedores se nieguen a participar y pongan en peligro cualquier proceso de reestructuración. La profundización de la estrategia buitre sería sumamente peligrosa para países sobreendeudados que necesitan aliviar y reprogramar sus pasivos para poder recuperarse económicamente. En segundo lugar, en caso de que se concreten tales procesos, interpretaciones novedosas de cláusulas estándar (como la realizada por el juez Griesa sobre la pari passu) o decisiones judiciales (como la disposición que frenó el pago a los bonistas que adhirieron a los canjes) pueden derivar en un virtual bloqueo, por parte de una mino-ría, de reestructuraciones consensuadas con amplias mayorías y volverlas insostenibles en el tiempo, generando mayores dificultades para el país en cuestión y para el conjunto de los acreedores.

En este sentido, el caso argentino dejó numerosos interrogantes sobre los verdaderos alcances y consecuencias de este caso. A pesar del impulso dado al fortalecimiento y mejora de los contratos mediante la incorporación de cláusulas de acción colectiva agregadas y el esclarecimiento de los alcances del principio pari passu, e incluso luego de la aprobación en la ONU de nueve principios que deben guiar a las partes durante las renegociaciones, prevalecen las dudas y la incertidumbre sobre el derrotero de próximas reestructuraciones y sobre las posibilidades de morigerar el accionar de estos fondos especulativos. Pues, si algo muestra la historia financiera reciente es que estos actores pueden promover interpretaciones jurídicas novedosas y encontrar intersticios en el sistema legal que explotan en su provecho. Por esto, creemos, impulsar la discusión nacional, internacional y multilateral, de la comunidad financiera y política sobre nuevos marcos que ordenen las negociaciones de reprogramación de pasivos y limiten la estrategia de estos litigantes profesionales, se vuelve imperativa”.

(*) María Emilia Val (Lic. en sociología-UBA-Docente de la Facultad de Ciencias Sociales-UBA): “El accionar de los “fondos buitre”: Una caracterización a partir del conflicto con la República Argentina” (Relaciones Internacionales-2017).

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