Por Hernán Andrés Kruse.-

LAS LIBERTADES PÚBLICAS

“Estas observaciones, aplicables en principio al ámbito de lo cotidiano, adquieren un valor singular cuando se las proyecta hacia la vida social en general. Puede haber circunstancias dudosas en referencia a la conducta de un familiar o un subordinado, pues es obvio que en cada caso se presentan condiciones específicas que es difícil juzgar en profundidad. Pero, en el caso de lo que es público, los principios liberales se convierten en normas mucho más claras y definidas. No en vano el liberalismo, como corriente política, se formó en una larga lucha contra el despotismo de monarcas y dictadores defendiendo las libertades básicas, tanto políticas como económicas, que hoy consideramos como inalienables. Más allá de estas conquistas, que hoy prácticamente están aceptadas en lo político y en alguna medida también en lo económico, sobrevive sin embargo una concepción de lo público que lo sacraliza y que le otorga competencias y funciones lesivas para el libre desenvolvimiento de las personas.

Cuando se acepta que el poder público tiene facultades para normar conductas que sólo a nosotros pueden perjudicarnos, cuando se intenta modelar, desde el gobierno, el comportamiento o los valores de las personas, cuando se asume -para decirlo en forma más general- que el gobernante o la mayoría de los ciudadanos tienen el derecho a decidir por nosotros en lo que básicamente sólo a nosotros nos afecta, se está violando uno de los principios básicos del pensar liberal. Debe hacerse a este respecto, necesariamente, una distinción entre dos tipos de normas. Por una lado están aquellas que se establecen para regular la libertad de cada uno, de modo de que no invada la libertad de los demás, y que en tal sentido le imponen límites inevitables al accionar del individuo; por otra parte están las leyes que, todos los estados, establecen con el supuesto fin de mejorar la situación colectiva o de algunos grupos o personas en particular.

En el primer caso su justificación es evidente: si se permitiera que cada uno actuase a su albedrío, sin respetar la libertad de su prójimo, llegaríamos casi de inmediato a una situación de anarquía de tipo hobbesiano, donde se impondría de hecho la voluntad de los más fuertes y desaparecería por completo la libertad de casi todos. Si no se protege de algún modo la vida, la propiedad y la privacidad de las personas la posibilidad de una convivencia pacífica se desvanece por completo. Es por eso que en toda sociedad estable, en todas las culturas humanas, hay severas restricciones para esas conductas que vulneran el espacio personal al que todos tenemos derecho: el homicidio, el robo, la invasión de la vivienda y otras acciones -violentas o no- son por ello consideradas como crímenes y sancionados severamente en todas las sociedades conocidas. La historia muestra con suficiente claridad lo indispensable que resulta este tipo de normativa para mantener el orden social y crear condiciones que favorecen el progreso.

Pero la legislación vigente en cualquier estado moderno rebasa muy ampliamente este conjunto básico de normas. En cualquier nación existen hoy miles y miles de leyes, decretos, reglamentos y ordenanzas destinados supuestamente a mejorar la vida colectiva pero que interfieren de un modo sutil o brutal con nuestra libertad para expresarnos, desplazarnos, producir, relacionarnos o, en un sentido más amplio, procurar nuestra propia felicidad. Los estados modernos nos imponen su moneda, nos cierran el acceso a ciertos mercados protegidos, nos impiden comerciar o producir si no cumplimos con ciertos engorrosos trámites, nos cargan de impuestos cuyo destino nunca queda muy claro. Hay países donde es preciso realizar dificultosas gestiones para atravesar sus fronteras, donde sólo es posible recibir cierto tipo de educación, donde algunos gremios impiden actividades legítimas a quienes no están afiliados, donde se limitan arbitrariamente los horarios de las más inocuas actividades comerciales, donde -en fin- se restringe de mil modos la libertad personal.

Todo, o casi todo esto, se hace para favorecer supuestamente el interés general. Pero los resultados son normalmente contraproducentes: la intervención del Estado en la economía genera por lo regular estancamiento y pérdida de oportunidades, sin por ello favorecer claramente a los más pobres, pues acaba por estimular el desempleo, la inflación y mayores exacciones impositivas. Las políticas sociales, enormemente costosas, producen escasos resultados y, en muchas ocasiones, refuerzan los comportamientos y las actitudes que son en parte responsables de la pobreza. Detrás de toda esta amplia intervención de los estados modernos hay una concepción de lo social que es profundamente autoritaria, conservadora y racionalista. Digo que es autoritaria porque asume, de partida, que hay algunas personas investidas con el derecho para definir el bien de los otros. El gobernante, o a veces el simple funcionario, se arroga la potestad de decidir por los demás, como si pudiera conocer sus necesidades y los medios más idóneos para satisfacerlas. Se pone así «por encima» de los gobernados, quitándoles su capacidad para decidir, multiplicando a través de las herramientas del poder la misma asimetría de roles que tantos conflictos causa a nivel personal y grupal.

Se reduce de este modo la capacidad de decisión de muchos, se les hace más difícil la vida, pero no por ello se logran las metas que se dice procurar. Esto ocurre porque, al prohibir alternativas de conducta que podrían llegar a ser beneficiosas, se bloquen posibilidades de cambio y de mejoramiento individual y social. No es casualidad que las sociedades más restrictivas en este sentido —las que soportaron dictaduras comunistas— terminaran abruptamente, en medio de una implosión colosal, por causa de un estancamiento tecnológico y cultural que puede considerarse la forma más conservadora de gestión conocida en la historia, a despecho de su fraseología revolucionaria. Las sociedades comunistas no corrieron, por cierto, los riesgos asociados a la libertad: reprimieron innovaciones de todo tipo, hasta en el lenguaje, pero, paradójicamente, se cerraron de tal modo que la peor alternativa posible, el colapso general, los sorprendió de un modo inevitable.

Este profundo conservatismo, que es una respuesta paralizante ante los riesgos asociados con el cambio y que también fue característico de algunas monarquías absolutas de la antigüedad, está asociado, en la época moderna, a un racionalismo constructivista ya analizado por diversos autores. Al adoptar la arrogante posición intelectual de que todo puede ser conocido, controlado y dirigido, los racionalistas modernos, incluidos los socialistas, construyeron utopías que pretendieron crear sociedades «perfectas» de acuerdo a sus designios. Estas utopías lograron concitar adhesiones importantes en una época que asistió, como nunca antes, a la irrupción de «las masas» en el juego político de sociedades que se abrieron a formas de gobierno democráticas. Cuando, eventualmente, estas utopías racionalistas lograron por fin imponerse, como en la Revolución Rusa, los resultados fueron en verdad aterradores: guerras civiles e internacionales, campos de concentración y otras tragedias bien conocidas mostraron el fracaso sin atenuantes de un modo de concebir lo social que, creyendo conocer las leyes de su movimiento, desconfiaba en realidad de cualquier forma de acción autónoma de las personas.

Porque el constructivismo, que es la pretensión de crear o modificar, desde el poder político, la conformación y las relaciones básicas que se establecen en la sociedad, nunca acepta que hay procesos que no conoce ni puede llegar a conocer y cree, con una peligrosa mezcla de ingenuidad y altanería, que puede modelar como arcilla la conducta de las personas y de la colectividad. No afronta el riesgo de «dejar hacer», no confía en nadie salvo en la teoría supuestamente sin fisuras en la que profesa y desemboca entonces, cuando es llevado a su límite, en una u otra forma de totalitarismo. Este, asociado siempre al dogmatismo, proporciona sin duda seguridad: hay estabilidad en las afirmaciones que se colocan como verdades más allá de toda discusión, en la subordinación a la voluntad del líder que garantiza un rumbo de acción definido, en las prácticas que se terminan por repetir sin mayor cambio a lo largo de los años, como en el caso ya mencionado del comunismo, y también del fascismo. Pero esta seguridad es, por sus propias bases, efímera y ficticia. Dura sólo mientras se está dispuesto a cerrar los ojos a la cambiante realidad, mientras se acepten sin reflexión los fracasos del sistema, mientras el régimen pueda continuar en un relativo aislamiento. Tarde o temprano llega el choque con los hechos, la constatación del tiempo perdido y el fracaso, el colapso general del sistema.

LA UTOPÍA LIBERAL

“La exposición anterior quizás sorprenda a quienes tienen del liberalismo la visión estereotipada que se ha generalizado en los últimos años. Según ésta el liberalismo -que se confunde, deliberadamente o no, con las posiciones tecnocráticas que suelen llamarse «neoliberalismo»- se limita a la prédica a favor de una economía de mercado con escasa o nula injerencia estatal. Se lo presenta como un modelo económico «frío», basado sobre una concepción del ser humano que destaca antes que nada su egoísmo fundamental y lo reduce de un modo arbitrario, despojándolo de sus valores, su afectividad, su generosidad, su espiritualidad y toda tendencia hacia un comportamiento solidario.

Las auténticas ideas liberales, sin embargo, están enormemente alejadas de esta caricatura. Lejos de constituir una forma de pensar tecnocrático, que no es otra cosa que una variante de ese racionalismo constructivista que criticáramos en la sección precedente, el liberalismo se basa en una profunda confianza en las posibilidades de acción de la persona. Una persona que razona y resuelve sus problemas por sí misma y que, aunque egoísta o ignorante en ocasiones, es también capaz de aprender de sus errores y de adoptar comportamientos altruistas. Porque el mercado, aunque sea impersonal o anónimo, como se suele decir, no es otra cosa que un modo de cooperación entre gran cantidad de individuos que genera un orden espontáneo, autorregulado, del mismo modo que lo hacen otras creaciones humanas, como por ejemplo el lenguaje y determinadas costumbres y normas sociales.

No acusamos a estos, por cierto, de falta de espiritualidad o de «frialdad», sino que los aceptamos como un legado de generaciones pasadas que enriquece nuestras vidas y que nos permite disponer de herramientas indispensables para la interacción en sociedad. El mercado, desde este punto de vista, no es otra cosa que la expresión social de millones de decisiones individuales de personas que libremente disponen qué y a quién comprar, donde trabajar, qué crear y donde invertir. No es algo que se imponga «desde afuera» a los individuos, aunque así lo parezca al observador superficial, sino una resultante no deliberada de infinidad de decisiones que se retroalimentan entre sí, decisiones que -es bueno precisarlo- son independientes y no están forzadas por ningún poder.

Anticipamos también una crítica diferente a la disertación que venimos realizando. Si bien hemos dicho que estamos analizando un modelo abstracto o ideal, no las propuestas o la acción de entidades concretas, el lector pueda tener quizás la impresión de que el liberalismo que presentamos no existe ni puede existir en el mundo de las realidades efectivamente existentes: es demasiado puro y perfecto, tal vez, excesivamente alejado de las modalidades que suelen prevalecer en las relaciones humanas o en el acontecer político. Por eso podría calificárselo como utópico, para emplear una palabra que suele cargarse de connotaciones ambivalentes y complejas, aceptando la tradicional definición de utopía como la de un «plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». La observación tiene algo de verdad, sin duda, pues en estas páginas hemos tratado de destacar las actitudes y los valores que constituyen el núcleo de una orientación ideológica basada en la libertad, postular una especie de límite que, por supuesto, nunca puede alcanzarse a plenitud en nuestras acciones y reflexiones.

¿Es una pérdida de tiempo tratar de describir lo que de partida parece irrealizable, postulando un liberalismo que no encontramos plenamente ni en organización ni en persona alguna? No creemos que resulte vano, como decíamos al comienzo de este trabajo, lanzar la mirada hacia adelante y tratar de hacer explícitos valores, metas y propuestas de fondo. Y, en cuanto a transitar el incierto camino de las utopías, conviene precisar que éstas pueden ser muy diferentes en cuanto a contenido e intención. Una utopía puede representar un designio racional de sociedad, elaborado por alguien que cree conocer lo que es mejor para todos y se arroga, así, el derecho de hablar por los demás. Será elaborada siempre con el limitado entendimiento de quien sólo conoce sus deseos y sus necesidades, con la comprensión parcial o equivocada que el autor tenga acerca de los complejos asuntos humanos. Esto, en principio, podría considerarse apenas como un ejercicio intelectual intrascendente.

Pero una utopía de esta naturaleza se convierte en cambio en una monstruosidad cuando se pierde de vista su carácter ideal y adquiere la forma específica de un programa de acción para ser aplicado a la sociedad. Es indiferente que sea un partido, una secta o un «déspota ilustrado» el que quiera imponerla: siempre habrá una violencia fundamental contra las aspiraciones de los millones de seres humanos que no han sido consultados, contra los intereses y actitudes que todos legítimamente tenemos y hasta contra las propias leyes que dominan de algún modo el acontecer de lo social. El socialismo, durante su larga expansión como movimiento político desde comienzos del siglo XIX encarnó, en buena medida, este tipo de pensamiento utópico: sólo los defensores del igualitarismo, la lucha de clases, el estatismo y el autoritario reconstruir de la sociedad desde la cima del poder tenían derecho a imponer su visión sobre toda la humanidad. Los demás, los defensores de la libertad o de la tradición, quedaban a su lado como ramplones representantes de los más egoístas impulsos del ser humano.

La historia ha servido para demostrar hasta qué punto de horror nos llevaron estas visiones de la realidad que combinaban, repletas de buenas intenciones, la altanería intelectual de los líderes con el desprecio más o menos oculto hacia la «masa». En nombre de la libertad y la igualdad el socialismo cometió los crímenes más atroces de la época contemporánea. Prometiendo la extinción del Estado —a quien Engels declaraba que se habría de llevar al museo de antigüedades «junto al torno de hilar y junto al hacha de bronce»—creó el aparato de poder más totalitario que se haya conocido, donde la más pequeña disidencia se castigaba a veces con la muerte y millones de personas languidecían en campos de concentración. Anunciado el impetuoso desarrollo de las fuerzas productivas, supuestamente aprisionadas por las relaciones de producción capitalistas, generó pobreza y privaciones sin igual, como las que todavía experimentan los desdichados habitantes de algunos países. La revolución que prometía acabar para siempre con las clases sociales desembocó en un sistema donde los privilegios se hacían hereditarios y sólo los burócratas a cargo del poder podían tener acceso a determinados bienes y servicios.

El «internacionalismo proletario», bandera de Lenin durante la Primera Guerra Mundial, acabó tristemente por obra de un grupo de estados policiales siempre dispuestos a la guerra, nacionalistas y patrioteros, que crearon inmensos arsenales y aparatos de espionaje que todo lo penetraban. Otros socialistas, menos proclives a la acción revolucionaria, se apartaron ciertamente de estos horrores, pero sin llegar nunca a condenarlos de un modo claro y terminante. Crearon sin embargo sistemas burocráticos inmensos, que todavía en parte están en pie, donde a cambio de alguna seguridad se confisca mediante impuestos gran parte de la riqueza producida por las personas. La utopía igualitaria derivó, en estos casos, hacia un más tranquilo y mediocre estatismo, el mismo que hoy padecemos y que analizaremos con más detenimiento en una oportunidad más apropiada.

Pero el pensamiento utópico no puede, en honor a la verdad, circunscribirse a estas expresiones de lo que calificamos como racionalismo constructivista. Existe también un modo utópico de imaginar mundos sin opresión ni tiranías, existen sueños aparentemente irrealizables pero que, al ser expresados y debatidos en público, comienzan poco a poco a concretarse o a resultar menos utópicos. La utopía de un Leonardo, tan diferente a la de Moro, no era construir un sistema supuestamente perfecto para que lo habitaran los demás sino crear máquinas prodigiosas que expandieran las posibilidades de acción del ser humano más allá de lo que, en su tiempo, se consideraba como realizable. Volar, comunicarse a pesar de la distancia, poner los pies en la Luna o trasplantar órganos eran sin duda fantasías que parecían pertenecer más al reino de la magia que al de la realidad hasta hace apenas unos pocos siglos. Y, en un mundo dominado por gobernantes absolutos, donde se aceptaban como cosas naturales la esclavitud y la violencia, también parecía una fantasía creer en la posibilidad de iguales derechos para todos, de gobiernos sometidos a la ley, de unos ciudadanos que pudieran transitar con libertad, negociar sin trabas o adoptar la religión que prefiriera su conciencia.

Es verdad que el mundo de este siglo que termina está todavía muy lejos del ideal liberal, pero es cierto también que nos hemos apartado un largo trecho de las miserias e iniquidades de pasadas épocas. Las visiones que nos muestran un punto de referencia hacia el cual orientar nuestros esfuerzos, y que por ello contribuyen a dar un sentido a lo que pensamos y proponemos, han sido un recurso útil y tal vez indispensable en esta marcha accidentada hacia la libertad, pues han tenido la capacidad para movilizarnos espiritualmente y orientarnos en el farragoso acontecer de todos los días. La utopía, concebida como visión estática de una sociedad perfecta, ha fracasado una y otra vez en la historia, pero no por lo que haya tenido de irrealizable sino por su vana pretensión de creer que el curso de los asuntos sociales podía ser comprendido en su totalidad, y en consecuencia dirigido, desde la cima del poder político o desde alguna conciencia individual supuestamente superior a las demás.

Lo que es realizable o irrealizable, por otro lado, ha cambiado permanentemente a lo largo del tiempo, en parte por el esfuerzo y las visiones de quienes se han dedicado a pensar con imaginación y libertad. El auténtico liberalismo no propone rehacer la sociedad sobre la base del algún plan general concebido por intelectuales o políticos, ni promueve revoluciones de ninguna naturaleza. Es en cambio una prédica y una lucha política que se orienta a proteger y desarrollar la autonomía individual, a disminuir el peso asfixiante de los estados modernos, a crear mayores espacios para que -civilizadamente- todos podamos vivir y expresarnos. Su propósito es encaminaros a un mundo donde, guiados por el más absoluto respeto a la libre y responsable decisión de las personas, encontremos las condiciones para el desarrollo de todas nuestras potencialidades”.

(*) Carlos A. Sabino: “Liberalismo y Utopía” (Cedice Libertad).

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