Por Hernán Andrés Kruse.-

“Por desgracia, la tendencia que en estos momentos nos muestra la democracia liberal es que la tentación de un populismo multitudinario se ve favorecida por una serie de cambios sociales que han hecho a los individuos especialmente inclinados al egoísmo y el miedo. Algo que, como analizaremos con detalle, afrontó el neoliberalismo a partir de los años 80 del siglo pasado, cuando se hizo hegemónico. La interpretación del mundo a través de las claves de un sujeto que se veía a sí mismo como un homo oeconomicus al que gobernaba un imperativo maximizador de egoísmo individual y una búsqueda desenfrenada de bienestar material, ha desembocado en la desaparición de la acción colectiva y su disolución en fragmentos integrados en multitudes. Bajo este panorama la sociedad se ha hecho ingobernable, pues el imperativo neoliberal asumido por el capitalismo cognitivo de las grandes plataformas y los datos disuelve más y más las bases consensuales de racionalidad cívica y contractualista del liberalismo de estirpe lockeana y nos aboca a una forma pura de dominación algorítmica sin contestación ni disidencia.

De este modo, articular mayorías de acuerdo con las propuestas del liberalismo democrático es cada vez más difícil. Desmenuzada la sociedad dentro de un melting pot de multitudes emocionalizadas, el poder democrático se resignifica en clave populista como una suma de grupos que configura coaliciones negativas frente a algo o alguien. Esta es la razón por la que se impone una gestión del poder que se traduce en ahormar de manera eficiente esa estructura socialmente multitudinaria y en permanente conflicto, relegando al liberalismo como relato de legitimación intelectual de la política.

Frente a él, el populismo, especialmente autoritario, gana peso y atractivo. Adopta una variedad de formas que comparten una narrativa más o menos idéntica, aunque, según se hace la sociedad más ingobernable, se abre camino la figura de un líder redentor que ofrece una visión que da sentido frente a la inseguridad, la incertidumbre, la precariedad o la división. Un proceso de exacerbación populista que puede revestir narrativas diferentes según los agentes que las promuevan, pero que conducirán todas ellas al mismo destino: una democracia asentada sobre dimensiones emocionales que abren horizontes interpretativos de liderazgo carismático. Una democracia que se nivelará por abajo al desaparecer la intermediación pero que, a cambio, se jerarquizará y verticalizará en uno que concentrará por arriba toda la capacidad de decisión.

Aquí es donde se insinúa una forma de democracia autoritaria o democradura. No a la manera literalmente descrita por Marx en El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, sino conforme a un cesarismo que utilizaría la inteligencia artificial y las tecnologías exponenciales para, dentro de un proceso de soberanía algorítmica, hacer que nuestras vidas estén predeterminadas y automatizadas al servicio del orden y no de la cooperación. Un autoritarismo de nuevo cuño, capaz de manejar y disciplinar tecnológicamente a multitudes barbarizadas que se vivirán a sí mismas dentro del bucle simplificador de unas redes sociales y una estructura de identidades atomizadas que carecerá de cualquier ánimo crítico.

Pero al hablar de posibilidad rehúso hacerlo desde una visión determinista. Me limito a describir una tendencia que gana peso porque enfrente no hay nadie, todavía, con capacidad de réplica que esté organizado conforme a un relato actual que pueda voltear la energía populista. ¿Lo habrá más adelante? Ojalá. Aunque en términos objetivos pienso que estoy describiendo un proceso más o menos inevitable, subjetivamente aún creo que pueden cambiarse las cosas. Es indudable que la pandemia no ayuda. Ha acelerado el vector de cambio social y político que conduce a nuestras sociedades hacia la instauración de un Ciberleviatán.

El biggest data que estamos viviendo durante estos meses de confinamiento y reducción de la movilidad ha incrementado exponencialmente nuestra huella digital y contribuye de manera decisiva a ello. No solo a nivel psicológico sino también técnico. Se están desarrollando infraestructuras digitales de vigilancia que centralizan datos y diseñan algoritmos más evolucionados que abrirán el camino hacia un marco que debilite aún más nuestras capacidades de elección y decisión autónomas. La persona se está acostumbrando a diario a desresponsabilizarse de sí misma. La libertad se hace cada vez más dependiente de las experiencias de inteligencia artificial que nos acompañan. Nos acomodamos a que nos ayuden a ser más eficientemente nosotros. Algo que epistemológica y moralmente destruye las bases de la libertad.

Con todo, creo que lo que acabo de describir no es inevitable. Es imprescindible que decidamos qué margen de maniobra queremos dejar a la libertad personal y cómo podemos preservarlo primero y ensancharlo después. Hablo de una responsabilidad política que puede ejercer el liberalismo. Debilitado por la guerra cultural que le planteó históricamente el neoliberalismo, ha perdido capacidad de respuesta frente a su enemigo secular. Especialmente cuando el neoliberalismo se ha convertido en el relato legitimador de un giro iliberal de sí mismo que ha desembocado en el autoritarismo populista que gana adeptos en todo el mundo. Pero su debilidad no tiene por qué significar su derrota, tal y como se ha visto en Estados Unidos. Aunque el populismo autoritario le lleva ventaja, puede recuperar terreno; algo que exige una reflexión crítica sobre sí mismo para asumir, después, el reto de encontrar una narrativa distinta a través de la cual limite el populismo y abra espacios de disidencia organizados frente a la normalidad que quiere imponer si venciera definitivamente.

Herido por un siglo que lo ha combatido sin tregua desde su comienzo, el liberalismo debe ser capaz de encontrar su sentido dentro de la coyuntura de aparente inevitabilidad populista a la que estamos abocados. Pierre Rosanvallon ha definido recientemente al siglo XXI como el siglo del populismo y, por desgracia, va camino de serlo. Pero el liberalismo, aunque herido, no está muerto. Si asume esta realidad puede reencontrarse a sí mismo. Es más, podría abordar una reformulación que lo visibilice con un cometido que le permita ganar nuevas batallas al servicio de la libertad. Probablemente, su capacidad totalizadora para recubrir con el manto de su legitimidad a la democracia ya es inviable en el formato que diseñó la Ilustración. Entre otras cosas, porque su programa político caducó con la llegada de la posmodernidad.

Sin embargo, la constatación de estos hechos no significa que el liberalismo haya dejado de ser necesario. El aprendizaje que tiene ante sí es comprender que debe modificar su rol y ser más selectivo en el enfoque de sus capacidades. Se trataría de sintonizar, dentro del marco de la democracia que pensó Spinoza, las políticas de amistad de Jacques Derrida con la teoría de los buenos sentimientos que Adam Smith describió para dar sentido y coherencia a la riqueza de las naciones. Hablamos, por tanto, de una hibridación virtuosa del liberalismo que lo hiciera amistoso y hospitalario mediante una reivindicación actualizada de una educación cívica basada en la cultura y el humanismo como soportes de nuevos consensos.

Porque de lo que se trata es de encontrar una nueva trayectoria por la que transite la libertad después de las catástrofes de un siglo que ha debilitado la esperanza. Una trayectoria que recupere nuestra fe en la cooperación y el consenso con los otros. Que reconstruya el valor del humanismo en medio de un mundo robotizado que margina a la persona y, lo que es peor, que la somete a dinámicas de instrumentación que la objetivan y relativizan. Necesitamos un liberalismo empático que vuelva a incentivar nuestra capacidad crítica de emancipación dentro del ecosistema digital en el que nos movemos. Un liberalismo crítico que dé al individuo habilidades emancipatorias para no disolverse en las multitudes que propicia el populismo para imponerse. Un pensamiento que reivindique el valor de la amistad frente al odio que despliegan los populistas para dislocar la democracia y ver lo que es capaz de dar de sí ésta antes de provocar su ruptura y justificar la implantación de una dictadura.

Eso significa que tiene por delante el cometido de impedir que la era populista sea irreversible y definitiva. Supone que debe preservar la naturaleza mutable de la democracia y pugnar para que la resignificación que tiene ante sí se lleve a cabo bajo parámetros que protejan la dignidad de la persona. El liberalismo debe comprender cuál ha de ser su propósito en el siglo XXI, y este ha de centrarse en salvaguardar la capacidad de elección del ser humano manteniendo su disponibilidad emancipadora y crítica y su apertura a la amistad. Desde este propósito ha de ejercer una función de disidencia humanitaria. Primero, para impedir que la democracia populista acabe transformada en un Ciberleviatán frío e inhumano; y, segundo, para fundamentar un humanismo tecnológico que pueda desarrollar una alternativa a aquél mediante una ciberdemocracia que sea capaz de conciliar sin dificultades el desarrollo de la tecnología y el ejercicio de la ciudadanía.

Pensar la vialidad de este propósito, así como su eficacia de resistencia y acción, son los fines que animan la redacción de este ensayo. Espero que la revolución silenciosa que vivimos y que desplaza el soporte de legitimación de la democracia hacia el populismo no debilite nuestra confianza en ver este cambio como transitorio. La victoria de Joe Biden en las elecciones norteamericanas reabre una oportunidad de esperanza para el liberalismo. Lo mismo que la capacidad que ha demostrado la democracia estadounidense para conseguir que se movilizara en las urnas una mayoría suficiente que impidiera a Trump perpetuarse en el poder. Una y otra son oportunidades que pueden hacer que los liberales reconecten con la realidad posmoderna que tienen que gestionar, aunque desde claves que, como trataremos de demostrar, tienen que actualizarse si pretenden tener éxito en su propósito. Esta circunstancia y el hecho de que Europa resista los pulsos del Brexit y de países como Hungría y Polonia tensionan la viabilidad de su proyecto liberal, aunque evidencian que hay margen para impedir la supuesta inevitabilidad de la democradura”.

(*) José María Lassalle: “El liberalismo herido” (Arpa-Editores, 2021).

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