Por Hernán Andrés Kruse.-

DEMOCRACIA Y NUEVO LIBERALISMO

“Parte del descrédito de la democracia representativa en aquellos años, sostiene Dewey en otro trabajo, se debe a que los políticos rara vez saben pasar al terreno de la acción. La educación cubre ese flanco mediante la formación de actitudes. «No sé precisamente lo que significa la democracia con detalle en todo el ámbito de relaciones concretas de la vida humana», admite Dewey. «Hago esta confesión humillante sin dudarlo porque sospecho que nadie más lo sabe», continúa, «pero estoy seguro, sin embargo, de que este problema es el que más exige la atención seria de los educadores en el momento actual». Entre los objetivos de un nuevo liberalismo también debe estar la educación, en el sentido de que ésta ayuda a «producir los hábitos de mente y de carácter, las pautas intelectuales y morales» que pueden traer inteligencia a la política. En continuidad con este supuesto, la crisis de la democracia, sostiene Dewey, sólo puede abordarse por la introducción del «método de la democracia», que caracteriza a su vez como el de la «inteligencia organizada». Se trata del método que permite que salgan a la luz los diferentes intereses particulares que se ponen en juego en la política. De su confrontación pública sobre el trasfondo teórico de «intereses más inclusivos», argumenta Dewey, podrán elegirse democráticamente los intereses comunes.

Nada lo asegura por completo, pero no hay otra opción. El método de la democracia no es sino una adaptación del método científico que conjuga la experimentación con la defensa y escrutinio públicos de sus resultados. En la defensa del método se cifra, a juicio de Dewey, la viabilidad tanto del liberalismo como de la democracia: «La traslación a la acción significa que el credo general del liberalismo se formule como un programa concreto de acción». Es la cuestión decisiva en la recuperación del liberalismo y en la defensa de la democracia: «Es en la organización para la acción donde los liberales son débiles», puntualiza Dewey, «y sin esta organización existe el peligro de que los ideales democráticos puedan irse por defecto», es decir, que se puedan perder por pensar que se realizan de manera espontánea y aislada.

Dewey señala con acierto que la suerte del liberalismo y de la democracia van unidas. Este reconocimiento supone asumir que sus logros y pérdidas se implican mutuamente, como destacará en otro trabajo sobre la respuesta a la extensión del fascismo. El liberalismo como programa de acción política es también el programa para la realización de los fines de la democracia, escribirá Dewey en su ensayo «Democracy is Radical». Aunque no se haya «realizado adecuadamente en ningún país y en ningún tiempo», la democracia es un ideal radical en ese sentido, pero realizable. El liberalismo puede traer la serie de cambios «en las instituciones sociales, económicas, legales y culturales existentes» que lo pongan en práctica. Cuando la democracia ha fracasado, ha fracasado la democracia política. Y junto a la carencia de una política liberal que la hubiera reforzado, Dewey ve en la falta de una educación en «hábitos democráticos de pensamiento y de acción» la causa que mejor explica la situación actual de riesgo.

«El fundamento de la democracia es la fe en las capacidades de la naturaleza humana», escribe. Pero es una fe no natural, sino educada, cultivada desde el espacio de aprendizaje de la escuela hasta el resto de las instancias de la sociedad civil y de la esfera política. La democracia como «forma de vida» se aprende. Puede que en ningún otro momento adquiera un significado tan especial esta apelación como en la segunda mitad de los años treinta. En uno de los ensayos de la época propugna Dewey que de los «estados anti-democráticos de Europa» debe aprenderse a preparar a «los miembros de nuestra sociedad para los deberes y las responsabilidades de la democracia». No en el sentido fascista de entrega incondicionada al partido. «Eso significa», en cambio, «que debemos tomar seriamente […] el uso de las escuelas democráticas y de los métodos democráticos en las escuelas; que debemos educar a los jóvenes y a la juventud del país en la libertad para participar en una sociedad libre». El reconocimiento de esa responsabilidad por la defensa de la democracia implica hacer de las escuelas «agentes» democráticos que preparen a los individuos para un tipo de «participación inteligente» en la sociedad. Es ésta posiblemente la formulación más característica no sólo de la teoría pedagógica de Dewey, sino también de su teoría democrática. Pues su teoría pedagógica apunta en última instancia a la educación cívica de los individuos.

Pero su teoría democrática es fundamentalmente una propuesta práctica sobre el papel insustituible de la educación pública como educación para el ejercicio de la ciudadanía democrática. Los trabajos siguientes vienen a completar esta mutua implicación. Refuerzan si cabe la coherencia interna y añaden reflexiones de mayor calado, que retoman y continúan las publicaciones de las tres décadas pasadas. En Freedom and Culture, Dewey defiende su «visión humanista de la democracia»: las instituciones políticas por sí solas no expresan la totalidad de significados de la democracia, pues ésta «se expresa en las actitudes de los seres humanos y se mide por las consecuencias producidas en sus vidas». La «causa de la libertad democrática», como había propugnado en anteriores escritos, «es la causa de la realización más amplia posible de las potencialidades humanas». En ello radica, piensa Dewey, «la naturaleza intrínsicamente moral de la democracia». Como «forma de vida personal», la democracia es un ideal moral que orienta la conducta. Es una «forma personal de vida individual» que supone el aprendizaje y la práctica de actitudes cívicas. Recibe su fuerza de una «fe en la capacidad de los seres humanos para la acción y el juicio inteligentes», una fe, dirá Dewey, en la igualdad humana, en el «derecho a la igual oportunidad» para que cada individuo desarrolle sus capacidades y sus proyectos.

La fe en la democracia es, en efecto, una fe en la educación. Pero este ideal moral sólo completa su sentido al desarrollarse como ideal político. Sin embargo, en el momento presente, los obstáculos, argumenta Dewey, son morales y tienen que ver con una falta de creatividad cívica para responder a la crisis. La situación de la democracia en el mundo no permite augurar pronósticos optimistas. Estados Unidos ha estado a salvo, pero no permanece ajeno a la crisis. Lejos del momento fundacional, puede que el más creativo, la ciudadanía ha perdido el impulso inicial y no ha conseguido renovar el proyecto democrático. Ha descansado sobre el legado de las generaciones precedentes, pero ha actuado «como si nuestros ancestros hubieran acertado al poner en marcha una máquina que resolviera el problema del movimiento perpetuo en la política». Nada más lejos de la realidad. La tarea, argumenta Dewey, exige «esfuerzo inventivo y capacidad creativa». Reinventar la democracia es la tarea que identifica la nueva promesa de la paz”.

EL MEJOR DEWEY: EN DEFENSA DE UN LIBERALISMO DEMOCRÁTICO

“El punto de partida de este trabajo ha sido el intento de explorar el ideal de la democracia como forma de vida defendido por John Dewey. La argumentación ha seguido varios pasos. Tras una reflexión inicial sobre la relación entre ideales democráticos, expectativas y realizaciones prácticas, se ha reconstruido la defensa que Dewey hace de dicho ideal en sus escritos sobre democracia y liberalismo, algunos de los cuales tenían el formato de pronunciamientos públicos al responder directamente a debates de su tiempo. Es cierto que en parte cabe interpretar su propuesta como una expresión de buenos deseos que la experiencia ha demostrado difícilmente realizables. Y cabe hacerlo sobre la base de sus propias publicaciones. Pero también es cierto que el análisis textual permite una interpretación más matizada y compleja, que señala algunas debilidades en su planteamiento pero que recupera lo valioso de su dimensión práctica y, por tanto, de su inspiración intelectual.

En este sentido, los resultados de este trabajo permiten argumentar que el mejor Dewey político es el Dewey que defiende de manera coherente, a veces a contracorriente, los logros de la democracia liberal y del liberalismo democrático. Esto ocurre antes, durante y después del período de entreguerras, identificado como el período de la crisis del liberalismo y de la democracia. Es asimismo el Dewey que sostiene que la educación, una educación para el ejercicio de la ciudadanía, juega un papel determinante en la consolidación de la democracia. Este punto compensa al menos en parte el componente de ingeniería social de su teoría pedagógica, característico de los reformadores sociales. Sin duda es el Dewey liberal preocupado por la extensión de la mejora en las condiciones de vida de la gente. Y el Dewey militante que declara que la democracia debe hacer causa con los más desfavorecidos. Son rasgos inequívocos de lo que en la América de la primera mitad del siglo XX, y todavía en la actualidad, se entendía como una postura liberal y progresista, es decir, una postura política de izquierdas en defensa de una extensión igualitaria de derechos.

Con respecto al ideal de la democracia cabe, sin embargo, preguntarse si ésta puede ser algo o mucho más que una forma de gobierno. Para Dewey es, al menos inicialmente, un ideal moral que inspira una forma de vida. La imagen es evocadora, pero ¿cómo puede aplicarse fuera del espacio de lo político sin que pierda su sentido genuino? La democracia es una forma de gobierno basada en la igualdad de derechos políticos entre sus miembros. Puede que la sencillez del planteamiento oculte lo extraordinariamente difícil que resulta su puesta en práctica y, mucho más, su consolidación. Puede que eso oculte también la fragilidad del orden democrático, necesitado como ninguna otra forma de gobierno de la participación ciudadana. Pero, además, su carácter inclusivo no es espontáneo, es el fruto de luchas y de conquistas intergeneracionales a lo largo del tiempo para acercar a un mayor número de individuos el derecho a la condición civil.

Subyace en una imagen tan bella una retórica de la vida comunal, aunque no la retórica de la vida comunal como experiencia del pasado. Dewey la idealiza al recrear la historia del origen de la democracia americana o al fijar en la comunidad vecinal el núcleo desde el que se expandiría la forma de vida personal y comunitaria que es a su juicio la democracia. La convierte en un modelo, pero al hacerlo proyecta sobre dicha imagen rasgos imaginados que difícilmente han podido ser trasunto de experiencias reales, con excepción hecha de la vida vecinal en los pueblos pequeños. Una aspiración similar se proyecta sobre su idea, también evocadora, de transformar la Gran Sociedad en una Gran Comunidad, y aun sin conceder que la Gran Comunidad pueda operar como una suerte de destino de la Gran Sociedad, la imagen misma supone que los lazos comunicativos de las pequeñas comunidades son, o deberían ser, ampliables hasta los confines tanto de una sociedad moderna compleja como de una federación de estados.

El propósito no está exento de interés y, adaptado y revisado, es plausible, pero asigna a la idea de comunidad, caracterizada sólo a grandes rasgos, una preferencia valorativa que subestima el papel de una sociedad. Su argumentación pone el acento en el aspecto más afectivo de la comunidad y deja en un segundo plano el aspecto más civilizador de una sociedad. Si a la primera la identifican lazos de cercanía casi familiar, la segunda la configuran relaciones en gran medida contractuales. Se olvida así que la vida comunitaria, la real, tiene las limitaciones de la vida provinciana y no está libre de la opresión que las relaciones cara a cara pueden producir sobre las libertades de los individuos.

El efecto evocador del término democracia viene potenciado por su carácter polisémico. Puede que el propósito principal de Dewey haya sido el de inspirar un ideal, proponer un argumento que mueva la imaginación política, como ha recordado con gratitud Richard Rorty con su imagen de la «esperanza social». Sin duda, lo ha conseguido ampliamente. El influjo es tal, que su huella persiste en publicaciones de todo tipo, congresos científicos, proclamas políticas y modelos educativos. Pero las interpretaciones que permite la polisemia no siempre dejan lugar para su puesta en práctica, que es en definitiva la cuestión central. A un mismo tiempo Dewey parece asumir que la democracia es el ideal de la vida comunitaria (hacia el que tiende, por ejemplo, la Gran Comunidad). Y, a la inversa, que la vida comunitaria es el ideal de la democracia (el que la inspira como modelo). No queda claro cómo podrían mantenerse las dos aspiraciones al mismo tiempo.

Por otra parte, en ambos casos se da por sentado que las libertades florecerán sobre las condiciones que proporcionan las relaciones comunales, pero se piensa que éstas han de ser siempre favorables. Junto a ello hay otro supuesto implícito sobre la preferibilidad del ideal. Sin embargo, no porque se desee, su valor prescriptivo es autoevidente. Antes bien, su alcance normativo, en el sentido de inspirar cambios razonables, se mide por su capacidad para transformar o, mejor, reformar las prácticas políticas reales, las formas de gobierno que existen. Es decir, el ideal de la democracia demuestra su virtualidad como ideal político cuando inspira un cambio democrático. Y más que un ideal moral, que puede comprometer la libertad de los individuos en su realización, la democracia es un ideal político. Dewey remite a Jefferson como fuente de autoridad: «La formulación de Jefferson es moral en toda su extensión: en sus fundamentos, sus métodos y sus fines». Pero su confianza en la igualdad de derechos, plasmada en la Declaración de Independencia, sólo puede entenderse cabalmente en términos políticos. Es el nuevo orden político que empieza a formarse tras la independencia el que hace posible la realización de los derechos.

Al interpretar a Jefferson, Dewey señala que los derechos humanos son los fines de la democracia. En realidad, su garantía efectiva y su promoción son fines, aunque no los únicos, del orden democrático, pero éstos sólo pueden realizarse cuando la democracia, su sistema de instituciones, funciona. Pues bien, que la democracia funcione depende de manera eminente de la participación política de los individuos. Pero de ahí a sostener, sin embargo, que sea una forma de vida media una gran distancia. Vivir democráticamente significa vivir cívicamente, una tarea política compleja y apasionante como pocas, que plantea, paradójicamente ya de entrada, el problema de la exclusión de los no-ciudadanos. Más allá de eso, el ideal tiene sentido en la medida en que las normas, reglas, prácticas y procedimientos de la democracia puedan adaptarse de modo razonable a otros ámbitos de la vida social, aunque no a todos ni de forma exclusiva.

Muchos aspectos de la vida cotidiana tanto públicos como privados, incluso aunque impliquen acciones políticas, no pueden abordarse como si de decisiones democráticas se tratara. Sí, por ejemplo, puede apreciarse en algunas prácticas de la escuela en las que estudiantes y profesores participan siguiendo procedimientos democráticos, aunque eso no la convierte en una institución cabalmente democrática. Los currícula no pueden decidirse en votaciones democráticas. Difícilmente en el entorno de las relaciones familiares, aunque eso no significa que no puedan albergar prácticas democráticas y que algunas puedan educar, por ejemplo, en la responsabilidad cívica. La pugna de visiones que se produce en su seno puede ser un escenario para el aprendizaje de las libertades. En esa medida, en efecto, es posible actuar democráticamente fuera del proceso político. En suma, la democracia se extiende y fortalece cuando se extienden y fortalecen las prácticas democráticas y, de modo especial, las redes de cooperación ciudadana. Pero nada de eso sería posible, recordará insistentemente Dewey, sin un sistema público dedicado a cultivar la excelencia en la educación.

Ese objetivo conjunto es consecuencia de su defensa de un liberalismo democrático y, antes, de un liberalismo que conjuga la promoción de las libertades individuales con la promoción de las libertades públicas. El mejor Dewey político es el que trata de reconstruir la experiencia de la democracia para responder a los problemas del presente, como ha recordado Richard Bernstein. Y asimismo, el teórico de la democracia que defiende la educación deliberativa y argumentativa de los individuos. Es el Dewey pragmatista que reconoce la prioridad de la experiencia sobre la teoría. Es el intelectual liberal que dedica su vida pública a la defensa, de inspiración milliana, de que los individuos educan su espíritu cívico en la escuela; y a la defensa, de inspiración jeffersoniana, de que la democracia necesita de la participación activa de los ciudadanos. El mejor Dewey es el que hace pensar y el que anima a actuar: no siempre para repetir sus pasos o para imitar su estilo. Su obra, plasmada a lo largo de una trayectoria incomparable como intelectual público, es una referencia todavía vigente, invocable por encima de adscripciones partidistas, como siempre mantuvo; una inspiración valiosa en la medida en que sus deficiencias traten de abordarse y sus virtudes logren inspirar de manera creativa las prácticas cívicas del presente”.

(*) José María Rosales (Universidad de Málaga): “La retórica de la democracia y el liberalismo político en los escritos de John Dewey” (Revista de Estudios Políticos-2012).

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