Por Paul Battistón.-

Los argentinos hemos sido especialistas en romper esquemas; también en lograr imposibles en el sentido positivo de los logros y, para asombro de todos, también en el sentido negativo de los mismos. Despegamos desde el infierno mismo y nos hundimos en él cuando supuestamente no había posibilidades de fracaso.

Nuestra existencia como nación ha sido una deforme sinusoide de inconsistencias con valores por fuera de los límites lógicos de conformación y funcionamiento de una sociedad funcional. La frecuencia de nuestra función alocada también escapa de lo predecible a la lógica temporal de quienes nos observan a modo de fenómeno. Lo que debería costarnos 10 unidades temporales lo queremos en tres y para estupor de muchos a veces lo logramos.

Nuestra pesada carga emocional es capaz de deformar el tejido de la dimensión temporal poniendo a espacios históricos en longitudes exiguas (reflotes milagrosos) pero también eternizando cuestiones que no deberían ser tropezadas más de dos veces.

Nuestra porfía ha contribuido a respaldar el relato bíblico justo donde hace agua de desánimo en su lector. Hemos demostrado que es factible caminar 40 años en el desierto y emerger enteros de memoria y esperanzas justo antes de llegar a la nueva etapa de desafiante incertidumbre.

Si ha sido una prueba, hay grandes posibilidades de que esté cumplida. Si no lo ha sido, entonces es la prueba de que perdimos el camino en forma reiterada e intermitente siguiendo el tempo de un metrónomo de la estupidez erudita y su eficaz forma infantil de buscarle laberintos a la navaja de Ockham.

¿Qué nos han dejado estos 40 años de camino por la voluntad del pueblo? Sencillamente la voluntad de la mayoría, que en forma inequívoca debe ser la miseria. Los resultados lo afirman.

Con la democracia no se comió, no se curó, ni se educó. Una producción para 400 millones ha dejado con hambre a una mitad de sólo 44 millones, que a su vez padece una salud pública que se cae a pedazos y con suerte aspira a un sanitarismo de parches. La educación ha tenido por lo menos un costado exitoso, el de formar a muchos en la convicción de que el camino de la miseria sustentable es el necesario para enfrentar políticas exteriores que nos oprimen (el tan peronista ejercicio de evasión de responsabilidad).

Una conclusión simple asoma a la salida de este desierto: bienestar y democracia no fueron necesariamente unívocos.

La democracia (su formato de acuerdos e instituciones) ha sido la salida a la pacificación nacional tras nuestra segunda guerra civil, de la cual aún resurgen resabios de enfrentamientos de redacción en la adjudicación numérica de bajas y justificativos de legitimación de acciones.

El alejamiento en el tiempo de ese momento cúlmine de acuerdo que fue el inicio de nuestra travesía de 40 años ha jugado no necesariamente con el olvido pero sí con la resignación a la reaparición en escena de una de las partes involucradas en nuestro pasado de enfrentamientos con intenciones de reivindicante trazado histórico. Otro claro elemento que se sumó para reafirmar la no exacta coincidencia de democracia y bienestar.

Siendo el estado el monopolizador de instrumentos de control social (para reglamentar una convivencia en orden), que él mismo caiga en manos de parcialidades negadas a rendir actitudes reñidas con nuestro bienestar en el pasado y que, además hayan hecho de la reivindicación un intento de triunfo tardío en la misma democracia que había venido a poner el sello definitivo a esas cuestiones, reafirma la divergencia con nuestras posibilidades de una dicha apreciable.

Dos posibles conclusiones son discernibles: o la democracia no es una garantía de bienestar o la misma incluye un planteo erróneo.

A la salida de este trayecto de derrotero estéril e incierto, concluimos que el bienestar requiere para su logro de la ausencia en el control de quienes en su proyecto lo estiman como perjudicial para sus planes de contemplación de poder.

Someter a una aceptación voluntaria de miseria sustentable (miseria comprada) ha sido el mecanismo de simulación inserto en la democracia. Sólo posible con una educación de resignación de libertades individuales a manos de colectivismos circunstanciales y, por sobre todo, a manos de un colectivismo de carácter superior (sintetizado como el estado presente).

Hoy, a la salida promisoria de ese atolladero, conservando las formas institucionales, alguien ha puesto en escena la variable disminuida (libertad individual) y con ella como arma se dispone a dirigir la racionalidad económica hacia la dirección del crecimiento como sustento imprescindible para soportar las correcciones necesarias y dolorosas de variables desdibujadas.

Como enemigos a su frente se acordonan quienes usarán la inercia de sus propios estropicios para asignarlas como fracaso a cualquier intento de puesta en orden para un futuro de libertades económicas (nuevamente el tan peronista ejercicio de evasión de responsabilidad).

No es casual la esclavitud de la voluntad; ha sido la base de la doctrina de conservación del poder de los amos de la miseria. Por milagro se ha conservado lo que deberíamos afirmar como democracia. Y por milagro no nos resignamos al fracaso sólo por conservar las formas de la corrección.

Como es nuestra costumbre (y con la circunstancia favorable de expulsión de los doctrinarios de la miseria del poder) ¿por qué habríamos de pedir poco si lo podemos pedir todo? En lo más profundo de la devastación y a las puertas de un ajuste brutal, el León no pide por un escenario de reflote; ruge y reclama por la posición de potencia. Desde el abismo de la sinusoide sólo ve como objetivo la cima.

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