Por Hernán Andrés Kruse.-

El domingo 1 de octubre tuvo lugar en Santiago del Estero el primer debate presidencial. Estuvieron presentes Sergio Massa, Javier Milei, Patricia Bullrich, Myriam Bregman y Juan Schiaretti. Todos los analistas consultados son coincidentes en el diagnóstico: no hubo claros ganadores ni claros perdedores. Creo no equivocarme si afirmo que todos estábamos pendientes, por un lado, de la capacidad de Milei para mantener la compostura ante ataques de sus rivales y, por el otro, de la capacidad de Massa para intentar explicar el affaire protagonizado por Insaurralde. Para sorpresa de todos, el libertario mantuvo la calma y Massa no se vio obligado a dar demasiadas explicaciones sobre el escándalo protagonizado por el hombre fuerte de Lomas de Zamora.

¿Cómo vieron a Milei algunos de los principales expertos en comunicación política? (fuente: Infobae, Facundo Chaves, 2/10/023).

Enrique Zuleta Puceiro: “Cada candidato vino a este debate muy defensivo. Milei, porque va ganando las elecciones y normalmente los candidatos que van ganando no dan debates. Él arriesgaba mucho y algunos esperaban un “loco Milei” y no hubo un “loco Milei”. Se, defendió bien cuando fue atacado. El caso del papa Francisco fue el más interesante porque hubo una buena respuesta. Haber expresado esa posición, casi exento de mayores ataques, para él es un triunfo. ¿Perdió tal vez alguna oportunidad? No lo creo. Arriesgaba mucho porque estas elecciones las gana el que comete menos errores”.

Augusto Reina: “Milei logró mantenerse en el centro de la escena, no tuvo errores no forzados, mantuvo su posicionamiento y ejecutó una estrategia “bilardista” en términos futbolísticos, que es lógica en función de la primacía que tiene en intención de votos. El logro de Milei en esta instancia fue no retroceder casilleros”.

Lucas Romero: “Milei fue con una estrategia más conservadora. Fue a decir lo suyo sin enredarse en peleas con los demás. Parecido a lo de Massa. Los dos salieron airosos en función de cómo los presentaba la escena de cara a un posible balotaje entre ellos. Durante el debate no mencionó la palabra dolarización. Salió bien con lo de Luis Barrionuevo cuando dijo “voy a juntar mayorías porque quiero reformar la legislación laboral”.

Facundo Nejamkis: “Milei tenía como objetivo no exaltarse ni desbordarse. Debía autolimitarse y lo cumplió. No lo veo perdiendo nada de lo que tenía cuando llegó a este debut. Era un riesgo que enfrentaba y era algo que muchos podían esperar, pero no pasó”.

La pregunta que todos nos formulamos es la siguiente: ¿sirven para algo los debates presidenciales? Creo que sí. Si bien se trata de un espectáculo televisivo los candidatos presidenciales se ven obligados a prepararse para no hacer papelones. Sin embargo, no da la sensación de que tuerzan el curso de un proceso electoral. Si algún candidato no tuvo una buena performance en el debate, como Patricia Bullrich, por ejemplo, ello no significa que su suerte esté echada. Si finalmente ese candidato no hace la elección esperada no habrá sido culpa de los debates sino de otros factores (el escaso carisma, por ejemplo).

La estrategia de Milei fue la correcta. Si encabeza las encuestas no hubiera resultado lógico tirar todo por la borda por una sobreactuación en el debate. Es por ello que no mostró su verdadero rostro, no se mostró tal cual es. Cuando tuvo que apelar a la hipocresía lo hizo sin hesitar. Las disculpas al papa Francisco son un claro ejemplo. ¿Alguien puede creer que esas disculpas fueron sinceras? No tuvo, pues, más remedio que tragarse un escuerzo y pedirle perdón a alguien que detesta. Tampoco dudó en mostrar su verdadero rostro cuando, por ejemplo, incursionó en el espinoso tema de los derechos humanos. Afirmó que en los setenta hubo una guerra, que los militares cometieron excesos y que los desaparecidos no fueron treinta mil. En definitiva, Milei salió a la cancha a no perder. Y lo logró.

A continuación paso a transcribir un capítulo del libro de Julio Juárez Gámiz titulado “Los debates electorales en la democracia contemporánea. Apuntes para analizar su presencia, función y evolución en las campañas” (Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática. Instituto Nacional Electoral, México, 2021).

DEBATES ELECTORALES Y DEMOCRACIA, ENTRE LA DELIBERACIÓN Y EL ESPECTÁCULO

“En las últimas décadas múltiples autores han dado cuenta de profundos cambios en la manera en la cual se comunica la política. En un texto seminal para el estudio de la comunicación política Blumler y Kavanagh (1999) plantean, desde una perspectiva evolutiva de la comunicación, el surgimiento secuencial de tres eras en el desarrollo de la comunicación política. En la primera, ubicada por los autores entre la posguerra y el principio de la década de los sesenta, se puede apreciar todavía a partidos políticos e instituciones públicas que gozan de un control relativamente efectivo de la agenda política y mediática. En esta fase, proponen los autores, la sociedad adoptaba un papel poco crítico frente al mensaje político que, se asume, iba cargado de sustancia ideológica eligiendo a sus gobernantes a partir de claves identitarias grupales y relativamente estables a lo largo del tiempo. Eran pocas las voces discordantes y los espacios para comunicar ideas, conceptos y perspectivas contrarias a los parámetros ideológicos de regímenes, si bien democráticos, aún anclados en una relación comunicacional marcadamente vertical entre gobernantes y gobernados. Para contextualizar un poco, pensemos aquí en la consolidación del sistema político mexicano a partir de la institucionalización del partido de Estado y su acoplamiento con una prensa nacional oficialista y acostumbrada a construir la noción de opinión pública de arriba hacia abajo.

En una segunda fase, entre los años sesenta y finales de los setenta, convergen, al menos, dos factores que trastocaron significativamente la lógica de la comunicación política a nivel mundial. Primero, la masificación de la televisión como principal fuente de información política, haciendo entonces universal el espacio para comunicar lo político antes concentrado en la prensa escrita, las columnas para iniciados y el pequeño y reducido entorno conversacional de una élite definida por intereses particulares, desde los sindicatos hasta las empresas de capital privado. Es aquí cuando el género noticioso comienza a cobrar mayor relevancia y reclama para sí la narrativa de la actualidad mundial y nacional, antes potestad exclusiva de la política. Ello obligó a los actores públicos a preparar mejor su forma de comunicar, pues el viejo modelo replicador de la propaganda informativa es retado con mayor ímpetu por medios independientes que cuestionan, critican y desafían el significado de acciones y mensajes por parte de la clase política y del gobierno en general. Del mismo modo, visualicemos esta etapa en el caso mexicano con el movimiento estudiantil de 1968 y las primeras fisuras en el entorno discursivo y mediático que sostenía la narrativa oficial del “milagro mexicano” hecho realidad por la revolución institucionalizada. Adicionalmente, en esta fase se registra el primer gran distanciamiento de la sociedad respecto de los partidos políticos (en nuestro caso al partido de Estado) y al discurso político desgastado por las promesas incumplidas por la administración pública ante los ojos de la ciudadanía. El debilitamiento de la identificación partidista propicia una actitud cada vez más crítica de la ciudadanía hacia la política en general, y las motivaciones personales de los políticos en particular. Su palabra, el insumo básico de su imagen pública, se devalúa tal y como sucedería con la moneda de un buen número de economías emergentes en Latinoamérica. A pesar de esta fragmentación ideológica y del surgimiento de opciones informativas menos alineadas con el discurso oficial, es notoria la contradicción entre el surgimiento de una sociedad más crítica del poder pero con posibilidades todavía muy limitadas para obtener información y, más importante aún, con una escasa posibilidad de participar en una conversación pública más allá del entorno social inmediato de familiares, amistades y compañeras y compañeros de trabajo.

La tercera era de la que hablan Blumler y Kavanagh (1999) representa, en primera instancia, la diversificación exponencial de canales de comunicación que coloca a los políticos en un escenario de comunicación no sólo incontrolable sino ante el cual es necesario reaccionar cada vez con mayor velocidad. Es en este momento cuando la profesionalización de las tareas de comunicación del gobierno, partidos políticos y candidatas y candidatos que compiten por la vía electoral cobra mayor auge. Los autores, quienes se centran particularmente en los casos estadounidense y británico, ubican esta era a finales de la última década del siglo XX, notoriamente atraídos por el nuevo estilo de comunicar del líder del partido laborista, Tony Blair, quien ganaría las elecciones parlamentarias en Gran Bretaña en 1997 a partir de un uso mucho más dinámico y audaz de la comunicación política que sus antecesores partidistas y, sobre todo, del statu quo establecido por casi dos décadas de gobiernos conservadores moldeados en la imagen ortodoxa de Margaret Thatcher. En esta tercera era los partidos políticos y las candidatas y los candidatos no sólo reconocen la imposibilidad de controlar la agenda informativa de los medios, sino que, además, aceptan la necesidad de especializar su forma de relacionarse con un entorno incierto tanto en el plano político como en el ámbito electoral.

Ante este contexto crecientemente adverso, la política comienza a adoptar una comunicación mucho más planificada, racional y especializada. Hablamos así de la era de la profesionalización de la comunicación política en donde la adopción de prácticas y normas (algunos aún empeñados en llamarles fórmulas) para comunicar lo político aumentan de manera directamente proporcional a la competitividad y la negatividad electoral que comienza a caracterizar el tono polarizante de las campañas y el protagonismo del género noticioso para narrar cotidianamente la realidad. En el contexto mexicano, la adopción de esta tercera era se ilustra bien con el incremento de la competitividad electoral, la ruta de la transición democrática y, eventualmente, las primeras alternancias políticas en el plano estatal y legislativo a lo largo de la década de los noventa y culminando con la primera alternancia presidencial en el año 2000. Esta evolución secuencial ocurrió en distintos países, si no de manera simultánea, al menos siguiendo un patrón longitudinal que ha sido explicado en el plano académico desde distintas tendencias comunes en el campo de la comunicación política, como son la americanización (que los Estados Unidos de América, EUA, exportan al mundo nuevas formas de hacer y comunicar la política), modernización (que democracias emergentes adoptan prácticas avanzadas de comunicación implementadas en otros países con una tradición democrática más longeva ‒no necesariamente los EUA‒), profesionalización (que el proceso de modernización implica la sofisticación de procesos y decisiones mediante un refinamiento técnico de la persuasión política), homogeneización (que en su búsqueda por “alcanzar” a otros países con formas de comunicación “modernas” se da un proceso de normalización de estas prácticas en una línea presuntamente ascendente), personalización (que la política, con toda su complejidad derivada de la administración de intereses pasa por el tamiz objetivado en la figura e imagen de una persona), mediatización (que la experiencia política se reduce cada vez más a la construcción simbólica condicionada por la intermediación de un medio de comunicación o plataforma digital) e infoentretenimiento (que la política adopta claves narrativas propias de la espectacularización de la política al sobredimensionar el humor, la sátira y el conflicto permanente).

Más adelante retomaremos algunas de estas tendencias desde una perspectiva más crítica sobre todo en lo que respecta al estudio de los debates electorales en el caso mexicano. Es así como, obligados por este nuevo y desafiante contexto de comunicación, partidos, medios, candidatos y ciudadanía fueron normalizando la presencia de formatos emergentes de traducción de lo político en el plano verbal y audiovisual. Al convertirse la televisión en el principal escaparate de comunicación política y en prometedora herramienta de persuasión política, es natural que haya sido en este medio en donde florecieran los primeros esfuerzos para que quienes aspiraban a un cargo popular discutieran y contrastaran propuestas, ideas y argumentos ante las cámaras de televisión, aquello que autores como Dayan y Katz (1994) designaron utilizando por primera vez el concepto de “evento mediático”; los debates electorales comenzarían a adquirir notoriedad dentro de las campañas electorales y, como objeto de estudio, dentro de los circuitos académicos.

Tomados como producto final en una larga cadena de decisiones, los debates electorales ilustran simbólicamente condiciones estructurales en su entorno de realización respecto de tres dimensiones: 1) las características de un sistema democrático-electoral deliberativo (por ejemplo, los debates son parte de las campañas electorales y en ellos participan, lógica y necesariamente, opciones antagonistas resumidas en, por lo menos, dos candidaturas que irán a las urnas para decidir una ganadora o un ganador); 2) la lógica de un sistema de medios de comunicación en donde la producción, realización y difusión de estos encuentros garantiza principios de imparcialidad, eficiencia técnica, cobertura universal y periodística; y 3) el sistema de símbolos y prismas culturales que constituyen el marco de significado en el que la política se presenta a través de formatos televisivos, análogos o digitales en un lugar y tiempo determinados. Son estas tres dimensiones las coordenadas que permiten ubicar a los debates electorales en un punto de convergencia global.

Sin ser exclusivos de un sistema de representación particular, pues los debates ocurren tanto en democracias parlamentarias como en sistemas presidenciales, es muy importante reconocer que, al ser analizados en su contexto, los debates electorales nos dicen mucho sobre cada una de estas tres dimensiones. Adicionalmente, los debates representan tanto oportunidades como riesgos para las candidatas y los candidatos que deciden participar en ellos, particularmente en aquellos casos en los que no están obligados a hacerlo. Del mismo modo, la interpretación que se hace de la audiencia es complementaria y, en cierto modo, vinculante a la posibilidad material para organizar un debate. Desde una perspectiva normativa clásica, la televisión inhibe la deliberación al tiempo que eleva a rango de sustancia elementos triviales de la política como la imagen o la personalidad de las candidatas y los candidatos (Sartori, 2002). Si pensamos que frente al televisor se encuentra una masa irreflexiva, es muy probable que consideremos a los debates electorales como una herramienta más de trivialización del discurso político. En cambio, si asumimos que esa misma audiencia está compuesta por ciudadanas y ciudadanos críticos y capaces de dar un significado a lo dicho y presentado en el transcurso de un debate, consideraremos a estos programas como elementos necesarios para la deliberación y oferta de información que la sociedad necesita para tomar una decisión responsable desde el plano mediático.

A diferencia de otros formatos de comunicación política relativamente estables como la publicidad, las noticias y la interacción digital, los debates electorales no garantizan ellos mismos su propio campo de estudio y, mucho menos, su repetición y permanencia a lo largo del tiempo en un país determinado. En todo caso, suelen estar supeditados a otras variables que condicionan su aparición y, eventualmente, su propia presencia en las campañas electorales y el tablero político en general. Ahí es donde adquiere mayor relevancia el concepto de sistema mediático, pues la literatura existente en la materia da cuenta de que las principales condicionantes para la recreación de los debates electorales provienen de la lógica y dinámica mediática que prevalece en un contexto determinado, ya que son las condiciones locales las principales determinantes para que un debate se realice o no (Juárez-Gámiz, Holtz-Bacha y Schroeder, 2020). Cuando uso los términos lógica y dinámica mediática me refiero concretamente a tres componentes relacionales básicos adaptados de la tipología clásica de Hallin y Mancini (2004). Primero, a la manera en la cual los medios de comunicación masiva han construido un modelo de relación con el poder político que puede ir de una alta subordinación política a un plano de independencia crítica. Segundo, a los propósitos funcionalistas que determinan la razón de ser de los medios frente a su audiencia que van, en un extremo, de servir al interés público hasta, en el otro, a la búsqueda de ganancias económicas. Y, en tercer lugar, a la codificación simbólica de la política ubicada en un extremo racionalista-deliberativo y, en el polo opuesto, como espectáculo dramático.

Una perspectiva más funcionalista pondría mayor énfasis en el papel que juegan los debates en las democracias contemporáneas. Cuál sería, por tanto, su función dentro de un sistema de comunicación política que articula distintos procesos como son las elecciones, la cobertura noticiosa y periodística de la política, y el ejercicio de derechos cívicos como la libre expresión de ideas y la deliberación encaminada a la toma de decisiones políticas por parte de la ciudadanía. De ahí proviene un importante acervo de información derivado del estudio de los efectos de los debates tanto en el plano político como en el cívico (Coleman, 2020). En suma, es posible afirmar, hasta el momento, que los debates electorales pueden servir como una suerte de prismático, a través del cual podemos mirar con detenimiento la forma, el fondo y la dinámica conversacional de un país y contexto particular. Su comprensión obliga a tomar distancia de su unicidad como evento mediático de persuasión político-electoral, y a apreciar más la perspectiva de la periferia que les da forma. En el siguiente apartado nos adentraremos más en los procesos sociohistóricos y mediáticos que permiten apreciar el arribo de los debates a la escena electoral, y algunas de las razones que pueden ayudar a comprender de mejor manera su permanencia (también su desaparición) en distintas latitudes”.

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