Por Italo Pallotti.-

La dicotomía entre pobres y ricos tiene tanta antigüedad como la misma existencia humana. Por lo tanto, los términos pobreza y riqueza han estado siempre presentes en el curso de la humanidad y, cómo es lógico, expuestos a infinidad de interpretaciones. Desde los textos bíblicos y sus precursores, hasta los más radicalizados expositores del tema en el mundo moderno han poco menos que rivalizado sobre los presuntos beneficios de lo primero (pobreza), como los supuestos males de la segunda (riqueza).

Están aquellos que ven en la miseria extrema la posibilidad de llegar al límite de la pobreza y, por lo tanto, como es obvio, al fracaso total de su existencia. Por otro lado, los que sacralizan los beneficios de la riqueza, material en este caso, no siempre consiguen a través del éxito por este medio el elixir que les permita estar exentos de problemas y complicaciones. De hecho, en los tiempos modernos han puesto su mirada crítica o de defensa, tanto de la pobreza como de la riqueza. Y es así como concepciones políticas, tanto en el comunismo como en el capitalismo, se han ocupado del asunto; cada uno defendiendo o atacando los principios sólo desde su perfil ideológico.

La movilidad social de esta época fue transformando viejos conceptos sobre la situación de pobres y ricos. Aparece entonces la política para adentrarse, con cierta profundidad (interesada, casi siempre) en la discusión sobre los aspectos ya culturales de la controversia; y la Iglesia pone aquí su visión más espiritual que material en tan antiguo tema. En este punto de la historia, aparecen en el escenario el populismo y el sistema democrático. Unos ofrendando su “protección” frente al avance del capitalismo, y los defensores de éste, a través de la democracia, argumentando que tiene infinitos recursos para solucionar los afligentes problemas del universo pobre.

He aquí que tanto unos como otros, en la llamada sociedad del conocimiento, no han dado respuesta a la felicidad plena que, tanto pobres como ricos, aspiran. Y si de hacer feliz al ser humano hablamos, al menos el rico obtendrá con sus mejores recursos económicos el acceso a medios más sólidos, como alimentación, salud, educación y seguridad, que al pobre le son generalmente vedados haciendo que su ansia de ser feliz se desmorone día a día. Entonces la dicha de vivir, pasa a tener dos caras bien definidas. Además, surge la división de clases: alta, media alta, baja y finalmente la indigente, con su pauperismo histórico y degradante. Esta última, por otro lado, víctima de los populismos que, mediante la práctica de subsidios, asignaciones y otras prebendas y dádivas, han ido, y sobre todo en Latinoamérica, transformándolos en esclavos y sometidos para usarlos políticamente; mientras que, contrariamente las otras clases, al menos las de mejor nivel económico, son utilizadas para proveer los recursos para el sostenimiento de la anterior.

Cabe aquí la pregunta del título: “¿Son felices los pobres?” Cuando se carece de lo más elemental para vivir con algún grado de dignidad o tan siquiera subsistir, ¡claro que no! Cuando la austeridad glorificante de la Iglesia, respecto de la pobreza, y el “estiércol del dinero” de la riqueza (palabras de SS, el Papa) vivan en constante contradicción y rivalidad es muy probable que se termine por admitir que la felicidad, en el ser humano y sobre todo en los pobres, sea sólo una entelequia que lleva siglos; y demorará otros tantos en ver un horizonte distinto.

Para concluir, el “pobrismo” (nuevo neologismo autóctono) se enseñorea entre nosotros y es factible que la peyorativa expresión del “pobre infeliz”, como una pandemia propia, haya venido para quedarse un largo tiempo, infortunadamente. Hasta que no entendamos que el derecho humano, sólo retóricamente impuesto, no es un privilegio de algunos sino algo natural que involucra a toda la humanidad. La grieta abierta entre unos y otros (pobres y ricos) se irá acentuando como una letal y sombría mancha de aceite sobre el espíritu y el cuerpo de los seres humanos. En este punto, los Estados, generalmente de un modo sólo dialéctico ocupándose del tema y con un grado de depravación que asombra, han dejado a la deriva a generaciones enteras. Ya no se trata sólo de una tragedia, por lo material o terrenal; es una rémora que degrada el sentimiento y la conciencia de las personas que son víctimas de este flagelo. Y sobre las actitudes de las clases dirigentes y políticas, sin duda, caerá el peso de lo que no se quiso o pudo hacer y no se hizo para mitigar tanto dolor. Los sinsabores de unos por sufrirla y de una mayoría silenciosa impotente por la incapacidad de frenarla, forman un combo perfecto de la siniestra perversión en la que ha caído el sentido solidario de un país, bendecido por la naturaleza para proveernos de todo; y dilapidado por una cofradía política que por décadas malversó el producto de los bienes que esa prodigiosa naturaleza nos dio, sigue y seguirá dando; hasta que un día comprendamos que nadie tiene derecho a sabotear lo que la madre natura nos da en abundancia y desaprovechamos miserablemente. Como ejemplo de lo antedicho, remito a las cifras de pobreza e indigencia que nos legó el kirchnerismo y otros signos y que con una carga brutal y despiadada de cinismo, tratan de disimular. La condena de la Historia debe ser, con ellos, cruel e implacable. Quien quiera oír, ¡que oiga!

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