Por Hernán Andrés Kruse.-

Parafraseando a Gabriel García Márquez, se trató de la crónica de una condena anunciada. El miércoles 13 de noviembre, cerca del mediodía, la Cámara Federal de Casación Penal confirmó la condena de la ex presidenta Cristina Kirchner a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos por el delito de administración fraudulenta en el caso “Vialidad” (concesión de la obra pública a Lázaro Báez, empresario ligado al matrimonio Kirchner en Santa Cruz). En su resolución los jueces Mariano Borinsky, Diego Barroetaveña y Gustavo Hornos sostuvieron “Que desde 2003 a 2015 funcionarios públicos nacionales y provinciales, entre los que se encontraban la dos veces presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner, llevaron a cabo una maniobra fraudulenta que perjudicó de manera trascendente a las cuentas del Estado nacional, pues se desvió el dinero público a favor del empresario Lázaro Báez a partir de la asignación de obra pública vial a sus empresas” (Fuente: Patricia blanco y Martín Angulo, Infobae, 13/11/024).

Apenas se conoció la noticia, los enemigos de Cristina comenzaron a festejar a rabiar, mientras que sus defensores comenzaron a lanzar la bandera de la proscripción. Algunos periodistas de TN y La Nación+ no podían ocultar su euforia. Sin embargo, para ellos el fallo resultó demasiado benévolo. Porque Cristina sigue en libertad. Tampoco podían ocultarla varios referentes políticos de LA Libertad Avanza y del PRO, acérrimos enemigos de la ex presidenta. Para ellos las pruebas de la culpabilidad de Cristina son amplias e irrefutables. Pero para Raúl Kollmann, por ejemplo, el fallo es lisa y llanamente un mamarracho. El factor ideológico juega, qué duda cabe, un rol relevante. Para la “derecha” Cristina es, a partir de ahora, una muerta política: Para el “progresismo”, Cristina es víctima de una proscripción política. El antagonismo es, como puede observarse, feroz.

Esta relevante decisión de la Cámara de Casación Penal ha puesto, una vez más, sobre el tapete el polémico tema del “lawfare”. La pregunta del millón es la siguiente: ¿es Cristina una víctima del lawfare, es decir, de la judicialización de la política, del acoso judicial para exacerbar el deseo de venganza anidado en amplios sectores de la sociedad? Buceando en Google me encontré con un ensayo de Catalina Smulovitz (“Universidad Torcuato Di Tella-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas-Argentina”) titulado “Del “descubrimiento de la ley” al “lawfare” o cómo las uvas se volvieron amargas” (Revista SAAP-2022). Es una clara y bien fundamentada respuesta positiva a dicho interrogante.

¿EXISTE EL “LAWFARE”? LA METAMORFOSIS DE UN CONCEPTO

“A partir de 2016, en Latinoamérica el término “lawfare” empezó a utilizarse para referirse a una forma particular de judicialización de la política orientada a neutralizar o inhabilitar en forma permanente o circunstancial a un adversario político. Si bien el término pertenece aún a la esfera de las discusiones políticas y partisanas antes que al de las definiciones técnicas, vale la pena analizar si el “lawfare” es un fenómeno novedoso y empíricamente diferenciado o una etiqueta nueva para referirse a un conjunto de viejas prácticas.

Debido a sus connotaciones partisanas el concepto podría ser desestimado, sin embargo, dadas las consecuencias políticas de su uso y de su incorporación al diccionario político de la región, el mismo no puede ser ignorado. Es más, su uso partisano es uno de los aspectos centrales de la discusión, en tanto impide distinguir si el término está siendo utilizado para cuestionar la legitimidad del control de la legalidad de los actos gubernamentales o para denunciar la existencia de procedimientos jurídicos irregulares.

Primero, un breve comentario sobre los orígenes y genealogía del concepto. El área disciplinar de origen fueron las relaciones internacionales, donde se lo utiliza para describir aquellas estrategias que utilizan argumentos legales para alcanzar objetivos militares. Hacia principios de siglo, Dunlap sostuvo que el “lawfare” es “un método de guerra en el cual la ley es usada como un medio para realizar objetivos militares” y una estrategia que usan actores locales y/o extranjeros para exigir que las acciones militares no violen la letra o el espíritu de la “ley de la guerra”. Para Dunlap, el “lawfare” es problemático porque limita el accionar de las FF.AA. para llevar adelante operaciones irregulares que considera necesarias. Por este motivo considera que el “lawfare” está “socavando la capacidad de los Estados Unidos para llevar adelante intervenciones militares efectivas” y que es un problema para su seguridad porque somete las acciones de las FF.AA. a los límites que impone el derecho público internacional. Dunlap también señala que el “lawfare” posiciona a los abogados y a las ONGs de derechos humanos como supervisores de las acciones militares y advierte que aquellos que la utilizan erosionan el apoyo público a las FF.AA. en tanto las mismas son denunciadas cuando violan “la ley de la guerra”.

En tanto el éxito de la estrategia de “lawfare” se decide en la opinión pública, cómo se presentan los casos y qué discusiones despiertan en los medios pasa a ser una parte importante del conflicto y de la estrategia. ¿Qué transformaciones experimenta el concepto cuando aterriza en el contexto latinoamericano? Su arribo estuvo marcado por una transformación y reinterpretación radical y se lo emplea para referirse a aquellas estrategias que utilizan el lenguaje de la ley y procedimientos legales cuestionables y/o irregulares para el logro de objetivos políticos tales como la neutralización de un adversario político. Zanin y Martins, los abogados del expresidente Lula, sostienen que el “lawfare” utiliza procedimientos legales irregulares en conflictos políticos no militares para perseguir a líderes políticos de izquierda. La expresidenta Cristina Kirchner argumenta que el “lawfare” “es una distorsión en la aplicación de la ley ejecutada por jueces al servicio del poder político-económico-mediático, que persigue opositores al modelo de apropiación inequitativa”.

Las definiciones anglosajonas y las latinoamericanas coinciden en señalar que es una estrategia política que utiliza procedimientos jurídicos y que apunta a crear cambios en la opinión pública, pero difieren en la forma en que caracterizan los objetivos, los medios que utilizan y sus consecuencias. Mientras que la definición latinoamericana destaca la utilización de procedimientos irregulares, la anglosajona subraya el uso ilegítimo pero no irregular de los procedimientos. Es más, lo que vuelve eficiente a la estrategia en la versión anglosajona es el apego a los límites que impone la ley.

Las dos versiones también difieren en la forma en que caracterizan a sus objetivos y a los actores que la utilizan. En la versión anglosajona, el objetivo es limitar las acciones que pueden llevar adelante las FF.AA., minar su apoyo público y los agentes que la impulsan son las organizaciones de derechos humanos. En la versión latinoamericana, el objetivo sería la neutralización y/o inhabilitación de líderes políticos populares y los agentes que la motorizarían son miembros del poder judicial en connivencia con medios de comunicación, agentes de inteligencia y políticos de derecha. Dado que en la versión latinoamericana la filiación política del perseguido es un elemento central, la discusión inevitablemente se transforma en un debate partisano (…)”.

“LAWFARE”, ¿VIEJO, NUEVO O RECICLADO?

“¿Es el “lawfare” una forma novedosa y específica de judicialización de la política? ¿Es el resultado del “reencuadramiento” (“reframing”) de prácticas históricas o es un acto del habla que puede oficiar como instrumento retórico defensivo? En esta sección analizo varios de los rasgos que se supone distinguen al “lawfare” de otras prácticas de persecución político-judicial. En particular, considero cómo evolucionaron en América Latina los juicios por delitos de corrupción, el tipo y uso de irregularidades procesales denunciadas, las características y la identidad de las inhabilitaciones y de los inhabilitados para competir electoralmente, así como el vínculo de las denuncias de “lawfare” con la existencia de leyes de delación premiada.

Aquellos que denuncian ser víctimas de “lawfare” señalan que la práctica comprende el uso de procedimientos judiciales irregulares, la modificación vía interpretaciones ad hoc de los alcances de institutos existentes, la difusión en medios de comunicación masiva de información no confirmada con el objeto de crear suspicacias sobre los denunciados, y el uso y difusión de información de inteligencia obtenida a través de procedimientos dudosos. El inventario de procedimientos denunciados incluye cuestiones judiciales, periodísticas y de inteligencia; sin embargo, en este artículo me concentraré solo en la dimensión legal del fenómeno.

Varias de las irregularidades denunciadas han sido de uso habitual en la región, lo cual, aun cuando su empleo previo no minimiza su gravedad, lleva a preguntarse: a) si hay rasgos que distinguen al uso más reciente; b) por qué en los últimos años el mismo empezó a ser denunciado; y c) por qué las denuncias adquirieron visibilidad. Las denuncias sobre la existencia de “lawfare” en América Latina ocurren en el marco de procesos en los que expresidentes fueron o están siendo acusados por actos de corrupción. Hasta el final de la Guerra Fría el enjuiciamiento de altos funcionarios públicos por causas de corrupción y/o derechos humanos era poco frecuente. Sin embargo, a partir de fines de los años 80 se observa el crecimiento global y simultáneo de procesos penales por violaciones a los derechos humanos y juicios y condenas de altos funcionarios públicos por crímenes de corrupción.

Entre 1990 y 2008 se produjeron en Latinoamérica 32 procesamientos contra presidentes, 13 de los cuales involucraron casos de corrupción, mientras que los casos restantes incluyeron causas por violaciones a los derechos humanos. Balán mostró que, a partir de 1980, el porcentaje de presidentes procesados por corrupción en la región creció década tras década, que el 30% de los presidentes que empezaron sus mandatos en los 80 fueron procesados, que en los años 90 el porcentaje subió a 54% y que ascendió a 56% con posterioridad al año 2000. En otras palabras, los procesos por corrupción contra expresidentes no son un fenómeno exclusivo de Latinoamérica y su origen se remonta a los años 80.

La Tabla N° 2 muestra que, entre el año 2000 y 2022, hubo en la región 101 presidentes, 57 de ellos tuvieron causas por delitos de corrupción, 17 de los cuales declararon que esas causas eran atribuibles a una persecución política, y 12 adujeron también ser víctimas de “lawfare”. Los 12 casos que denunciaron la existencia de “lawfare” ocurrieron con posterioridad al año 2016, momento en que el término fue puesto en circulación por los abogados del expresidente Lula. Antes de esa fecha, los expresidentes que tenían causas por corrupción declaraban ser víctimas de persecución política, pero no calificaban lo que les sucedía con la etiqueta de “lawfare”.

¿En qué se diferencia el “lawfare” de lo que antes se denominaba persecución político-judicial? Y, existan o no esas diferencias, ¿cómo y por qué se produjo esta transformación? El uso extenso y laxo de la prisión preventiva es uno de los instrumentos que suelen nombrarse para ilustrar el ejercicio del “lawfare”. Este instrumento permite el encarcelamiento de acusados mientras se sustancian los procesos y antes de la sentencia definitiva. La literatura muestra el uso global, extendido y de larga data del mismo. Su uso fue también denunciado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que advirtió que su empleo no excepcional es uno de los problemas más graves de la justicia penal de la región. El porcentaje de personas con prisión preventiva en la región varía entre un 77,9% en Paraguay y un 13,3 % en Costa Rica, mientras que en Argentina y Brasil alcanza al 47,7 % y 35,4% de su población carcelaria. Esto es, la prisión preventiva tiene un uso extenso y de larga data en la región y, aun cuando la práctica fue denunciada, solo recientemente dichas denuncias adquirieron visibilidad.

Aquellos que denuncian ser víctimas de “lawfare” también advierten sobre las interpretaciones laxas de los requisitos que justificarían su aplicación. En el caso argentino, se entendía que la prisión preventiva solo podía ser utilizada si se corría el riesgo de que el acusado se fugara, alterara las pruebas u obstruyera el funcionamiento de la justicia. En el caso brasilero se suponía que solo podía ser utilizada luego de que todas las instancias de apelación hubieran culminado. Sin embargo, en causas que involucraron a los expresidentes Lula, a Humala o a exfuncionarios kirchneristas, los tribunales de primera instancia encarcelaron a los acusados con anterioridad a la existencia de una sentencia firme, ya sea porque estimaron que había peligro de fuga, ya sea porque consideraban que existía riesgo de obstaculización de la justicia.

En el caso argentino, la denominada “Doctrina Irurzun” amplió los presupuestos que habilitaban la prisión preventiva, estableciendo que, además del riesgo de fuga y entorpecimiento de la investigación, el juez podía considerar si el imputado podía continuar interfiriendo en la investigación. Más allá de las controversias que generó esta interpretación, sus fundamentos doctrinarios ya habían sido utilizados en los años 90 en casos de delitos por corrupción y en los 2000 en casos de crímenes de lesa humanidad. Si el argumento del entorpecimiento de la investigación por la persistencia de contactos con funcionarios no era novedoso, cabe preguntarse, otra vez, por qué argumentos que solían ser tolerados empezaron a ser cuestionados.

Los cuestionamientos respecto de la utilización de la figura de la prisión preventiva en casos de corrupción no son recientes y tampoco solo latinoamericanos. En relación al caso Mani Pulite, Nelken señala que “las principales críticas procedimentales se centraron en el uso de la prisión preventiva”, puesto que “los acusados permanecían en prisión con el fin de obligarlos a confesar e involucrar a otros”. De esta forma, los “jueces defendían esta interpretación de sus poderes argumentando que existía un riesgo real de que interfirieran con la evidencia y que solamente la predisposición a colaborar iba a demostrar que el delito no sería repetido (porque ya no podrían ser considerados cómplices confiables)”.

Della Porta y Ocantos e Hidalgo realizan comentarios similares. Maravall también muestra que en la “guerra jurídica” entre el PSOE y el PP durante el caso GAL se verificó un uso laxo y partisano del instituto de la prisión preventiva. En Latinoamérica, las denuncias respecto del uso político de la prisión preventiva recién adquieren visibilidad a partir de 2016. Vargas Ramos, Brandao, de Sá e Silva Prado y Machado cuestionaron su uso en el caso del expresidente Lula. Ronald Gamarra señaló problemas similares en el caso de Humala en Perú; Fausto Jarrín lo hizo en relación con el proceso contra Correa en Ecuador y los seguidores del expresidente colombiano Álvaro Uribe denunciaron su prisión domiciliaria en Colombia.

Estos ejemplos recuerdan que los cuestionamientos al uso político y partisano de la ley no son recientes y tampoco exclusivamente latinoamericanos. ¿Cómo se comparan las irregularidades procesales mencionadas en los casos de “lawfare” con las nombradas en los casos en los que se denuncia persecución judicial? Los presidentes que denunciaron “lawfare” y/o persecución judicial mencionaron 22 tipos de irregularidades. La irregularidad más mencionada fue la falta de pruebas consistentes y contundentes (20); 15 irregularidades (68%) fueron mencionadas tanto por los que denunciaron persecución política como “lawfare”; otras 6 solo por los que denunciaron ser víctimas de “lawfare”; y solo una fue mencionada por los que denunciaron persecución política. En otras palabras, el tipo de irregularidades procesales no parece distinguir al “lawfare” de la persecución judicial. La principal diferencia que se observa en estas denuncias se refiere a la forma en que se obtiene y difunde información sobre los casos. Diferencia que sugiere que lo que distinguiría al “lawfare” de batallas judiciales pasadas no son las irregularidades procesales, sino el deslizamiento del conflicto jurídico a la arena de la opinión pública.

Aquellos que denuncian “lawfare” también señalan que el propósito de esta práctica es neutralizar o inhabilitar a líderes populares de izquierda o progresistas. Argumentan que los expresidentes Lula da Silva y Evo Morales fueron inhabilitados para competir en la elección siguiente y que Rafael Correa fue inhabilitado de por vida. Independientemente de si estas exclusiones tuvieron una motivación partisana, el análisis de las inhabilitaciones ocurridas entre 2000 y 2022 muestra que, de los 23 expresidentes formalmente inhabilitados (ya sea porque se les prohibió explícitamente competir, porque estaban detenidos con prisión preventiva o condenados pero sin restricción explícita para competir), 16 tenían simpatías con posiciones de derecha, mientras que los 7 restantes pueden ser identificados por su afinidad con posiciones de izquierda. Los datos también muestran que sólo 5 de los 11 presidentes inhabilitados con posterioridad a 2016 denunciaron ser víctimas de “lawfare”, mientras que ninguno de los presidentes inhabilitados con anterioridad a esa fecha (12) denunciaron ser víctimas de persecución política judicial. En conclusión, las inhabilitaciones para competir producto de decisiones judiciales existían con anterioridad a la emergencia de la etiqueta “lawfare” y la filiación política de los presidentes inhabilitados no se correlaciona con la afinidad política de izquierda de los mismos (7/23).

¿Qué consecuencias tuvo la iniciación de causas? ¿Determinaron éstas la existencia de inhabilitaciones formales o el abandono de la participación política? El inicio de una denuncia, esté la misma fundada o no, siempre distrae al acusado de su tarea central y erosiona su reputación y, aun cuando algunas puedan ser luego desestimadas, el acusado no siempre consigue recuperarla. De los 57 presidentes acusados por causas de corrupción, 23 fueron formalmente inhabilitados (40%), y también dejó de competir otro 33% que no había sido formalmente inhabilitado. En resumen, como consecuencia del inicio de causas por corrupción dejaron de competir el 73% de los acusados (24+18): 21% de esos expresidentes dejó de competir como consecuencia de inhabilitaciones explícitas, 26% debido al uso de la prisión preventiva, 7% por estar condenados con prisiones efectivas y 45% no continuó participando del juego político. La Tabla 4 también muestra que el 78% de los acusados, formalmente inhabilitados o no, que dejaron de competir pueden ser identificados como pertenecientes a partidos de derecha”.

Share