Por Hernán Andrés Kruse.-

“Los acusados y los abogados de víctimas de “lawfare” también señalan que las leyes de arrepentidos o delación premiada sancionadas en América Latina facilitan el uso extorsivo de las prisiones preventivas. ¿Es efectivamente así? Estas leyes implican la concesión de beneficios procesales y penales a cambio de información respecto de delitos de corrupción. La mayoría fue aprobada después del año 2000. En 9 de los 12 países en los que hubo denuncias de “lawfare” existen leyes de delación premiada y en los 6 países donde estas leyes no existen, aun cuando hubo causas por corrupción, solo en 2 hubo denuncias de “lawfare”. Según Vargas Viancos las controversias respecto de la implementación serían atribuibles a la discrecionalidad que otorgan a los funcionarios para establecer acuerdos con las partes”.

SOBRE LO NUEVO

“¿Qué características no comparten los casos en los que se denuncia persecución judicial con los que se denuncia “lawfare”? Uno de los rasgos que pareciera distinguirlos es la multiplicidad de causas simultáneas contra un mismo acusado. Cristina Kirchner, por ejemplo, estuvo acusada en al menos 12 causas, Ignacio Lula Da Silva en 10, Rafael Correa también en 10, Ricardo Martinelli en 8, Ollanta Humala en 4, Álvaro Uribe en 5 y Evo Morales en 5. Los presidentes que solo denunciaron ser víctimas de persecución político/judicial, con excepción de Mauricio Funes, de El Salvador, enfrentaron menos causas simultáneas.

La investigación académica no puede determinar si esta multiplicidad de causas está fundamentada; sí puede, en cambio, preguntarse por las razones y efectos de esta acumulación y conjeturar sobre los motivos que la explican. ¿Por qué se acumulan causas y por qué muchas de ellas luego no prosperan? Los análisis sobre la trayectoria de las causas que ingresan en la justicia latinoamericana señalan dos fenómenos contradictorios. Por un lado, que el principio de legalidad procesal característico de los sistemas inquisitivos impone restricciones para la selección y desestimación temprana de los casos que se reciben y resuelven. Esta restricción incrementa la congestión y mora judicial y también limita la eficiencia y productividad del sistema entorpeciendo la concentración de los funcionarios judiciales en las causas que podrían estar en mejores condiciones de avanzar.

Por otro lado, diversos estudios muestran que muchos procesos no filtrados en las etapas iniciales son luego desestimados o se interrumpen. Las interrupciones y desestimaciones no son hechos excepcionales y tampoco necesariamente irregulares. Estas interrupciones pueden ser producto de déficits en la investigación policial y judicial, de problemas procesales o de deficiencias en las pruebas. Un estudio sobre el flujo de casos en la Ciudad de Buenos Aires mostraba que solo el 4% de los mismos pasaba la fase de instrucción, y que el 56% de los que pasaban a la etapa de instrucción terminaban sobreseídos y/o desestimados porque el juez concluía que “los hechos no constituían un delito”, o porque se determinaba que el imputado no había participado en los hechos. Por su parte, el Ministerio Público Fiscal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires informaba que entre 2009 y 2012, los casos desestimados aumentaron del 43% al 67%.

En contextos altamente politizados y/o polarizados, los dos fenómenos —la acumulación de causas, así como su posterior desestimación— dan lugar a interpretaciones suspicaces. Aun cuando los funcionarios judiciales podrían apelar al principio de oportunidad y desestimar tempranamente ciertos procesos penales, es poco probable que esto suceda en causas políticamente visibles. Al igual que el resto de los actores, los jueces no son inmunes a las presiones políticas ni a las de la opinión pública. Cuando enfrentan causas controvertidas tienen incentivos para aceptar su consideración, aun cuando sepan que probablemente muchas de ellas serán luego desestimadas. De esta forma, consiguen posponer la desestimación para un momento en el que la atención pública y mediática sobre estos asuntos haya disminuido, reduciendo su exposición y el costo político de enfrentarse al humor público vigente. Así, también evitan explicitar argumentos jurídicos y procesales que pueden estar técnica y doctrinariamente fundados, pero que suelen ser considerados “tecnicismos leguleyos” por los legos, y consiguen congraciarse con la opinión pública y los líderes políticos del momento. En consecuencia, en contextos políticamente conflictivos y ante causas políticamente controvertidas, el principio de legalidad procesal incentiva a los funcionarios judiciales a admitir causas que podrían haber sido tempranamente desestimadas en cuanto “saben” que esos mismos procedimientos les permitirán luego revisarlas si cambios en los vientos políticos así lo exigieran.

La aceptación irrestricta de causas y su posterior desestimación da lugar a interpretaciones suspicaces respecto de las motivaciones políticas y al uso partisano de los procedimientos legales e incide en las percepciones de la opinión pública y del electorado sobre los procedimientos judiciales. En contextos políticos polarizados y más allá de la consistencia de las pruebas, cada causa que ingresa o que se desestima ratifica las creencias y prejuicios de los seguidores y de los opositores de los imputados. La iniciación y acumulación de causas permite a los primeros confirmar la persecución y victimización política de su líder; y a los opositores ratificar sus creencias sobre las inconductas y delitos que el mismo habría cometido. Por otra parte, si luego alguna causa es desestimada, la decisión es interpretada por los seguidores del acusado como una confirmación de las “irregularidades” y “persecuciones” oportunamente denunciadas y por los opositores como la ratificación de la politización del aparato judicial y de la voluntad política por encubrir actos delictivos. Además, estos efectos se potencian debido a las sucesivas instancias de revisión/apelación que tienen lugar antes de la resolución definitiva de los casos.

Estas instancias garantizan el derecho a la defensa, pero también crean la oportunidad para que los funcionarios judiciales adecuen y elijan el momento más conveniente para hacer sus intervenciones. La sucesión de instancias de decisión/apelación también desconcierta y confunde al público lego que no siempre entiende qué significan y cuáles son los motivos de las decisiones anunciadas. Cuando decisiones intermedias son consideradas como definitivas, se suceden confusiones y desconciertos, especialmente cuando luego algunas de ellas son revisadas o revertidas. Casos recientes respecto de causas que involucraban a Ignacio Lula da Silva y a Cristina Kirchner ilustran esta situación. En los dos casos, y más allá de la solidez de los fundamentos jurídicos utilizados para justificar esas revisiones, los procesos anulados y/o sobreseídos no han sido aún definitivamente cerrados. Sin embargo, para el público lego estas decisiones intermedias suelen aparecer como definitivas, lo cual da lugar a reacciones intensas si luego las mismas causas son revisadas. La multiplicidad de recursos y apelaciones es una oportunidad para eludir o posponer los efectos jurídicos de las causas iniciadas. Sin embargo, la persistencia y trayectoria zigzagueante de los procedimientos produce también un efecto de inhabilitación que suele ser denunciado por aquellos que dicen ser víctimas de “lawfare”.

La multiplicidad de instancias tiene otro efecto inesperado. Al postergar la decisión definitiva y dejar la resolución del caso en suspenso, habilita a los funcionarios judiciales a continuar haciendo equilibrio entre la oportunidad de sus decisiones, las restricciones que impone el contexto político, a la vez que les proporciona tiempo extra para continuar negociando/protegiendo su permanencia burocrática. En consecuencia, la evolución zigzagueante de las causas alimenta la confusión sobre los procesos, dando verosimilitud a las denuncias de “lawfare” como práctica y refuerza su eficacia como acto de habla. La acumulación de causas y la coexistencia de algunas de factura dudosa con otras aparentemente fundamentadas permite preguntarse, ¿por qué funcionarios políticos y judiciales utilizarían procedimientos que saben que pueden ser cuestionados y/o revertidos? ¿Por impericia o por afinidad ideológica? Ninguna de esas dos hipótesis puede ser descartada. Sin embargo, dado que los funcionarios judiciales saben que estos procesos adquirirán alta visibilidad y serán minuciosamente examinados, cabe considerar si estas aparentes desprolijidades son “errores” intencionales.

Las debilidades procesales de estas causas no necesariamente inquietan a los actores políticos. Éstos saben que, aun cuando muchos procesos sean cuestionados y sus resultados revertidos, en el corto plazo la estrategia les permite obtener resultados eficaces, inhabilitando, paralizando o distrayendo a sus oponentes. Aun cuando haya actores políticos y judiciales con un genuino interés por “hacer justicia”, el desarrollo de procesos dudosos permite neutralizar temporalmente adversarios políticos y/o erosionar sus apoyos. Hasta tanto esas reversiones ocurren, la estrategia les sirve para fortalecerse circunstancialmente y quizás alguno de sus oponentes nunca consiga recuperarse de los daños infligidos.

¿Qué sucede cuando se analiza esta cuestión desde la perspectiva de los funcionarios judiciales? ¿Por qué un funcionario judicial que está decidiendo en causas de alta visibilidad que sabe serán especialmente escrutadas utilizaría procedimientos opinables o potencialmente reversibles? Las explicaciones estratégicas del comportamiento de los jueces sostienen que los jueces deciden teniendo en cuenta las amenazas que pueden poner en riesgo su continuidad o la implementación de sus decisiones. Se supone que cuando los jueces consideran que el poder político tiene recursos institucionales para desplazarlos, sus decisiones tienden a ser más complacientes y viceversa. Puede conjeturarse, entonces, que la convivencia de múltiples causas, algunas sólidas y otras dudosas, permite a los funcionarios judiciales acomodar y ajustar sus decisiones y el avance de las mismas a sus presunciones respecto de las amenazas institucionales que enfrentan.

La multiplicidad y coexistencia de causas les permite hacer avanzar algunas de ellas si eso es necesario porque saben que “fallas” procedimentales les permitirán revertir dicho avance si eso se requiriera. Los funcionarios judiciales saben que los procesos suelen insumir un tiempo considerable y que decisiones opinables tomadas en t1 pueden ser revisadas en t2 si las condiciones políticas lo exigiesen. Por lo tanto, mientras la factura dudosa de algunas causas permite a los funcionarios judiciales revertir la marcha de ciertos procesos cuando los balances políticos se modifican, la multiplicidad de causas les permite balancear la orientación de las decisiones y congraciarse con los distintos públicos que observan su comportamiento. En consecuencia, las “fallas” que presentan estos procesos no deben ser vistas solo como producto de la impericia o de las preferencias ideológicas de los funcionarios judiciales, sino también como oportunidades o válvulas de escape que los habilitan a navegar y ejercer la función judicial en contextos marcados por fuertes presiones políticas y de la opinión pública.

Los flancos débiles de estos procesos se transforman en instrumentos y oportunidades que permiten a los funcionarios judiciales adaptarse a las circunstancias en las que tienen que decidir. Es la factura aparentemente deficitaria de los procedimientos la que habilita la reversión de los mismos y les permite navegar entre circunstancias cambiantes. Desde esta perspectiva, los funcionarios judiciales no son solo víctimas de presiones políticas ante las que deben acomodarse y protegerse sino también actores que, en contextos volátiles, adaptan, utilizan y crean instrumentos para transitarlos. Es más, es probable que en este tipo de contextos los funcionarios judiciales tengan más incentivos para utilizar este tipo de instrumentos opinables, cuyos efectos puedan ser revertidos. Necesitan protegerse de avatares futuros inciertos y necesitan herramientas que les permitan adaptarse y posponer decisiones definitivas. Independientemente de las críticas morales que puede despertar este uso de los procedimientos, la hipótesis avanzada permite entender por qué en ocasiones los actores judiciales utilizan procedimientos dudosos y por qué aceptan iniciar en forma simultánea múltiples causas contra un mismo imputado.

Los casos de “lawfare” también se diferencian de los casos en los que se denuncia persecución judicial por el uso del término como recurso retórico defensivo. En este formato la denuncia de “lawfare” se convierte en un “acto de habla” (speech act), cuya enunciación cuestiona y cubre con un manto de sospecha la legitimidad de los intentos de controlar la legalidad de actos gubernamentales. A diferencia de lo que sucede con el “lawfare” cuando es denunciado como una práctica, la efectividad del “lawfare” como acto de habla es inmediata. La aceptación del término en el contexto latinoamericano facilitó su inclusión en el lenguaje cotidiano y su estiramiento conceptual. En este nuevo registro, el término se utiliza para caracterizar al inicio de procedimientos judiciales contra exfuncionarios electivos independientemente de la existencia de irregularidades procesales.

Si bien el “lawfare” —como práctica y como acto del habla— tiene funciones diversas, los dos formatos se complementan. Cuando el “lawfare” es denunciado como una práctica, sus denunciantes subrayan la intención ofensiva de sus adversarios políticos, que la utilizarían para neutralizarlos políticamente. Cuando el “lawfare” opera como un acto de habla es un recurso retórico defensivo que permite a aquellos que denuncian su existencia cuestionar la legitimidad de la revisión de sus actos. Los dos formatos se complementan. Los procedimientos dudosos que, en ocasiones, presenta la práctica del “lawfare” vuelven verosímiles las denuncias retóricas que afirman su existencia, aun en casos donde no hay constancia de irregularidades. Como acto de habla, el “lawfare” opera en forma análoga a aquellas situaciones en las que en un evento deportivo un jugador denuncia ser víctima de una falta y presiona por la detención del juego. Haya existido o no la falta, el juego se interrumpe porque los involucrados saben que es plausible que la misma pudo haber ocurrido. Cuando al grito de “foul” un jugador logra detener el juego consigue no solo su cometido inmediato, sino también desviar y enrarecer el juego creando sospechas sobre el comportamiento de sus rivales. A partir de ese momento, el partido es otro”.

SOBRE LO RECICLADO (O “REFRAMED”)

“En Latinoamérica el término “lawfare” empezó a circular en 2016 a pesar de que la mayoría de los rasgos que lo caracterizarían ya estaban presentes en los casos en que se denunciaba persecución judicial. Estas circunstancias sugieren que el uso latinoamericano del término es en realidad un caso de “reframing” (reencuadramiento) antes que un fenómeno novedoso. El análisis de los casos de persecución por delitos de corrupción ocurridas en América Latina entre 2000 y 2020 muestra que las irregularidades procesales denunciadas no son novedosas y que la afiliación ideológica de los perseguidos e inhabilitados es diversa. Esto no minimiza la gravedad de las irregularidades, pero indica que las denuncias sobre la existencia de “lawfare” parecieran enmarcarse en lo que la literatura caracteriza como procesos de reencuadramiento (“reframing”) de conflictos políticos y sociales.

Nombrar viejas situaciones con otro término permite comprender un fenómeno preexistente con nuevos parámetros interpretativos. Cómo llamamos a las cosas, cómo las denominamos son pasos fundamentales en la historia de un conflicto. El proceso de reencuadramiento cuyo primer síntoma aparece como una lucha por imponer la etiqueta es una disputa por establecer la agenda de temas que deben ser discutidos y la interpretación con la cual los mismos deben ser analizados. Estos marcos interpretativos brindan instrumentos para organizar y entender la experiencia, identifican los agravios que deben ser reparados y los responsables/culpables antes los cuales reclamar. El reencuadramiento del fenómeno de persecución judicial como “lawfare” convierte al control de la conducta de los funcionarios públicos en actos partisanos, creando, a la vez, víctimas que necesitan ser reparadas y ejecutores que deben ser denunciados y castigados.

Nombrar e imponer la etiqueta con la cual identificar un fenómeno tiene otra consecuencia: constituye al problema como algo distinto, único y no asimilable a situaciones precedentes. Es justamente esta supuesta condición inédita la que justifica la aparición de una denominación novedosa. Los casos considerados en este artículo muestran cómo la consolidación de la nueva etiqueta permitió reconvertir una práctica tradicional y con antecedentes en la región en un fenómeno sin precedentes y merecedor de una atención particular. Sabemos que la operación de reencuadramiento fue exitosa porque los imputados individuales se transformaron en miembros del colectivo de víctimas damnificadas por la aparición de un fenómeno supuestamente nuevo. El estiramiento conceptual facilitó la eficacia del reencuadramiento ampliando la coalición de los identificados como damnificados y las conductas comprendidas en la etiqueta.

En el caso particular de la conversión de la persecución judicial en “lawfare”, esto implicó la inclusión de casos caracterizados por la presencia de irregularidades procesales, de otros que, aun cuando no presentaban irregularidades, perseguían a líderes políticos de izquierda y de otros en los que se perseguía con procedimientos legítimos a funcionarios políticos que ocuparon cargos políticos relevantes. Todas estas transformaciones permiten afirmar que lo que en el contexto latinoamericano se ha dado en llamar “lawfare” es producto de un eficaz proceso de “reframing”.

Catalina Smulovitz (Universidad Torcuato Di Tella-Consejo Nacional de investigaciones Científicas y Técnicas-Argentina): “Del “descubrimiento de la ley” al “lawfare” o cómo las uvas se volvieron amargas” (Revista SAAP-2022).

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