Por Hernán Andrés Kruse.-

El 8 de mayo se cumplió el centésimo cuadragésimo primer aniversario del nacimiento de uno de los presidentes más controvertidos de la historia de los Estados Unidos: Harry Truman. El 12 de abril de 1945 fue un día crucial para don Harry. Mientras posaba para un retrato en Warm Spring, Georgia, falleció de una hemorragia cerebral masiva el entonces presidente Franklin Roosevelt. Truman, quien en ese momento tomaba un trago con Sam Rayburn, presidente de la Cámara de Representantes, fue avisado de que debía ir urgente a la Casa Blanca. Cuando llegó le dieron la noticia: a partir de ese momento pasaba a ser el presidente del país más poderoso de la tierra.

Harry Truman ejerció el poder durante ocho años. De todas las decisiones que se vio obligado a tomar, la más grave, la que lo hizo quedar para siempre en la historia universal, fue la de arrojar dos bombas atómicas sobre Japón, en ese entonces enemigo de Estados Unidos. El 6 de agosto de 1945 el B-29 “Enola Gay” lanzó una bomba que devastó Hiroshima, ocasionando la muerte de más de ciento cuarenta mil personas. El 9, el B-29 “Bockscar” arrojó otra bomba sobre Nagasaki, ocasionando la muerte de ochenta mil personas. El 14, el Japón se rindió y firmó su capitulación a comienzo de septiembre. Luego de dejar la presidencia, Truman escribió: “Sabía lo que hacía cuando detuve la guerra. No me arrepiento y, bajo las mismas circunstancias, lo volvería a hacer” (fuente: Alberto Amato, Infobae, 8/5/025).

Es cierto que la devastación de Hiroshima y Nagasaki fue la causa fundamental del fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero también lo es que Truman dio la orden de aniquilamiento de miles de ciudadanos japoneses, muchos de ellos niños y ancianos, indefensos, que nada tenían que ver con la guerra. Fue una decisión lesiva de la dignidad humana, infame, ruin, tomada por un ser siniestro, impiadoso. Que jamás se arrepintiera pone en evidencia su ausencia de escrúpulos, su falta de empatía por los seres humanos, su escalofriante psicopatía.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Carlos Sola Ayape (Tecnológico de Monterrey, México) y María Fernanda Sotelo Fuentes (Tecnológico de Monterrey, México) titulado “La bomba atómica después de Hiroshima y Nagasaki. El difícil camino hacia el control de la energía nuclear” (2020). Analizan el feroz impacto que provocó el ataque atómico ordenado por Truman en la diplomacia mundial, especialmente en la diplomacia de la república imperial.

EL CONTROL DE LA BOMBA ATÓMICA: EL GRAN RETO DESPUÉS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

“El lanzamiento de las dos bombas atómicas trajo consigo implicaciones duraderas, comenzando por el gran impacto en la diplomacia mundial, especialmente, en la norteamericana. Después de Hiroshima y Nagasaki, la agenda global quedó marcada por la necesidad de establecer un control sobre la energía atómica, habida cuenta de que los Estados carecían de protocolos jurídicos para regular unos inventos científicos que, como pudo comprobarse, avanzaban a pasos acelerados y no precisamente en beneficio de la humanidad. No había duda de que la diplomacia se enfrentaba a un nuevo y determinante desafío, particularmente, porque una sombra de incertidumbre se apoderó sobre el horizonte de aquella posguerra ante la posibilidad de que el secreto atómico pudiera caer en manos equivocadas.

Como veremos a continuación, no fue tarea fácil alcanzar un acuerdo sobre quién debía tener el control sobre el secreto atómico, una situación que vino a agravar el clima de tensión durante la Guerra Fría. Del debate originado se desprendieron un buen número de reflexiones éticas, muchas de las cuales siguen presentes a la fecha. Como se ha visto más arriba, el final de la Segunda Guerra Mundial coincidió con el descubrimiento y utilización de la fuerza atómica como un arma de capacidad destructiva nunca antes imaginada. Desde entonces y hasta la fecha, no hay duda de que esta energía basada en la fisión controlada del átomo ha sido un poderoso elemento de perturbación de la conciencia y ha condicionado sobremanera el devenir de las relaciones internacionales. La nueva arma provocó las más diversas y encontradas especulaciones, destacando una de ellas por encima del resto: los poseedores del secreto atómico habían encontrado la solución final —única, indiscutible e irrebatible— a todos los conflictos sociales, a todas las disputas entre las naciones y a todas las diferencias ideológicas y políticas.

Aquel país, o países, en posesión del secreto atómico tendrían la capacidad de erigirse como árbitros supremos del destino humano. A partir de agosto de 1945, la energía nuclear era símbolo de hegemonía mundial. “Con sólo arrojar dos o tres minúsculas cargas —escribió Ortiz Echague en las páginas de Excélsior— sobraría para someter a los reacios, convencer a los incrédulos y amansar a los más rebeldes”. Y esto se traducía en una curiosa paradoja, según la cual las mismas personas que habían lanzado la bomba, eran las que más temían por su seguridad si es que alguien más encontraba el secreto. El diario Evening Star sacaba a la luz el 30 de junio de 1946 un estudio realizado para el presidente Truman, en el que se estipulaba que los edificios estadounidenses no aguantarían una bomba como las lanzadas en Hiroshima y Nagasaki. Este reporte dejaba bien claro que los Estados Unidos estaban preocupados de que alguien más lograra recrear su arma de destrucción masiva, teniendo al conglomerado académico trabajando en este tipo de investigaciones y reportes para contabilizar el monto de los daños en el caso de una pérdida del control atómico.

En uno de sus editoriales, El Popular avanzaba la siguiente idea: “La Historia Universal, de esa manera, se simplificaba súbitamente: ya no habría lucha de clases, ni política internacional, ni diplomacia, ni mucho menos necesidad de organizar la cooperación y el equilibrio mundiales: la bomba atómica lo resolvía todo de un solo golpe”. Dadas las circunstancias, el control de la energía nuclear se convirtió en un tema prioritario, de entrada, para disuadir la incertidumbre, aminorar el miedo y, sobre todo, para no deteriorar las relaciones internacionales más de lo que ya estaban. Así, las conversaciones alrededor del control sobre la bomba atómica fue uno de los temas más tratados por la diplomacia de posguerra, habida cuenta de que el nuevo artefacto había cambiado de manera radical el viejo concepto del “interés nacional”, agregándose un nuevo y determinante factor: la extinción humana como una posibilidad innegable.

La división de opiniones se hizo patente cuando se planteó la pregunta sobre quién debía ser el depositario del conocimiento de todo aquello que giraba en torno a la energía nuclear. De una parte, estaban aquellos partidarios de un control exclusivamente estadounidense y, de la otra, quienes apoyaban la tesis de que fuera la Organización de las Naciones Unidas, de reciente creación, la que se hiciera responsable del control atómico a través del Consejo de Seguridad. Como vimos en el apartado anterior, la fabricación de la bomba atómica se hizo con el mayor secretismo y, por consiguiente, sin ningún tipo de intervención diplomática. Durante las primeras fases del Proyecto Manhattan, la bomba se concebía como un instrumento más de destrucción puesto al servicio de la guerra, aunque, como ardid diplomático y de poder por parte de los Estados Unidos, tenía que usarse también para mostrar y demostrar su existencia al Kremlin. Años después, el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower llegaría a decir que fue la bomba atómica, más que cualquier otra cosa, lo que impulsó a la diplomacia a trabajar adecuadamente.

Día con día, el miedo y la incertidumbre se veían reflejados en los periódicos de la época. Desde las páginas de Novedades, Óscar Méndez Cervantes escribía lo siguiente: “La amarga verdad es que sobre el mundo presente se encuentra suspendida la mortal amenaza. No es posible evadir esta tremenda realidad. Físicos destacados lo reiteran en diversos tonos. Dentro de pocos años —dice alguno—, si ello no se remedia previamente, bastará que desde Rusia se oprima un botón para que ciudades enteras de este continente vuelen en pedazos. Todas las naciones —afirma otro— estarán saturadas de bombas atómicas para el año de 1955, si no se logra la unidad internacional”, para avanzar la siguiente valoración final: “El conocimiento del poder atómico ha hecho imperativo para el hombre encontrar un medio de evitar la guerra o traer la muerte y el desastre a grandes extensiones de la tierra”.

Pero no sólo en los periódicos, sino también en algunos manuscritos jurídicos aprobados, se hizo sentir esta problemática planteada. Tal fue el caso del Acta McMahon, que autorizaba al gobierno para dar licencia a la creación de reactores nucleares con una finalidad civil. Así, se partía del principio de que el gobierno estadounidense sería el guía para la creación de una tecnología de reactores que se consolidara económicamente y propiciara una industria en el sector capaz de sostenerse por sí misma. Sin embargo, y a pesar de esta intención, el programa de energía atómica para usos pacíficos continuaría cargando con la pesada memoria de Hiroshima y Nagasaki. La necesidad de establecer un control sobre la energía nuclear se hizo también patente al abordar su aprovechamiento para usos estrictamente pacíficos. La comunidad científica llegó a especular con la posibilidad del manejo de explosivos nucleares para alterar el curso de las corrientes marítimas, disipar el peligro de los huracanes e incluso de las erupciones volcánicas.

Sin embargo, la responsabilidad última recaía sobre una clase política que, desde un principio, se percató de las enormes dificultades que enfrentaba a la hora de proscribir el empleo de la energía atómica para fines bélicos. Por lo tanto, los esfuerzos se encaminaron a la creación de una comisión de vigilancia, a la reglamentación para un uso pacífico y a la implantación de salvaguardas para proteger a los países pacíficos en contra de posibles agresiones de potencias expansionistas. El control de la energía atómica era visto por muchos como una tarea única y exclusiva de las Naciones Unidas, a través del Consejo de Seguridad, bajo el argumento de que un descubrimiento como la bomba atómica no podía ser monopolizado por un único país, sino que debía ser un patrimonio de todos.

Sin embargo, el presidente Truman dio a entender que la fabricación de la bomba atómica debía permanecer en secreto por tratarse de un arma con un enorme potencial destructivo, en un contexto en el cual las tensiones y la incertidumbre por saber qué ocurriría con el secreto estaban en su máximo esplendor. Y aún en el caso de compartir con países aliados para un uso pacífico de la energía nuclear, “esas discusiones no serán concentradas con informaciones que den a conocer el proceso de manufactura de la bomba atómica”. Dicho de otro modo, el secreto nuclear habría de quedar como monopolio exclusivo de Estados Unidos, esto es, en manos del país creador de la bomba atómica. Sin embargo, aquello era una cuestión de tiempo. Se supo, por ejemplo, que Japón había realizado investigaciones sobre la bomba atómica durante la segunda gran guerra, aunque los experimentos fracasaron a causa de que los físicos japoneses llegaron a conclusiones erróneas y las súper fortalezas B-29 destruyeron el laboratorio de Tokio donde se llevaban al cabo las investigaciones. A su vez, en los círculos cercanos al presidente Truman se especulaba con que la Unión Soviética podía producir su propia bomba atómica en un lapso de cinco a diez años.

El 3 de octubre de 1945, Truman pronunció un importante discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, donde manifestó que el problema del control de la energía nuclear era tan urgente que no podía esperarse a que Naciones Unidas optara por una solución definitiva. “La esperanza de la civilización —declaró el presidente estadounidense— radica en la decisión de renunciar al empleo y desarrollo de la bomba atómica y en el de dedicar la energía únicamente a fines humanitarios. De otra forma, la única alternativa que puede haber será la de emprender una desesperada carrera por armarse que tal vez termine en un desastre”. A su vez, y en otro momento de su discurso, Truman advirtió que la liberación de la energía atómica constituía “un acontecimiento demasiado revolucionario como para ser considerado dentro del marco de las viejas ideas”, por lo que “la civilización [exigía] que alcancemos en el menor tiempo posible un ordenamiento satisfactorio para el control de la energía atómica de modo que llegue a ser una influencia poderosa y eficaz en el mantenimiento de la paz mundial en lugar de un instrumento de destrucción”. Finalmente, dejó el siguiente mensaje premonitorio: “La esperanza de la civilización se basa en la posibilidad de concluir acuerdos internacionales que lleguen, en lo posible, a la renunciación del uso y desarrollo de la bomba atómica”.

Con este nivel de apremio, en noviembre de 1945 se llegó finalmente a un acuerdo general en torno a los pasos que debían darse para que un grupo internacional tuviese bajo su responsabilidad la vigilancia de la fabricación de la bomba atómica. Reunidos en cónclave, los jefes de gobierno estadounidenses, británico y canadiense acordaron un plan común para someter a control el empleo de la energía atómica, es decir, aquélla desencadenada por la desintegración del átomo. Y esto, bajo el entendido de que la energía nuclear podía y debía aprovecharse para “fines pacíficos industriales y benéficos para el género humano”. El acuerdo mereció su aceptación por parte de la comunidad internacional. De hecho, el primer ministro de Canadá, Mackenzie King, llegó a manifestar que, para preservar a la civilización de una destrucción atómica, era “necesario renunciar hasta cierto grado a la soberanía nacional, con el fin de establecer alguna forma de gobierno mundial”.

La cesión de soberanía nacional en beneficio de un gobierno mundial, capaz de supervisar la producción nuclear, no era un tema menor. El propio primer ministro canadiense declaró que la única solución para prevenir al mundo de la amenaza nuclear era que los Estados abandonaran sus tradicionales ideas sobre la soberanía. Así, cualquier plan conducente a controlar, reglamentar, inspeccionar o ilegalizar la energía atómica habría de exigir una modificación en la idea de que cada Estado nacional era la autoridad suprema dentro de su territorio. Si la solución pasaba por aquí, el problema de fondo era cómo encontrar la fórmula de cesión de esa parte de soberanía para la producción de la energía atómica. Dos opciones se pusieron sobre la mesa: la primera, la que obligaba a los Estados a renunciar a su derecho de veto —reconocido en la Carta de San Francisco de junio de 1945—, sometiéndose en un momento dado a las decisiones y juicios de una mayoría de Estados nacionales; la segunda, la que abogaba por gestar un marco regulatorio que obligara directamente a los individuos, lo que significaba su enjuiciamiento en cualquier lugar y bajo los principios del Derecho Internacional sin que su propio Estado pudiera garantizarle ningún tipo de inmunidad.

Así, y en palabras del periodista y comentarista político estadounidense Walter Lippmann, si bien esta última propuesta no daba pie a la creación de un gobierno mundial, sí al menos “nos brindaría los fundamentos […] de una verdadera comunidad mundial de individuos que estuviera por encima de las alianzas y ligas de Estados soberanos”. Como era previsible, el problema planteado en torno al control atómico se vivió de manera diferente en aquellos países interesados en conseguir el secreto y en poder manejar la energía nuclear conforme a sus intereses geoestratégicos. Por ejemplo, la Unión Soviética de Stalin mostró su cautela en un principio hasta el grado de restarle importancia. Sin embargo, y una vez transcurrido poco más de un mes desde Hiroshima y Nagasaki, los rusos se posicionaron en la revista moscovita Tiempos Nuevos, dando a entender que la bomba atómica no debía ser monopolizada “por una potencia o grupo familiar de potencias”, porque eso significaría la obtención del dominio hegemónico mundial. Así, abogaron por entregar el invento a un consorcio internacional que lo custodiara como un instrumento imperativo de orden y como el medio más efectivo de entendimiento mutuo entre las naciones amantes de la paz. Tomando esto en cuenta, más adelante se acordó que se discutiría la cuestión atómica tomando en cuenta la sugerencia soviética”.

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