La inserción de la Argentina en el nuevo sistema mundial (III)
Por Jorge Raventos.-
Mientras las encuestas aseguraban que habría una paridad cerrada en las elecciones de Estados Unidos y la prensa se preparaba para una larga espera hasta que se confirmara un ganador, el triunfo arrollador de Donald Trump, anunciado apenas horas después de que empezara el escrutinio, descalabró esas conjeturas y expresiones de deseo y, obviamente, tuvo repercusiones en todo el mundo.
Aunque la presencia de China como gran potencia hace que el planeta no responda en estos momentos a una situación unipolar (como ocurrió en los años 90 del siglo pasado, tras la disolución de la Unión Soviética), Estados Unidos sigue siendo la principal potencia del planeta, por su influencia, su capacidad militar y su superioridad en el desarrollo de alta tecnología.
Al determinar la suerte del poder político en el centro del sistema global, la elección norteamericana anticipa un saldo de ganadores y perdedores porque determina una nueva etapa en las relaciones internacionales.
Un poder sin precedentes
Bajo el liderazgo de Trump el Partido Republicano no sólo obtuvo la mayoría de electores indispensable para definir la presidencia, sino que ha conseguido el control de ambas cámaras del Congreso. El tercer poder, el judicial, ya contaba con una mayoría conservadora en la Corte Suprema, consolidada en el gobierno anterior del triunfador del martes 5 de noviembre. En el discurso en que celebró su victoria, Trump señaló que volvía a la presidencia con un “mandato poderoso y sin precedentes”.
Puede, pues, imaginarse un gobierno estadounidense muy fuerte, potenciado por la naturaleza desbordante del presidente electo: una diferencia muy marcada con el período que concluye, en el que el gobierno demócrata transitó una etapa de creciente debilidad, impropia de una potencia planetaria, que terminó reflejándose en la inevitable (y tardía) renuncia de Joe Biden a la reelección.
Si con Kamala Harris el Partido Demócrata perdió en estos comicios alrededor de 13 millones de votos, es probable que las cosas le hubieran ido aún peor si Biden persistía en la candidatura que había legitimado en un proceso interno.
El último jueves Biden pronunció un breve discurso en el que intentó quedarse con el premio consuelo de ser el perdedor honorable: no sólo admitió la derrota, dijo que era un deber hacerlo, sutil pase de factura a la actitud de Trump frente a su propia caída de cuatro años atrás, que aún no ha terminado de admitir. Si con eso Biden lanzaba una recriminación sobre el pasado, también planteó algo que tiene vigencia actual y se proyecta sobre el futuro inmediato: prometió una transición pacífica (de hecho, el mismo jueves se reunieron equipos del gobierno y de Trump para concertar políticas y criterios que deberá aplicar el actual oficialismo para converger con los que impulsará Trump desde que se mude a la Casa Blanca) y planteó la necesidad de unir lo que está dividido y gobernar para todos. Pero lo que Biden promete ha dejado de ser significativo. Las cosas no dependen de él, aunque residualmente ejerza la presidencia hasta enero.
Probablemente habrá protestas contra Trump cuando los demócratas y los “liberals” más radicalizados se recuperen del shock del último martes, pero la mayoría de los observadores coinciden en que el riesgo de violencia y disturbios habría sido más inmediato y ruidoso si Trump hubiera perdido.
En rigor, la primera reacción de la izquierda demócrata no fue atacar a Trump, sino volverse sobre su propio partido, considerando, como dijo Bernie Sanders, que “No debería sorprendernos demasiado que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora lo ha abandonado a él». Una admisión indirecta de que Trump consiguió ampliar el electorado republicano en los sectores urbanos de trabajadores blancos, latinos y afroamericanos”.
Más fácil de invocar que de poner en práctica, el postulado de unir lo que está dividido tiende a tranquilizar a buena parte del electorado americano (y del lectorado mundial) que venía observando con inquietud el clima de guerra civil que imperaba (o impera) en la política de Estados Unidos, desde hace varios años, particularmente desde los últimos del anterior gobierno de Trump y desde su derrota electoral en 2020.
Después de la conversación telefónica que mantuvieron Trump y Kamala Harris, en la que ésta felicitó al ganador, Steve Cheung, el portavoz de Trump, reportó a la prensa que “ambos líderes coincidieron en la importancia de unificar el país”.
La sociedad votó masivamente y ejercitó la democracia dándole a Trump un poder de gran extensión. Ese puede ser el punto de partido de una nueva unidad aunque en principio aparece como la ruptura de un sistema de equilibrio (bipartidario y de poderes) que incentivaba la búsqueda de negociación y acuerdos.
Para agravar los temores, durante la campaña Trump prometió utilizar toda su fuerza para vengarse de sus enemigos y encarcelarlos. Todavía no hay ninguna razón para creer que estaba exagerando. Los blancos inmediatos que se mencionan son el fiscal especial Jack Smith, que elevó los cargos contra él por sustracción de documentos reservados de la Casa Blanca, y algunos líderes republicanos que lo resistieron, como Liz Chenney, republicana, hija de quien fuera vicepresidente de George Bush.
De todos modos, estos terminan siendo detalles ante otros interrogantes que despierta la próxima presidencia de Trump.
La cúpula de la Unión Europea está decepcionada por el resultado electoral que vuelve a encumbrar a un aliado “euroescéptico” de semejante poder precisamente cuando la nación más fuerte de la Unión, Alemania, afronta una crisis política y se debate con un prolongado parate de su economía, agravado por la crisis energética que es un subproducto de la guerra entre Rusia y Ucrania.
En ese contexto, Trump planea presionar a Ucrania para que ponga fin rápidamente a la guerra y amenaza con retirar la ayuda estadounidense si Ucrania no acepta concesiones territoriales; el líder republicano ha expuesto su deseo de un rápido fin del enfrentamiento armado. Podrá conversar (y hasta presionar) a Vladimir Putin pero el más vulnerable es Volodymyr Zelensky, el presidente ucraniano. Trump cree que Ucrania debería aceptar ceder parte de su territorio a cambio de la paz. Zelensky decidió poner al mal tiempo buena cara: “Esperamos una era de unos Estados Unidos de América fuertes bajo el liderazgo decisivo del presidente Trump”, declaró, y consideró que la postura del presidente electo de “paz a través de la fuerza” podría ayudar a Kiev a lograr una “paz justa”.
Si el gobierno ucraniano no estuviera de acuerdo con la política que formula Trump, éste podría cerrar el grifo de las armas y si Estados Unidos retira su ayuda para que Ucrania pueda defenderse Europa debería llenar el hueco, lo que implicaría para el viejo continente poner su propia economía en pie de guerra, un esfuerzo improbable.
Trump solía expresar su enojo porque muchos países europeos pagan muy poco por la defensa común y ha amenazado con abandonar la OTAN. Para eso necesita aprobación del Congreso, trámite que la elección le ha facilitado. Sin embargo, no es seguro que lo haga ahora que la mayoría de los países de la OTAN aumentaron considerablemente sus presupuestos de defensa; pero Europa es consciente de que el presidente electo de Estados Unidos no olvida sus viejas amenazas.
La política económica que Trump sostiene es fuertemente proteccionista y promete imponer aranceles a todo y a todos. Ha dicho que establecerá un arancel especial de 10% para todos los bienes importados y una tarifa de 60% para las importaciones de los vehículos eléctricos o híbridos de fabricación china que ingresen al mercado norteamericano.
Probablemente del lado chino haya medidas de respuesta. Las hubo en 2019 cuando Trump decidió medidas comerciales que perjudicaban a la República Popular. Según el Departamento de Agricultura norteamericano, las exportaciones agrícolas de Estados Unidos perdieron 27.000 millones de dólares entre mediados y fines de 2019. De ese total, 95% de la caída se debió a China.
En ese sentido, las medidas que Trump promete pueden beneficiar las exportaciones agrícolas de Argentina y Brasil, que podrían llenar el vacío que dejen las de Estados Unidos.
Las desregulaciones que el futuro presidente promete en el sector petrolero indican sin dudas que seguirá atado a los combustibles fósiles. Trump quiere reducir los costos energéticos de las industrias estadounidenses y el costo del combustible a los automovilistas de su país. Con la consigna “Drill, baby, drill” (¡A perforar, muchachos!) Trump revertirá muchas de las apuestas de Biden sobre economía verde que entusiasmaban a los europeos y hará más difícil alcanzar los objetivos de los programas multilaterales de combate al cambio climático.
Si Rusia puede esperar una ayuda indirecta en relación con la guerra en Ucrania (significaría terminar ventajosamente un conflicto que le demanda costos económicos y políticos), la perplejidad de los analistas se incrementa cuando conjeturan el posible vínculo entre Washington y Beijing, donde varios de ellos se empeñan en ver una nueva versión de la guerra fría.
En la lógica de Trump para Estados Unidos es importante –política y económicamente- no comprometerse en conflictos bélicos y dedicar los mayores esfuerzos al crecimiento, la creación de empleo y el sostenimiento estratégico del orden mundial y la seguridad nacional. Realista, Trump no ve en el gobierno chino un enemigo a aniquilar, sino un competidor al que hay que seguir superando y con el que es indispensable negociar para cogerenciar el orden planetario.
Los grados de vinculación entre sus economías, sus desarrollos tecnológicos y sus finanzas (inversión externa de Estados Unidos en China, tenencia china de bonos del Tesoro de Estados Unidos, que se calcula en 800 mil millones de dólares, cotización de empresas chinas en la Bolsa de New York) incentivan la búsqueda de cooperación en el marco de la competencia estratégica. Para Beijing el triunfo de Trump implica seguramente el encuentro de un oponente confiable, capaz de controlar con firmeza su propio campo.
En relación con los comicios norteamericanos, la vocera de la cancillería china, Mao Ning, comentó escuetamente que “la elección presidencial de Estados Unidos es un asunto interno de Estados Unidos”. Significativamente dijo también que “Seguiremos abordando y manejando las relaciones entre China y Estados Unidos sobre la base de los principios de respeto mutuo, coexistencia pacífica y cooperación de beneficio mutuo”.
Conviene no olvidar que Trump ya llegó a un acuerdo con el presidente Xi Jinping: fue cinco años atrás, en octubre de 2019; entonces China se comprometía a eliminar en tres años el superávit comercial con EE.UU. pese a que, en ese lapso, se mantenían las sanciones comerciales que EE.UU. le había impuesto. Seguramente en la actualidad, cuando China creció mientras Estados Unidos se debilitaba internacionalmente, el saldo de la negociación no será tan desigual, pero la presidencia de Trump promete más vigor que la del gobierno demócrata y la misma tendencia a enmarcar la dura competencia en una lógica de cooperación.
En la Argentina el triunfo del líder republicano fue interpretado como una victoria de Javier Milei.
Éste, aunque en las primeras jornadas no pudo comunicarse telefónicamente de inmediato con el presidente electo, lo que consiguió el martes siguiente, sí lo hizo con un importante socio: el magnate tecnológico Elon Musk, que realizó un significativo aporte financiero y militante a la campaña de Trump y seguramente tendrá influencia sobre su próximo gobierno. Milei viaja a Estados Unidos para verse personalmente con su inminente colega norteamericano en el contexto de una reunión internacional de fuerzas conservadoras a la que ha sido invitado y en la que Trump ha prometido estar presente.
Si bien se mira, las coincidencias entre Milei y Trump no son ilimitadas. Mientras el argentino ha convertido la lucha contra el déficit fiscal en prioritaria, Trump siempre ha gobernado con déficit y esta vez no dejará de hacerlo, aunque programa un fuerte recorte de grasa burocrática con medidas de desregulación que, al parecer, dejará en manos de Musk,
La inflación fue un argumento importante en la victoria del republicano (si se quiere, en la derrota de los demócratas) pero del programa proteccionista de Trump (fuertes aranceles a la importación que encarecerán productos, déficit) se deduce que para él, a diferencia del presidente argentino, la inflación es menos importante que la defensa de la producción y el empleo de Estados Unidos.
El pragmatismo en los vínculos internacionales que exhibe Trump (relaciones y negociaciones normales con adversarios como Putin, Xi Jinping y hasta el norcoreano Kim Jung-Un) quizás empieza paulatinamente a ser emulado por Milei, quien sorpresivamente, un mes atrás, definió a China como “un socio comercial muy interesante”, porque “no pide nada”.
Hay claras coincidencias en la suspicacia de ambos ante las corrientes ambientalistas dominantes y los programas transnacionales de combate al cambio climático. También en su escaso afecto por lo que en Estados Unidos llaman “pensamiento woke”, una línea de pensamiento progresista teñida con los colores del arco iris.
Probablemente lo que más ha impulsado el paralelo entre el republicano y el libertario es el estilo disruptivo, a menudo agresivo, de ambos y el uso que los dos hacen de un lenguaje basto, que Milei frecuenta tanto en las redes como en los medios y “en vivo”. Son rasgos que suelen acompañar a los liderazgos.
En ese sentido, habría que destacar el dato común del hiperpresidencialismo, que Trump tuvo en su primer mandato que circunscribir por las restricciones clásicas de la democracia bipartidaria norteamericana, límites que ahora se diluirán con el manejo de ambas cámaras del Congreso. El hiperpresidencialismo de Milei, a su vez obstaculizado por su escasa fuerza territorial y parlamentaria, ha sido estimulado por otros factores: su persistente apalancamiento en la opinión pública, las vacilaciones de gobernadores y opositores legislativos y, más ampliamente, la ausencia de una fuerza alternativa de rasgos superadores, no restauradores.
En fin, Milei tiene razones para su euforia trumpista: la elección norteamericana y la noción, exacta o exagerada, de que Washington desde enero se convertirá en un apoyo firme de la Casa Rosada, se tradujo inmediatamente en una saludable reacción de los mercados: el riesgo país bajó más allá de la línea de los 900 puntos. La plausible idea de que Trump dará una mano con el Fondo Monetario Internacional contribuyó a “alinear los planetas”. Por encima de eso, si se quiere, la intuición de que se abre una era de enorme dinamismo en la historia mundial que coincide con la reconfiguración política y la apertura de nuevas posibilidades para Argentina.
A principios de la década del 90 del siglo pasado el final de la guerra fría con la derrota soviética, la disolución de la URSS y el avance de la globalización, abrió una etapa de reconfiguración mundial a la que Argentina, con la conducción de Carlos Menem, se asoció con audacia. Ahora estamos ante otro de esos desafíos, que son oportunidades.