Por Hernán Andrés Kruse.-

El miércoles 12 de marzo fue, reitero, un día aciago para nuestra democracia. Varios jubilados que protestaban (como lo vienen haciendo cada miércoles) y un buen número de hinchas (entre ellos algunos barras) fueron salvajemente reprimidos. Hubo dos escenas verdaderamente escalofriantes. La primera tuvo como protagonista a una jubilada de más de ochenta años y un fornido policía. En un momento dado el uniformado le asestó a la anciana un feroz golpe que la noqueó. La segunda tuvo como protagonistas a un reportero gráfico (Pablo Grillo) y un efectivo de Gendarmería. En un momento dado el uniformado lanzó una granada que se estrelló en la cabeza del joven trabajador, provocándole lesiones de extrema gravedad.

Hubo, a lo largo de nuestra ajetreada historia política e institucional, hechos tan violentos como los del miércoles 12 de marzo. Negarlo sería faltarle el respeto a nuestra memoria histórica. Pero en esta oportunidad cabe destacar dos hechos inéditos. Que yo recuerde nunca antes un policía se ensañó con una jubilada como lo hizo el uniformado con la señora octogenaria días pasados. Y nunca antes un presidente y su, en esta oportunidad, ministra de Seguridad, no ocultaron su “felicidad” por las consecuencias de la represión. En efecto, Milei y Bullrich no ocultaron el goce que les produjo el accionar despiadado de las fuerzas de seguridad. “Ganamos”, dijo en tono triunfal Bullrich, como si se hubiera tratado de un partido de fútbol. Por su parte, la diputada libertaria Lilia Lemoine afirmó descaradamente que “no se puede hacer un omelette sin romper un par de huevos”, comparando las cabezas de la jubilada y del reportero gráfico con un par de huevos.

Evidentemente tanto el presidente, como su ministra de Seguridad y la diputada libertaria no ocultan el disfrute de la crueldad porque se les antoja. Ellos son perfectamente conscientes de que un relevante sector del pueblo los acompaña en ese disfrute. Ahora bien, cabe que nos preguntemos lo siguiente: ¿por qué Milei, Bullrich y Lemoine tienen el tupé de dejar en evidencia su disfrute de la crueldad? Buceando en Google me encontré con un ensayo de Michel Wieviorka (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París) titulado “Violencia y crueldad” (Anales de la Cátedra de Francisco Suárez-2003). En una parte del paper analiza la relevancia de la situación. Para el autor la crueldad en el más alto nivel político surge cuando se dan ciertas condiciones. Tales condiciones son: la impunidad, el miedo y la cultura del odio. Si bien el autor alude a cuestiones extremas, como la guerra, me parece que su análisis ayuda a comprender lo que acontece hoy en nuestro país.

Leamos a don Michel:

LA IMPUNIDAD

“La más evidente, la que se menciona en numerosos trabajos de investigación, o incluso en la obra ya citada de Primo Levi, es la convicción de la impunidad. La impunidad es indispensable para la crueldad. Puede ser proporcionada por las circunstancias (ausencia de testigos, por ejemplo, y en particular de periodistas), o aportada por las autoridades, que dejan hacer, que animan, que incluso legitiman la transgresión en nombre de un principio superior, frecuentemente en este caso, en nombre de un Estado. Desde el punto de vista de las democracias modernas, la crueldad es una transgresión doble: en relación con la ley y el Estado, por un lado, puesto que escarnece al derecho, y en relación con un valor moral, fijado desde hace mucho tiempo por el Quinto Mandamiento.

La convicción de la impunidad no basta para hacer posible la crueldad; hace falta también el aliento y la capacidad para romper el mandato moral de no matar. Por esto es por lo que el tema del remordimiento merece estar presente en toda reflexión sobre la crueldad: el sentimiento de haber roto con la moral al ser cruel, por ejemplo en tiempos de guerra, opera frecuentemente sobre algunos de los que se entregan a ella, haciéndoles difícil una existencia normal después de los hechos, invadiéndolos bajo la forma de una culpabilidad indecible.

Lo que está en juego aquí remite fuertemente a la crueldad, a la violencia asesina que ha pasado por una relación directa, por un contacto real con las víctimas: una de las razones que hace aceptable la guerra moderna para las democracias cuando evita la confrontación física, la violencia propiamente dicha, el acto asesino íntimo, y que pasa por la tecnología de la muerte a distancia, es precisamente que evita a los combatientes tener que soportar el peso psicológico y humano del cara a cara. Pero los remordimientos no afectan a todos los que se han entregado a juegos crueles o a la violencia por la violencia. Así, en los casos más impresionantes de criminalidad, el asesino que se entregó al canibalismo, o a juegos atroces sobre el cuerpo, vivo o muerto, de su víctima, puede muy bien ser extraño a los remordimientos, depender de un universo psíquico completamente distinto al que hace posible la culpabilidad. Y, cuando vuelven a la vida civil después de una guerra en la que se han comportado de un modo cruel, torturando, matando a civiles, etc., algunos ex-combatientes llevan una culpabilidad intensa y otros ninguna.

Por esto es necesario introducir aquí una distinción: en efecto, la impunidad es ciertamente, en todos los casos retratados, una condición necesaria para el ejercicio de la crueldad; pero su significado varía, en particular según si se trata, para el actor, de escapar a una ley moral, o política, a una prohibición que él mismo no interiorizó apenas o, por el contrario, si se trata para él de realizar una transgresión importante de la ley moral más alta que haya no matarás, una ley que interiorizó pero que las circunstancias le alentaron a no respetar”.

EL MIEDO

“En algunas experiencias masivas, y en especial en las que remiten a la guerra, la crueldad tiene más espacio en la medida en que los asesinos no son militares encuadrados y controlados, sino más bien individuos y grupos abandonados a sí mismos; el sociólogo Morris Janowitz ha hablado de embrutecimiento para dar cuenta de este fenómeno. La violencia puede, entonces, quedar desbocada, lo que no quiere decir que se ejerza necesariamente en el puro sinsentido, en el mero disfrute, la violencia por sí sola. Así, se ha observado a menudo que las conductas más excesivas, en el campo de batalla, podrían estar alimentadas no tanto, o no sólo, por pulsiones sádicas, sino por sentimientos, en sí mismos diversos.

Puede tratarse, en primer lugar, del miedo, sobre todo si el enemigo ha sido ya presentado anteriormente como susceptible de las peores barbaridades; el miedo, según la expresión de George Mossé, es una de-simpatía que permite tratar al otro como un no-humano, que incluso obliga a hacerlo. El miedo puede empujar a las peores atrocidades, que resultan ser entonces, por ejemplo, y al menos en parte, fruto del pánico; Georges Lefebvre lo expuso suficientemente a propósito del Terror de 1789. Se alimenta de relatos que circulan, de rumores, que eventualmente se conjugan con mitos inscritos más profundamente en el seno de una cultura o de una memoria histórica para hacer reinar un clima que empujará eventualmente a excesos de violencia.

Así, en su estudio de las atrocidades alemanas de la Primera Guerra Mundial, John Horne y Alan Kramer muestran que las tropas alemanas que invaden Bélgica y después el noreste de Francia en agosto de 1914, viven en un clima de pánico y de gran nerviosismo que alimenta la obsesión por los ataques de unos francotiradores que no existen prácticamente más que en su imaginación. Sus atrocidades (asesinatos de civiles, incluidos eclesiásticos, violaciones de mujeres, etc.) proceden de un pánico que exacerba el alcohol y en el que se mezclan el recuerdo aún muy vivo de la guerra de 1870, el mito del francotirador, ese individuo que ataca solo, en una emboscada, traicioneramente, y también la estrategia de los responsables militares alemanes, que tienen interés en que allí reine el terror.

Pues el miedo pueden convertirlo los responsables en un instrumento y tomarlo en cuenta, por lo menos, en sus cálculos; pueden prepararlo, es decir orquestarlo, inculcarlo por lo menos, en la imaginación de los que se verán enfrentados a un enemigo. Así, John Dower muestra que los combatientes norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial, persuadidos por la propaganda de que los japoneses no eran más que puros bárbaros, e informados de algunas de sus atrocidades de guerra, estaban convencidos de que no tenían elección, de que la alternativa sobre el terreno no podía ser más que la de matar o ser muerto; los hombres en la batalla llegaron a estar obsesionados por la necesidad de aniquilar al enemigo. La propaganda, los medios de masas, el cine han inscrito a este enemigo en la cultura norteamericana con la forma de un ser por una parte infrahumano, un animal al que exterminar, como habría que hacer con las ratas o con la gentuza, y por otra parte suprahumano, dotado de cualidades excepcionales (el fanatismo, un don para la violencia, una capacidad particular para hacer el mal, el apetito sexual, etc.).

Las propias ciencias sociales participan en esta racionalización que alimentará al miedo sobre el terreno. John Dower, por ejemplo, cita, entre muchos otros, el estudio del antropólogo Weston La Barre, quien observa en 1945 a los ciudadanos norteamericanos de origen japonés (a sus ojos, japoneses), en un campo de realojamiento en el que se los había acorralado, en Utah, y quien cree poder demostrar una diferencia culturo-psicológica entre ellos y los norteamericanos: estos últimos estarían dominados por la libertad, la democracia, el humor, la confianza, el sentido de la igualdad individual ante la ley, etc.; los japoneses estarían en el punto más alejado de estas características, con su personalidad compulsiva, el misterio que rodea sus emociones, el fanatismo, la arrogancia, la hipocondría, el comportamiento sado-masoquista, etc. En esta situación, puede añadirse al miedo, mucho más a menudo que sustituirlo, el deseo de vengar a los camaradas a los que el adversario acaba de matar, eventualmente de manera cruel, etc.”

CULTURA DEL ODIO

“La violencia que se desboca masivamente en tiempos de guerra ¿no proviene, por encima de las circunstancias particularmente favorables, por ejemplo una liberación de los instintos o de las pulsiones, de una larga preparación que no tiene nada de específica en sí misma, que se produce en la familia, en la educación, con profundidad, y que acostumbra a los futuros actores a la cosificación o a la animalización del enemigo, a su deshumanización, a su descalificación, pero también, si se presenta el caso, a su designación? Una cuestión así invita a volver al tema de la cultura; la crueldad, el sadismo ¿no están más presentes en unas culturas que en otras, que constituyen entonces un terreno abonado tanto más favorable para su ejercicio cuanto la imagen del enemigo o de la encarnación del mal está claramente trazada en él?

Esta idea está notablemente presente en Daniel Goldhagen, quien considera que la cultura política alemana de ante-guerra incluía el odio a los judíos, promovía la idea de que merecían morir puesto que eran fundamentalmente diferentes y maléficos; los campos de concentración se convirtieron entonces en la institución en la que los alemanes podían abandonarse a todo lo que les dictaba su ideología o su psicología, utilizando los espíritus y los cuerpos de los prisioneros como instrumentos y objetos de disfrute. Humillaciones, violencias inútiles, torturas, crueldad gratuita que se pueden convertir en una competición sádica; de seguir a Goldhagen, habría habido ahí una cultura de la crueldad, indisociable del odio a los judíos sedimentado durante largo tiempo por la historia alemana, y del que cita numerosos testimonios. Y, afirma que, si se pueden distinguir, al hilo de una tipología rápida (…) el asesino sádico (…); el asesino afanoso pero que no lo soporta (…); el ejecutor aplicado pero que no presume de serlo (…) el asesino que aprueba pero que sufre, hay que tener muy en cuenta que lo que los diferencia es la cantidad de placer que obtenían al matar, y no el juicio realizado sobre el valor moral de su tarea. La cultura de la crueldad y del sadismo, según Goldhagen, no es una cultura de la obediencia, sino una cultura del odio, que facilita y casi legitima la violencia gratuita”.

De estas condiciones la que más se adecua, me parece, al caso argentino es la tercera. El autor habla de “la cultura del odio”. La frase es muy similar a “los discursos del odio”. Desde que asumió la presidencia el 10 de diciembre de 2023, Milei se ha valido del insulto y el destrato cada vez que se dirige a quien no concuerda con sus ideas. No recuerdo a un presidente que haya tildado de “ratas” a los diputados y senadores nacionales que votan en contra de sus proyectos de ley. Se trata, evidentemente, de una táctica tendiente a profundizar hasta el tuétano la grieta que nos agobia desde hace décadas. De este lado, están los buenos; en la vereda de enfrente, están las ratas. A Milei le fascina degradar al adversario, humillarlo, cubrirlo de lodo. También le fascina, como quedó demostrado en los últimos días, felicitar a las fuerzas de seguridad por su “capacidad” para garantizar el orden. Ello significa, lisa y llanamente, legitimar el feroz ataque del uniformado al reportero gráfico. Ese encanto por la crueldad es compartido por Bullrich y Lemoine, quien no dudó en afirmar que para cambiar las cosas a veces hay que ser impiadoso.

Que Dios se apiade de los argentinos.

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