Por Hernán Andrés Kruse.-

El presidente de la nación participó recientemente en un evento con referentes de empresas tecnológicas (Techo forum Argentina) que tuvo lugar en Puerto Madero. En un momento de su disertación recordó a quien fuera ministro de Salud durante la presidencia de Alberto Fernández, el médico sanitarista Ginés González García: “Un ser siniestro, impresentable y repugnante. Cómplice de la cuarentena cavernícola más grande de la historia y responsable, junto a Alberto Fernández, de 100.000 muertes de argentinos”. “Este era un hijo de re mil putas y será recordado como un hijo de puta” (Fuente: Ámbito, 19/10/024). Nadie niega la responsabilidad de González García durante la pandemia del covid-19. Fueron momentos dramáticos que jamás olvidaremos. El problema es que el presidente de la nación insultó a González García con regocijo. Celebró su muerte, como seguramente lo hicieron millones de argentinos.

El 22 de octubre Perfil publicó un artículo de Eduardo Fidanza titulado “El fascismo y la muerte”. Es harto evidente que los insultos presidenciales mencionados lo motivaron para escribirlo. ¿Qué dijo el reconocido sociólogo? “El discurso político que exalta la muerte es tan antiguo como el mundo. Pero los fascismos del siglo XX lo llevaron a su cénit, porque lo utilizaron junto a vastos recursos técnicos, organizacionales y militares como no se había visto en épocas anteriores. La idea de la supremacía de la verdad, identificada con el bien absoluto, y la destrucción del mal como única y purificadora alternativa, está en la base de esta ideología, que puso su maquinaria al servicio de la aniquilación. Marchas de antorchas, consignas agresivas y amenazadoras, quema de libros, violencia verbal y física escenificaron este proyecto macabro. El enemigo merece la muerte: esa es la esencia del discurso fascista (…).

La necrofilia fascista significa la muerte de las palabras que evocan la fraternidad. Cuando «acuerdo”, “justicia social”, “igualdad” son estigmatizadas y reemplazadas por “motosierra”, “rata”, “degenerado”, “ataúd”, vivas insultantes y muertes merecidas, se crean las condiciones propicias. Usamos las comillas para resaltar que el fascismo antes de matar personas -material o simbólicamente-, destruye las palabras que podrían impedirlo. Si el líder es un rey que se contornea belicoso, bailando una letra que dice “te destrozaré”, no hay mucho más para agregar. Nos destrozará. La intención es esa: destruir todo lo que se oponga a su verdad. Cabe preguntar qué tiene que ver esto con “el irrestricto respeto al proyecto del otro” del sr. Benegas Lynch, su mentor. El progresismo que asumimos, por más maltrecho que esté, supo responder a este tipo de agresiones recordando un episodio histórico que retrata cabalmente al fascismo. Lo haremos una vez más”.

Dicho episodio histórico tuvo lugar en la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 (día de la raza). Hace tres meses España estaba en manos del dictador Francisco Franco. Se respiraba un clima marcadamente nacionalista y anticomunista. La universidad era custodiada por un buen número de guardias armados. Quienes hicieron uso de la palabra-varios (docentes y un militar ultracatólico, el general Millán Astray) se arrodillaron ante el franquismo. Cuando le llegó el turno a Miguel de Unamuno, rector de la universidad, quedaron en evidencia su valentía y honestidad intelectual. Dino con firmeza: ““Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra es solo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, más no de inquisición”. Ante el asombro de los concurrentes, el general Millán Astray montó en cólera: “¡viva la muerte”; “mueran los intelectuales”! Unamuno fue echado de la universidad y falleció al poco tiempo.

En esa oportunidad la barbarie cantó victoria. Décadas más tarde, en nuestro país, pareciera que la barbarie está triunfando nuevamente. Como con toda lucidez señala Fidanza: “En la Argentina, luego de años de incivilidad, empeoramiento de la educación y embrutecimiento social, se ha erigido un liderazgo insensible al sufrimiento y excitado con la muerte, que alimenta un discurso de odio enloquecedor. Cabe plantear si estos son los supuestos de un país en el que se pueda vivir en paz y progresar o se trata de extravíos que anticipan una nueva y enorme frustración. Acaso puedan preguntárselo otros integrantes de la élite del poder-empresarios, políticos, periodistas-, que hoy lo aplauden, o negocian con él o le dan espacios para difundir barbaridades. Tal vez no sea ahora o nunca, sino ahora y bien. Y en nombre de la vida, no de la muerte”.

El discurso que exalta la muerte es propio de los regímenes autoritarios o directamente totalitarios. Algunos de los ejemplos más elocuentes lo constituyeron el fascismo, el franquismo y el nacionalsocialismo. Buceando en Google me encontré con un ensayo de Pablo Baisotti (Universidad Sun Yat-sen (China) titulado “El culto a la muerte como principal sustento de las religiones políticas” (Revista Estudios (editada por la Universidad de Costa Rica)-2017). Saque el lector sus propias conclusiones.

FASCISMO

“El fascismo fue el primer movimiento político del siglo XX que llevó el pensamiento “mítico” al poder, consagrándolo como una expresión política de las masas, institucionalizándolo en las creencias, en los ritos y en los símbolos de una religión política. El filósofo del fascismo Giovanni Gentile había constatado en 1920 que: “El Estado puede secuestrar para sí el divino sólo si el pensamiento puede desnudarse, al menos en parte […] de su función religiosa”. Secretarios del partido fascista, como Roberto Farinacci, Augusto Turati, Giovanni Giurati y Achille Starace, elaboraron elementos cúlticos y rituales de la fe fascista. El líctor romano comenzó a ser el elemento más distintivo del movimiento apareciendo profusamente en espacios públicos. Mussolini mismo declaró en 1922 que el fascismo era una “creencia que había alcanzado el nivel de religión”. Al año siguiente, en la introducción a una colección de discursos de Mussolini, se puede leer: “el fascismo parece ser un fenómeno religioso” y que en las reuniones de masas convocadas para escuchar sus discursos eran “un acto tanto de fe como de sabia decisión gubernamental”.

En 1924 Giovanni Gentile, en contraposición abierta a Sturzo y las tendencias católicas, afirmó en un artículo llamado Che cosa è il fascismo? que el Estado era la gran voluntad de la Nación y por ello la gran inteligencia. Nada ignoraba ni le era extraño. Concluyó afirmando que el puño del fascista se encontraba para provocar un vasto incendio espiritual en Italia, que combatía por su redención. Para ello deberían reinstaurarse sus fuerzas morales, debiendo considerar la vida en modo religioso, servir al ideal, trabajar, vivir y morir por la Patria. En 1928, el escritor fascista Paolo Orano escribió que “el Mussolinismo es una religión”, porque la fe en el duce era una fase preparatoria en la religiosidad italiana, en la que el patriotismo debía intensificarse hasta el punto del misticismo; y la santidad, el martirio y la fe eran fuerzas poderosas para construir la conciencia cívica. La definición de los contornos de la “religión fascista” fueron dados por Augusto Turati, secretario entre 1926 y 1930. Señaló que había que creer en los nuevos apóstoles de la religión de la patria, creer en el fascismo, en el Duce, en la Revolución, al igual que uno cree en Dios.

En 1932 el órgano de la juventud fascista proclamó que un buen fascista era religioso, y que el fascismo poseía misticismo porque tenía sus propios mártires. Para una figura eminente del régimen como Giuseppe Bottai, el fascismo era “algo más que una doctrina. Es una religión civil y política […]”. Se agrega que en el escrito de Mussolini de 1933, Doctrina Fascista, se destacó que el fascismo era una concepción religiosa en donde el hombre era visto en relación de inmanencia, con una ley superior que lo elevaba a miembro de una sociedad espiritual. Era el hombre, afirmó Voegelin, quien estaba ligado a una “voluntad objetiva” y que a través de esta ligazón adquiría personalidad en un reino espiritual, en el reino de su pueblo. El fascismo había establecido una neta distinción entre “el clericalismo político y la religión pura”. Así lo expresó el sacerdote Luigi Sturzo en su carta al periódico español Matín el 10 de agosto de 1925. Las prácticas paganas y estatolátricas –señaló Sturzo– deificaban a la Nación. En otro artículo mencionó que el gobierno en acto era fuerza, moral, libertad, y de ello derivaba el panteísmo estatal moderno.

Durante la década de 1930, señaló el historiador italiano Renato Moro, los procesos de nacionalización de la fe católica fueron palpables. Por ejemplo, comenzaron a aparecer estatuas de Mussolini en frescos, cerca del Cristo crucificado (Moro, 2005). El fascismo italiano, a la vigilia de cada aniversario, daba disposiciones para su celebración dividiendo los tiempos del rito y de la fiesta para destacar el carácter profano y el carácter sacro. En la conmemoración de los diez años en el poder del fascismo (1932) se realizó la exhibición de la Revolución Fascista. Una de sus principales secciones fue dedicada a los “héroes” del movimiento. Se diseñó una capilla para los mártires que evocaba la gloria de los caídos y de la Nación. La exposición desplegaba prendas manchadas con la sangre y otras reliquias fascistas, todo enmarcado en un entorno caracterizado por el culto del sacrificio y de la muerte. No obstante, en la mencionada sección se desplegó una cruz católica con la inscripción “Per la patria” (Por la Patria). Los mártires fascistas actuaron como los guardianes espirituales de la Nación y del movimiento, siendo conmemorados en santuarios, altares y exposiciones mediante específicos rituales y ceremonias, que incluso sirvieron para mejorar su estatus mítico.

El periódico italiano l’Osservatore Romano –órgano de propaganda del Vaticano– reprodujo un artículo del periódico del régimen, Milizia Fascista, en donde se podía leer: “Recuerda amar a Dios, pero no olvides que el Dios de Italia es el Duce”. Mussolini sostuvo en 1932 que el Estado fascista no había creado su propio Dios, como había hecho Robespierre, pero había reconocido “el Dios de ascetas, santos y héroes, y también el Dios que es visto y adorado por el corazón primitivo y genuino de las personas”. Que era en definitiva “un concepto religioso de vida”. Por ello – apuntó Emilio Gentile– lo que unía a los fascistas no era una doctrina, sino una actitud, una experiencia de fe concretizada con el mito de una nueva “religión de la nación”. Además, los elementos iniciales para la formación de una “religión fascista” ya estaban presentes en la primera fase del movimiento identificada con los mitos de la guerra y la participación en ella.

Los fascistas se consideraron profetas, apóstoles y soldados de esa nueva “religión patriótica”, que había surgido en la violencia purificadora de la guerra, y que se había consagrado con la sangre de los héroes y mártires. La primera definición que la enciclopedia italiana dio sobre el fascismo fue en 1932 y fue atribuida a Giovanni Gentile. En la enumeración de las características del régimen que realizó, resaltan los números 5 y 13. Escribió que el fascismo era una concepción religiosa y que además de un dador de leyes, fundador de instituciones y educador, era un promotor de vida espiritual. Mussolini continuó negando el intento por desplazar a la religión tradicional. El 2 de diciembre de 1934 escribió que nunca le pasó la idea de fundar una nueva religión para arruinar a las viejas divinidades y para sustituirlas con otras que se llaman sangre, raza, nordismo”.

Share