Milei y la estrategia de la libertad (1)
Por Hernán Andrés Kruse.-
El liberalismo libertario o anarcocapitalismo es una filosofía moral, económica y política que fue sistematizada el siglo pasado por Murray N. Rothbard. En varios de sus libros pero principalmente en “Hacia una nueva libertad. El Manifiesto Libertario” el autor explica desde el punto teórico las ideas medulares de esta corriente de pensamiento. Pero Rothbard no se conforma con quedarse en el plano de las ideas. También se preocupa por lograr que dichas ideas se hagan realidad para mejorar el nivel de vida de las personas. Ello significa que Rothbard no fue sólo un pensador de fuste sino también un militante político. Prueba de su militancia política lo constituye el capítulo XXIX de su libro recién citado y que lleva por título “La estrategia de la libertad”. Lo que hace el autor es describir los pasos a seguir por los cuadros libertarios para poner en práctica los postulados fundamentales del liberalismo libertario o anarcocapitalismo. En la Argentina el cuadro libertario que más sobresale es, qué duda cabe, Javier Milei.
A continuación paso a transcribir partes del capítulo mencionado.
“Ha habido hasta ahora algunos escasos intentos por elaborar una teoría sistemática de la libertad, pero no se ha emprendido ninguno para exponer una teoría de la estrategia a favor de la libertad. Para ser más exactos, no sólo a favor de la libertad: la estrategia para conseguir cualquier tipo de objetivos sociales deseados ha sido de ordinario entendida como una especie de «agárralo como puedas», como cuestión de experimentación, de doble o nada, de ensayo y error. Y, con todo, si la filosofía es capaz de trazar una guía teórica para una estrategia en favor de la libertad, entonces cae dentro de su campo de responsabilidad investigarla. En todo caso, debemos advertir al lector que navegamos por mares todavía no cartografiados. La responsabilidad de la filosofía de enfrentarse a la estrategia —al problema de cómo avanzar desde la actual (de toda actual) situación hacia el objetivo de una sólida y coherente libertad— tiene una singular importancia para el libertarismo fundamentado en la ley natural. Como el histórico libertario lord Acton constataba: la teoría de la ley natural y de los derechos naturales proporciona un férreo punto de referencia con el que juzgar —y encontrar deficientes— todas las actuales ramificaciones del estatalismo. En contraste con el positivismo legal o con las varias ramas del historicismo, la ley natural proporciona una «ley más alta» —tanto moral como política— con la que juzgar los edictos del Estado. Como ya hemos visto, la ley natural, adecuadamente interpretada, tiene más de «radical» que de conservadora, porque implica la búsqueda del reino de los principios ideales. Como escribió Acton, «el liberalismo [clásico] aspira a lo que debe ser, sin tener en cuenta lo que es». De ahí que, como Himmelfarb ha escrito de Acton, «no concedía ninguna autoridad al pasado, salvo que hubiera estado de acuerdo con la moralidad». Y el propio Acton establecía las siguientes diferencias entre los whigs y el liberalismo, es decir, entre la adhesión conservadora al status quo y el libertarismo radical: El whig gobierna mediante componendas. El liberal inicia el reinado de las ideas. ¿Cómo distinguir al whig del liberal? El primero es pragmático, gradual, pronto al compromiso. El segundo elabora principios filosóficos. El primero es un político que aspira a filósofo. El segundo es un filósofo que busca una política. El libertarismo es, pues, una filosofía en busca de una política.
Pero, ¿qué puede decir la filosofía libertaria sobre estrategia, sobre «sistemas» y «programas»? En primer lugar, debe decir seguramente —y de nuevo con palabras de Acton— que la libertad es «el supremo objetivo político», la meta más elevada de la filosofía libertaria. El supremo objetivo político no significa, por supuesto, que sea el «objetivo supremo» del hombre en general. De hecho, cada individuo alberga una amplia variedad de objetivos personales y una diferente jerarquía respecto a la importancia de estos objetivos en su escala personal de valores. La filosofía política es una subdivisión de la filosofía ética, que se dedica especialmente a las realidades políticas, es decir, a la función correcta de la violencia en la vida humana (y, por consiguiente, a la explanación de conceptos tales como delito y propiedad). Es cierto que en un mundo libertario cada individuo tendría libertad para buscar y perseguir sus propios objetivos, para «perseguir la felicidad», según la acertada frase de Jefferson. Cabría pensar que el libertario, la persona comprometida con el «sistema natural de la libertad» (en expresión de Adam Smith) defiende, casi por definición, el objetivo de la libertad como la más elevada meta política. Pero a menudo no ocurre así. Muchos libertarios anteponen con frecuencia el deseo de la autoafirmación, o el testimonio a favor de la verdad de la excelencia de la libertad, al objetivo del triunfo de la libertad en el mundo real. A buen seguro, como veremos más adelante, nunca llegará la victoria de la libertad salvo que se sitúe la meta de esta victoria en el mundo real por encima de otras consideraciones más estéticas, y también más pasivas.
Cuando se afirma que la libertad ha de ser la suprema meta política, ¿qué razones pueden aducirse a favor de este objetivo? La lectura de esta obra debería haber puesto ya en claro que, primero y ante todo, la libertad es un principio moral, enraizado en la misma naturaleza del hombre. Es, en concreto, un principio de justicia, que pide la eliminación de la violencia ofensiva en los asuntos humanos. Por tanto, para que el objetivo libertario esté bien fundamentado y sea adecuadamente perseguido debe ser anhelado con el espíritu de una total entrega a la justicia. Pero, para poseer esta entrega y esta dedicación a lo largo de lo que puede resultar ser un áspero y prolongado camino, el libertario debe sentir auténtica pasión por la justicia, una emoción derivada de y canalizada por su percepción racional de lo que la justicia natural exige. La justicia, no endebles discursos dictados por la mera utilidad, debe ser la fuerza motivadora, si se quiere alcanzar la libertad. Si la libertad es la suprema meta política, se desprende que se la debe perseguir con los medios más eficaces, es decir, con aquellos que con mayor premura y seguridad permiten alcanzar este objetivo. Y esto significa que el libertario debe ser «abolicionista», es decir, debe implantar el objetivo de alcanzar la libertad con la mayor rapidez posible. Si vacila en el tema del abolicionismo, deja de ser partidario de la libertad como suprema meta política. En síntesis, el libertario debe ser un abolicionista que suprimiría, instantáneamente si le fuera posible, todas las invasiones contra la libertad (…). El libertario debe ser, pues, la persona que pulsaría —si existiera— el botón de la eliminación instantánea de todas las invasiones contra la libertad, no sólo aquellas, dicho sea de paso, que un utilitarista opina que se deberían suprimir. Significativamente, los antilibertarios, y, en general, los antirradicales, insisten en que este abolicionismo no es «realista». Al formular esta acusación confunden irremediablemente la meta deseada con la estrategia a seguir para alcanzarla. Es de fundamental importancia establecer una clara y nítida distinción entre la meta última en sí y la estrategia pensada para llegar a ella. En síntesis, debe formularse el objetivo ya antes de que entren en escena las cuestiones relacionadas con la estrategia o con el «realismo». El hecho de que no existe, ni es probable que llegue a existir nunca, el mágico botón carece de importancia respecto a que el abolicionismo sea deseable en y por sí mismo. Podemos estar de acuerdo, por ejemplo, en el objetivo de la libertad y en que el abolicionismo es deseable en nombre de la libertad. Pero esto no significa que creamos que esta abolición vaya a ser alcanzada en un futuro más o menos cercano.
Las metas libertarias —incluida la abolición inmediata de las invasiones contra la libertad— son «realistas» en el sentido de que podrían implantarse si un número suficiente de personas conviniera en ello y en que, si se implantaran, el sistema libertario resultante no sería irreal o «utópico» porque —al contrario que otros objetivos, como la «eliminación de la pobreza»— su implantación depende por entero de la voluntad de los hombres. Si, por ejemplo, todas y cada una de las personas convinieran súbita e inmediatamente en que la libertad es el valor más deseable, podría alcanzarse al instante la libertad total. Es, por supuesto, cuestión enteramente distinta la estrategia calculada sobre cómo debe trazarse la senda que lleve a dicha libertad. No era irrealista Willian Lloyd Garrison, libertario abolicionista de la esclavitud, cuando, en los años 1830, alzó el estandarte del objetivo de la emancipación inmediata de los esclavos. Su meta era auténticamente moral y auténticamente libertaria, y no se preguntaba si era realista o si contaba con probabilidades de triunfo. El realismo de la estrategia de Garrison se expresaba en el hecho de que no esperaba que llegaría de inmediato, y como llovido del cielo, el final de la esclavitud. Como él mismo distinguía cuidadosamente: «Urge la abolición inmediata y con el mayor rigor posible, pero, por desgracia, será una abolición gradual. Nunca hemos dicho que la esclavitud será destruida de un solo golpe; lo que siempre hemos asegurado es que así debería ser.» De otra manera, como el propio Garrison advertía tajantemente, «el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica». El gradualismo en la teoría minusvalúa, en efecto, el objetivo preeminente de la libertad misma; no implica una simple estrategia, sino una oposición al objetivo en sí y, en consecuencia, resulta inadmisible como parte de una estrategia hacia la libertad. La razón es que una vez que se renuncia al abolicionismo inmediato, se admite que se trata de un objetivo de segundo o de tercer rango, en beneficio de otras consideraciones antilibertarias, ahora situadas en un nivel más elevado que la libertad. Supongamos, en efecto, que un abolicionista de la esclavitud declara: «Defiendo el fin de la esclavitud, pero sólo dentro de cinco años.» Esto implicaría que durante un espacio de tres o de cuatro años, y a fortiori de inmediato, la abolición sería mala, y que, por consiguiente, es mejor que la situación se mantenga durante algún tiempo. Pero esto significaría que se han abandonado las reflexiones sobre la justicia y que el objetivo abolicionista (o libertario) ha dejado de ocupar el nivel más elevado en la escala de los valores políticos. Querría decir, en definitiva, que también los libertarios propugnan la prolongación del crimen y de la injusticia. Por consiguiente, la estrategia de la libertad no debe incluir ningún tipo de medios que infravaloren o contradigan el objetivo mismo, tal como hace, y con toda claridad, el gradualismo en la teoría.
¿Estamos diciendo algo así como que «el fin justifica los medios»? Es ésta una acusación muy común, pero totalmente falsa, a menudo dirigida contra cualquier grupo que propugne cambios sociales fundamentales o radicales. Pues, ¿qué otra cosa sino un fin podría justificar cualquier medio? El genuino concepto de medio implica que su actividad es simplemente instrumental, ordenada a un fin. Si alguien tiene hambre y se come un bocadillo para calmarla, la acción de comer es simplemente un medio para alcanzar un fin; su única justificación surge de que es utilizada por el consumidor para conseguir un objetivo. ¿Por qué, si no, se come alguien un bocadillo o, prolongando la argumentación, compra los ingredientes? Lejos de ser una doctrina siniestra, el principio de que el fin justifica los medios es una simple verdad filosófica, implícita en la relación que se da entre «los medios» y «el fin». ¿Qué decir de los críticos que afirman que la verdadera significación del lema «el fin justifica los medios» es que unos «malos medios» pueden o quieren llevar a «malos fines»? Lo que dicen, en realidad, es que los medios en cuestión violarán otros fines que estos críticos consideran más importantes o más valiosos que los del grupo que critican. Supongamos que los comunistas consideran que el asesinato está justificado si lleva a la dictadura de la vanguardia del partido del proletariado. Lo que los críticos de este asesinato (o de quienes lo defienden) están afirmando en realidad no es que el «fin no justifica los medios», sino que el asesino ha violado un fin más valioso (por decir lo mínimo), a saber, el fin de «no matarás», o no cometerás agresiones contra las personas. Estas críticas son, por supuesto, absolutamente correctas desde el punto de vista libertario. Así, pues, el fin libertario, la victoria de la libertad, justifica el empleo de los medios más rápidos posibles para alcanzar el objetivo; pero tales medios no pueden entrar en colisión y contradicción, ni por tanto, infravalorar, el objetivo mismo. Acabamos de ver que la teoría del gradualismo sería uno de estos medios contradictorios. Sería asimismo un medio contradictorio llevar a cabo una agresión (un asesinato o un robo) contra la persona o la justa propiedad de otro para alcanzar el objetivo libertario de la no agresión. El empleo de la agresión quebrantaría directamente el objetivo mismo de la no agresión (…).
Concluimos, pues, este apartado sobre el problema de la estrategia afirmando que la suprema meta política es la victoria total de la libertad, que la base de este objetivo es la pasión moral por la justicia, que esta meta debe ser perseguida con los medios más rápidos y eficaces de que se pueda disponer, que jamás debe perderse de vista este objetivo y debe aspirarse a su implantación con la mayor premura posible y, en fin, que los medios elegidos para ello nunca pueden entrar en colisión o en contradicción con la meta final, ya sea mediante la invocación del gradualismo, o empleando y justificando agresiones a la libertad, defendiendo programas de planificación, dejando pasar las oportunidades de reducir el poder del Estado o permitiendo que lo aumente en algún sector. El mundo está regido —al menos a largo plazo— por las ideas. Y es claro que el libertarismo sólo cuenta con la probabilidad de alzarse con el triunfo si difunde su ideario y consigue que sea asumido por un número significativamente amplio de ciudadanos. De ahí que la «educación» —todos los tipos de educación, desde las más abstrusas teorías sistemáticas hasta los dispositivos capaces de cautivar la atención y el interés de potenciales conversos— sea condición necesaria para la victoria de la libertad. La educación es, de hecho, una de las piezas básicas en la teoría estratégica del liberalismo clásico. Pero debe destacarse que las ideas no flotan libremente en el vacío; sólo tienen capacidad de influir en la medida en que son adoptadas y propuestas por los ciudadanos. Así, pues, para que acabe de imponerse la idea de la libertad debe existir un grupo activo de libertarios totalmente entregados a esta causa, gente bien formada e informada en el ideario de la libertad y dispuesta a difundir este mensaje. En suma, debe crearse un activo y autoconsciente movimiento libertario. Podría creerse que estamos enunciando una perogrullada, pero se advierte una curiosa renuencia por parte de muchos libertarios a considerarse a sí mismos como parte de un movimiento deliberado y permanente o de implicarse en sus actividades”.
Ver también: Milei y la estrategia de la libertad (2)