Por Hernán Andrés Kruse.-

En los últimos días Manuel García Solá, representante del sector Agro, dejó de ser director del CONICET. En una carta dirigida a Nicolás Pino, presidente de la entidad, denunció un ataque del gobierno nacional contra la libertad de investigación científica. En sintonía con investigadores del CONICET, García Solá afirmó que desde las más altas esferas oficiales se discrimina a investigadores que no se adecuan a su agenda cultural, es decir al libertarianismo.

Si hay algo que hace a la esencia del liberalismo como filosofía de vida es el respeto a las libertades de pensamiento, de cátedra y de investigación científica. Si los investigadores se ven constreñidos a ejercer su función en sintonía con los dogmas del gobierno de turno, dejen de ser científicos. Sin libertad de investigación científica no hay progreso científico. Y sin progreso científico las sociedades se estancan, involucionan, se dogmatizan.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Marcela Ahumada Canabes (Dra. en Derecho por la Universidad Carlos III de Madrid) titulado “La libertad de investigación científica. Orígenes de este derecho y configuración constitucional” (Revista Estudios Socio-Jurídicos, Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia, 2008. Por razones de espacio transcribiré las partes dedicadas Bruno, Galileo y Campanella (los grandes precursores de la libertad de investigación científica), y a Alemania ya que fue el primer país donde tuvo lugar la juridificación de la libertad de investigación científica

LOS PRECURSORES: BRUNO, GALILEI Y CAMPANELLA

“Los postulados contenidos en las obras de Giordano Bruno, Galileo Galilei y Tomasso Campanella, constituyen los referentes inexcusables de la libertad de investigación científica, porque en el pensamiento de estos autores están los gérmenes de este derecho. Estas tres figuras del tránsito a la Modernidad, de gran influencia en el desarrollo posterior de la filosofía y de la ciencia moderna, destacan como las más relevantes de una época particularmente conflictiva en las relaciones entre el poder y la ciencia. Esto explica también por qué los fundamentos ponen énfasis en reforzar la separación entre la religión y la filosofía; entre la interpretación de las Escrituras (verdad revelada) y la investigación (verdad científica) y, en fin, entre fe y creencias, por un lado, e ideas y razonamientos, por el otro.

Se trata, a juicio de Mondolfo, de “tres de las figuras más sobresalientes” del Renacimiento, de “los pensadores de ese período que más extensa e intensa influencia han ejercido sobre desarrollos ulteriores de la filosofía y la ciencia modernas”. Estos pensadores y científicos vieron frenada su actividad investigadora por diversos obstáculos impuestos al progreso de la ciencia y fueron afectados personalmente, sufrieron la persecución, el procesamiento y la condena de las autoridades y, en algún caso, la muerte. Así, Giordano Bruno fue perseguido por las iglesias católica y luterana y por el calvinismo, fue procesado por el Santo Oficio de la Inquisición y sentenciado a morir en la hoguera por herejía en el año 1600. Algo similar ocurrió con Galileo Galilei, perseguido por la Inquisición, acusado también de incurrir en herejía, procesado por el Santo Oficio de Roma y condenado, en el año 1633, a arresto domiciliario, cuando era ya un anciano enfermo.

En primer lugar, Giordano Bruno lucha por la libertad filosófica y por la necesaria distinción de esta respecto de la libertad espiritual; lo hace siguiendo la concepción o doctrina de la doble verdad. De acuerdo con esta doctrina, hay que distinguir entre las ideas y los dogmas religiosos, entre la “verdad” filosófica y la “verdad” revelada, que son adquiridas a través de la razón y de la fe, respectivamente. Se produce, sin embargo, un conflicto entre ambas, que aparece reflejado también en los escritos de Bruno, que encontrará trabas en la Iglesia y deberá luchar por sus teorías, ideas y opiniones de contenido científico y también por la libertad filosófica, en contra de esa “verdad revelada” y “contra el tradicional principio de autoridad”.

La distinción entre verdad filosófica y verdad revelada garantiza al filósofo la libertad de investigación, porque implica la búsqueda del entendimiento en un ámbito propio, distinto al de la religión, es decir, en el de las cosas naturales y no en el de la conducta moral. Por ello, no pueden hacerse objeciones a la ciencia desde el texto de las Escrituras, ya que estas no explican las cosas naturales, entregadas a los contemplativos, sino que establecen leyes de conducta moral en términos que puedan ser comprensibles por el vulgo. Bruno sostendrá en uno de los diálogos de Expulsión de la bestia triunfante (1585), que “los dioses habían dado al hombre el intelecto y las manos y lo habían hecho semejante a ellos, concediéndole un poder sobre los demás animales, el cual consiste en poder actuar, no sólo según la naturaleza y lo ordinario, sino además fuera de las leyes de ella”.

El hombre es un ser natural que se diferencia de otros seres vivos, como los animales, por sus rasgos peculiares, la autonomía, el intelecto y la razón, que le permiten actuar sin reconocer límites en la naturaleza y le han posibilitado forjar la civilización y desarrollar la cultura. En concordancia con su concepción del individuo, Bruno reclama la autonomía de la especulación filosófica y la libertad de quienes se dediquen a ella, para que puedan ejercerla y, asimismo, manifestar sus pensamientos. En la obra de Bruno hay una defensa de la filosofía y del sujeto que se dedica a ella, frente al conflicto con la Iglesia y con la tradición intelectual imperante, que se había traducido en “la vigilancia, el control, la condena y la persecución”, ejercidas con especial encono por la autoridad religiosa.

Al decir de Mondolfo, Giordano Bruno considera necesario luchar contra la intolerancia y el sectarismo, defendiendo “la franca manifestación de todo pensamiento libre como condición necesaria para la conquista de la verdad”, declarando —y aquí le cita— que “no puede lograrse un conocimiento genuino de la naturaleza ni una conquista de la verdad si no hay libertad para todos en el ejercicio y la manifestación del pensamiento”.

Por otra parte, Galileo Galilei es, sin duda, un auténtico “luchador intelectual” contra el dogmatismo de la tradición escolástica y contra el “principio de autoridad”, que obligaba, en su época, a fundamentar las opiniones en autores célebres, principalmente los escolásticos. Ello hacía indiscutibles las doctrinas de otros, obstaculizando el avance de la ciencia, pues la convertía en un “saber dogmático”, estéril y estático. Los estudios y descubrimientos de Galileo socavaban la cosmología ortodoxa geocentrista, contribuyendo a asentar el sistema copernicano, ponían en entredicho la concepción del mundo —especialmente los cimientos de la “cosmovisión aristotélica”— y entraban en conflicto con la Iglesia. Sus teorías astronómicas contradecían las Escrituras, por lo cual fueron consideradas heréticas. Fue denunciado y perseguido por la Inquisición.

En el año 1613 tuvo lugar una discusión en la Corte del Gran Duque de Toscana sobre la conciliación de las Sagradas Escrituras y las tesis del sistema copernicano. Aunque Galileo no estuvo presente, reafirmó los argumentos de la defensa que de su persona y de sus teorías hizo su discípulo y colaborador, el sacerdote benedictino Benedetto Castelli. Galileo escribió dos versiones del mismo texto para intervenir en la polémica, la Carta a D. Benedetto Castelli, de 1613, que posteriormente amplió, porque una copia había sido enviada al Santo Oficio de la Inquisición; y una segunda versión, del año 1615, dirigida a la Gran Duquesa Madre, que sería conocida como la Carta a la Señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana. En esas cartas se refiere Galileo a la interpretación de las Escrituras y a los problemas que se presentan cuando los descubrimientos científicos parecen contradecir las narraciones contenidas en aquellas; su finalidad es evitar que se condene el copernicanismo sobre “bases teológicas”. Para ello delimita los ámbitos del saber científico y de la fe.

Galileo defendió la teoría copernicana y al mismo tiempo la libertad de investigación. Para poder proseguir sus investigaciones debía asumir la defensa de la actividad científica, reflexionando sobre los ámbitos de la ciencia y la religión, construyendo los argumentos que servirían para fundamentar la libertad de la ciencia. Sostenía que sólo desde la ciencia se podía “decidir en cuestiones físico-naturales”, lo que era equivalente a afirmar que los teólogos no podían hacerlo desde la Biblia. Sus esfuerzos para evitar la condena al copernicanismo se debían a que veía en ello un peligro para la libertad científica y filosófica. La Carta a la Señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana es un intento de defender la independencia de la ciencia respecto de la religión y de las Sagradas Escrituras, una reivindicación de “la autonomía de la investigación científica”. Galileo alude en ella a los textos bíblicos cuyo tenor entraba en contradicción con las teorías científicas, especialmente a la historia de Josué, que narra el milagro consistente en detener el Sol, hecho natural imposible de ocurrir y que se contradice con la experiencia y lo demostrado por Copérnico, es decir, el movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol.

Siguiendo los argumentos de San Agustín, Galileo señala que Dios es el autor de dos libros, el libro de la naturaleza y las Escrituras. El sentido del primero, sostiene, se investiga a través del lenguaje de la ciencia matemática y se expresa, después, en teorías físicas. Las Escrituras, por su parte, se refieren a nuestro destino moral y a la salvación, empleando un lenguaje figurado, “para acomodarse a la capacidad de pueblo llano”, del vulgo, por lo que su verdadero espíritu debe buscarse interpretando el significado de las palabras y no ateniéndose al tenor literal. De esta manera, el florentino elimina la confusión entre física y teología que venía desde la filosofía aristotélica, y determina el campo de acción de cada una de ellas. Es posible establecer los deslindes entre ciencia y fe, entre ciencia y teología; determinar sus respectivos ámbitos y eliminar cualquier conflicto que pueda producirse entre ellas. Hay “dos libros, dos lenguajes, dos formas de leerlos”. Fe y ciencia son dos tipos de experiencia que se mueven en distintos planos. La ciencia, señala, conoce “lo finito a través de razones matemáticas y experiencias sensibles”.

Al igual que Bruno, Galileo recurre al argumento sobre las capacidades intelectuales de que está dotado el ser humano, agregándole la relación entre el conocimiento y las Escrituras. El conocimiento no está todo contenido en las Escrituras, y para acceder a él Dios “nos ha dotado de sentidos, de habla y de intelecto”, medios a través de los cuales podemos efectuar indagaciones sobre todo aquello que nos rodea y que no encuentra explicación en las Escrituras. De esta manera, son las observaciones y los razonamientos demostrativos, y no la fe, los que nos permiten obtener el conocimiento. Un extenso párrafo de la Carta a Cristina de Lorena resume la postura de Galileo sobre la autonomía de la ciencia. En él se pregunta: “… ¿Y quién quiere poner límite a los ingenios humanos? ¿Quién podrá afirmar que sea ya visto y sabido todo aquello que hay en el mundo de perceptible y cognoscible? ¿Tal vez aquellos que en otras ocasiones afirman (y con gran verdad) que ‘lo que sabemos es la mínima parte de lo que ignoramos’? Más aun todavía, si nosotros sabemos por boca del mismo Espíritu Santo que ‘Dios dio el mundo al hombre para que pensara, pero el hombre no abarca la obra que Dios hizo del principio al fin’ no se deberá, a mi modo de ver, haciendo caso omiso de tal sentencia, obstruir el camino al libre filosofar sobre las cosas del mundo y de la naturaleza, casi como si ellas hubiesen ya sido todas con seguridad comprendidas y descubiertas”.

Para Galileo, los varios sentidos que ofrecían los pasajes bíblicos debían adaptarse a los descubrimientos científicos que, con el transcurso del tiempo, iban revelando los secretos de la naturaleza. Defiende la verdad científica y la autonomía de la ciencia, la independencia de los científicos frente a los dogmas, señalando que son aquellos y no los teólogos quienes pueden determinar cuál es la “verdad” en lo relativo a los asuntos de la naturaleza. No sabemos con certeza todo acerca del mundo que nos rodea, por ello debemos indagar y descubrirlo por medio de las capacidades de que estamos dotados. El proceso de búsqueda del conocimiento acerca de la naturaleza, la investigación, no debe ser obstaculizado mediante la imposición de límites.

Respecto a una eventual prohibición de la teoría de Copérnico y a la inutilidad de una medida de tal naturaleza, Galileo sostiene que no basta con acallar a uno solo, que sería muy fácil. Su argumentación sobre la inutilidad de la prohibición se basa en que “sería necesario prohibir no sólo el libro de Copérnico y los escritos de sus seguidores”, sino también “prohibir por completo toda la ciencia de la astronomía e incluso más, prohibir a los hombres mirar hacia el cielo”. En suma, ni acallar las conclusiones de la indagación, mediante mecanismos que hoy llamaríamos censura, ni la prohibición de indagar tendrían eficacia alguna, pues irían en contra de la naturaleza misma del ser humano. Acallada una voz, surgirían luego las de otros que buscan la explicación de las cosas.

Por último, en la lucha por la libertad de la ciencia y de la investigación científica, también resulta de gran importancia Tomasso Campanella, el fraile dominico nacido en Calabria, perseguido, torturado y procesado tanto por el Santo Oficio de la Inquisición, por sospecha de varias herejías, como por la justicia civil. Este autor escribió en 1616 un opúsculo conocido como la Apología de Galileo, que fue publicado en 1622. En esa defensa se refleja la admiración por Galileo, así como el mismo anhelo de saber, la insaciable curiosidad intelectual que no reconoce ningún límite impuesto exteriormente. El tema central de la apología es determinar si la tesis filosófica defendida por Galileo —el sistema heliocéntrico— estaba de acuerdo o se oponía a las Sagradas Escrituras; y en lo que aquí interesa, contiene una defensa de la libertad intelectual pensada para el caso de Galileo, pero que trasciende la específica confrontación entre aquel y la Iglesia.

Para Campanella, en beneficio de la Iglesia, se le debía permitir al florentino desarrollar, debatir y publicar sus ideas libremente. Rodolfo Mondolfo califica esta obra como una “intrépida reivindicación de los derechos de la ciencia, cuya negación en nombre de la religión declara ofensa a la religión misma”. Es además, en opinión del mismo autor, “un memorable documento de nobleza moral y de entusiasmo por la ciencia”. Un juicio similar emite Emilio G. Estébanez al sostener que Campanella fue “un decidido partidario de la libertad de investigación” y que en la defensa de esta “se supera a sí mismo”; el fraile defiende esta libertad contra todos los obstáculos que en ese momento podía encontrar: “frente a las doctrinas que la niegan, frente a la Iglesia y los teólogos pedantes, frente a los propios prejuicios”.

Campanella, en un esfuerzo por conciliar ciencia y religión, defiende “la verdad científica”, acudiendo igualmente a la doctrina de la doble verdad a que ya he aludido, sosteniendo que la “verdad religiosa” y la “verdad filosófica” no podían entrar en conflicto, pues comprendían campos diferentes. La primera se relacionaba con “la conducta moral y la vida futura”, mientras que la otra se refería “al conocimiento de este mundo”. Los argumentos que fundamentan la libertad de investigación científica se encuentran principalmente en el capítulo tercero de la Apología de Galileo. En su defensa de Galileo y de la libertad de investigación, Campanella sostiene que “todo límite que se quiera imponer a la investigación científica es una ofensa al cristianismo […] Por consiguiente, el que en nombre de la religión cristiana quiere vedar las ciencias, el estudio y la investigación acerca de las cosas físicas o celestes, piensa mal del cristianismo o es causa de que sospechen de él los otros”.

Lo que quiere decir es que no hay razones para condenar el copernicanismo ni para prohibir la discusión e investigación de estas teorías, pero no porque crea que el heliocentrismo sea verdadero, ni a causa de su admiración por Galileo, ni por su compromiso con una noción abstracta de la libertad del pensamiento. La razón preponderante de su postura consiste en considerar que una condena o prohibición como esa constituiría un serio abuso de poder y autoridad de parte de la Iglesia, que se volvería en su contra si con el tiempo el heliocentrismo resultara ser verdadero. Los planteamientos de Bruno, Galileo y Campanella son de gran importancia en la historia de las ideas y muy significativos como precedentes históricos de la libertad de investigación científica. En los tres autores aparecen argumentos similares cuyo objetivo es reforzar la separación entre teología y ciencia —o teología y filosofía—, porque la oposición al libre desarrollo de la indagación intelectual provenía especialmente de la Iglesia. Sin embargo, el pensamiento de estos autores no tiene una influencia directa en el proceso de positivación que tendrá lugar dentro de los dos siglos siguientes, puesto que la libertad de investigación científica no se consagra como un derecho específico. Sus fundamentaciones, en cambio, servirán mucho después, cuando ya se hable de una libertad de la ciencia, de la ciencia libre o, como lo hacemos hoy, de la libertad de investigación científica”.

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