Por Paul Battistón.-

El triunfo de Ronald Reagan a la presidencia de los EEUU en 1981 llegó adornado de un montón de dudas, la mayoría en formato escrito. Tras la salida de Jimmy Carter dejando los rastros de su endeble política exterior, que parecía haber dejado a los EEUU en un cómodo segundo puesto tras la URSS, que se percibía absolutamente como potencia y avasallante.

Ronald Reagan era, por sobre todo, un actor llegado a presidente. Si bien su carrera como político era larga, hubo un olvido premeditado de la misma; nadie se privó de pensar y dejar por escrito que con un actor (sólo un actor) al timón, todo corría riesgo de estar perdido. El actor llevó adelante muy bien su papel de presidente, con ideas inteligentes que todo el mundo suponía que no tenía. Ronald Reagan aceptaba dejarse convencer por quienes él sabía que eran dueños de ideas de las que carecía y mejorando la cuestión aún era capaz de reunir gente en un cúmulo creador de ideas a las que con su actuación clase B las sobrecargaba de la emotividad necesaria para convertirlas en parte de ese libreto que estaba volviendo a Norteamérica a su papel de superhéroe buscador del triunfalista final feliz del capítulo.

Carlos Menem llegó siendo el caudillo; sus atributos ahí terminaban. No era actor pero disponía de un carisma clase B que, por predecible, lo volvía acreedor de estima en exceso. Según lo actuado en su Rioja, no tenía mucho para ofrecer que no se hubiera visto y su inicio en la presidencia, aun con el esfuerzo de pretender mostrar un rumbo promercado, parecía demostrar que esa posibilidad de escasa oferta era cierta. Pero no contaban con su pragmatismo (quizás porque al principio era sólo actuado). Finalmente se dejó convencer por quien disponía de ideas que no hubieran resultado de su acotado ideario justicialista.

Domingo Cavallo supo encajarle ideas antagónicas dentro de su molde retórico de economía popular de mercado logrando un convencimiento óptimo para que el caudillo saliera a comprar la estima necesaria para llevarlo adelante sólo con el escudo de su carisma. En su paso anterior por la cancillería, Domingo Cavallo también había logrado empoderarlo de la idea de apertura hacia esos destinos donde no se combate el capital como paso necesario para sacar a flote la nave argentina que se hundía en el mar del aislamiento.

Carlos salió triunfante, su carisma aprobado y su pragmatismo festejado, pero no tardó en ocurrir que el reconocimiento llegara a su destino de origen que en una seguidilla de aportes y cambios impulsados lograba el éxito necesario no sólo para nuestro saneamiento sino para su propia ubicación en un tándem Menem-Cavallo nunca impreso en fórmula alguna.

La eyección de Cavallo vendría cuando el eficaz manejo de la economía daba como sensación que presidir el país se había limitado al correcto ejercicio técnico de las variables económicas, contribuyendo las mismas al allanamiento de los caminos para la solución de cualquier otra cuestión. Cavallo había alcanzado el aura de un presidente ejerciendo ese poder casi ejecutivo desde un ministerio.

Carlos ya era definitivamente pragmático y con un mensaje de altura (volando en un avión de Yabrán) le dio salida a Domingo para recuperar completamente su cuestión ejecutiva.

No fue por una razón económica; sencillamente fue política; lo del rumbo económico ya estaba perdido.

Batakis fue una mala elección de maquillaje. El traje sub nobel de Guzmán por el atuendo neo hippie pro equidad sólo precipitaron las tendencias. Todo se iría, económicamente hablando, al demonio pero no por esa razón el dominio político sería abandonado.

Sergio Massa era la única alternativa (nunca hubo otra) para llegar a la recta final, donde la irracionalidad siempre tiene posibilidades. Los actos ejecutivos nuevamente en manos del ministro de las cuestiones indomables. Un verdadero equipo -“la inflacioneta”- remó en contra de variables para que finalmente el hartazgo traducido en escrutinio los eyectara. Alberto, aunque lo hubiese querido, no podría haberlo hech; siempre estuvo entregado y no disponía de aviones para enviar mensajes pragmáticos; los Tango estaban a disposición sólo de la jefa y su silencio.

Alguna vez Álvaro Alsogaray prometía ser un presidente sin ministro de economía; era una forma de restarle entidad a nuestro trauma monetario adquirido. Toto Caputo, con su esmerado esfuerzo en superar cierta temerosidad dialéctica, podría ser una muestra de una continencia teórica y estratégica de no estar habilitado para traspasar. Las cuestiones ejecutivas están claramente concentradas en el mismo lugar donde las ideas dieron pie a la revolución de ruptura con la justicia social.

El sistema binario anclado en el ejecutivo manda, piensa, ejecuta (o envía ejecutar) y es el dueño de las ideas. De seguro no habrá pragmatismo ideológico. Lo que parezca pragmatismo sólo será un permiso para habilidades circunstancialmente compatibles y beneficiosas para el plan. Tampoco se vislumbra pragmatismo comunicacional; todo parece tener telegrama (de despido) de respaldo.

El plan apunta a una utopía, una Argentina potencia; quienes participan lo saben y su diferencia de expectativas con el jefe puede significar su salida.

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