Por Carlos Marcelo Pintos.-

Ya nadie discute, por estos días, que la decadencia se ha adueñado de nuestra sociedad; y que con esa cruel realidad, los sueños más deseados se han precipitado al fondo de un barranco insondable.

Corrían los primeros años del siglo XX (1903) y el prolífico y sensible escritor uruguayo Florencio Sánchez publicaba su obra teatral «M’hijo el dotor» como un homenaje radiográfico de una Argentina que creía y experimentaba la movilidad ascendente, de una sociedad cimentada en el sacrificio y la sana ambición de que los hijos superen a sus progenitores y establezcan los fundamentos para el ascenso de las generaciones futuras.

Huelga entrar en detalles sobre la obra teatral de marras; con sólo considerar el título de la misma basta para comprender el mensaje que en ella estaba pergeñado. Mensaje que, con algunos claroscuros, hicieron patente una época que fue eclipsándose con el devenir de los tiempos.

Resulta justicia destacar que este paradigma de la superación que describía Florencio Sánchez, se pudo vivenciar, nuevamente, alrededor de los años ’50 y con menor fulgor a mediados de los años ’60.

Pero, entrados en el siglo XXI muy pocas familias de extracción humilde (como eufemismo de pobreza) pueden celebrar la superación de un hijo con grado universitario y título doctoral.

La decadencia argentina (lamento reiteración) nos ha quitado ese orgullo secular. Nos priva de exaltar los resultados del esfuerzo, del sacrificio casi franciscano, de apalancar a un hijo en el sueño de ser un profesional que enorgullezca el acervo familiar.

Hoy sobran muchas cosas que antes se carecía: claustros académicos a pocas cuadras; programas educativos accesibles; dispositivos informáticos de relativo fácil acceso; pero faltan los recursos económicos suficientes para invertir en la educación de nuestros hijos; faltan incentivos sociales, culturales, para motivar la superación; faltan los espacios y oportunidades laborales que garanticen la inserción de los nóveles profesionales… falta un horizonte esperanzador que insufle en los jóvenes la utopía de un mañana mejor.

Hoy, pocas familias aspiran tener un hijo doctor… ¿para qué? si no hay un campo de acción estimulante y sustentable… ¿para qué? si no hay ámbitos de entrenamiento -residencias/pasantías- que los valore y les proporcione la experiencia imprescindible para desarrollarse con suficiencia y pericia.

Hoy los sueños se han adaptado a las paupérrimas perspectivas que el clima socioeconómico impone.

Hoy sólo se busca lo inmediato, lo asequible, lo concreto.

Hoy, sólo aspiramos que nuestro hijo tenga un trabajo, formal o informal, ya no importa. Que pueda ganarse el pan de todos modos.

Hoy sólo nos queda, que al menos nuestro hijo, sea un Rappi y ya no un doctor.

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