Por Hernán Andrés Kruse.-

LA PRÁCTICA ORATORIA Y SERMOCIONAL: GESTO Y VOZ

“¿Qué parte de todo este aparato gestual utilizó Caramuel en sus sermones? No hay ninguna mención explícita al respecto, pero lo que sí encontramos son suficientes observaciones como para poder componer una normativa concionatoria básica inscrita en la actio o pronuntiatio que hace del sermón, como ya vimos al principio, un ejercicio fundamentalmente de representación. Para empezar, hay que decir que Caramuel confía más en la palabra escrita que en la hablada: “Las palabras se expresan de manera más exacta y elegante con la pluma que con la lengua. Las que se escriben en el papel se revisan, se suprimen, se corrigen; pero las que surgen de la boca son irrevocables: una vez dichas, permanecen. Por eso, muchos que son eminentes con la pluma no se atreven con la lengua… Siempre es menor la fuerza y la elocuencia en la lengua que en la pluma” (articulus XXII, sectio XVII).

Es por ello, sin duda, por lo que Caramuel considera imprescindible y consubstancial al sermón una actio adecuada. Lo deja muy claro ya en el articulus I (Del gesto en general): en la sectio II [Del gesto que los poetas y oradores esgrimen en las declamaciones) afirma: “El alma del discurso es, pues, el gesto, y su eficacia en el vulgo depende más del modo de perorar que del peso de los razonamientos… Quien nombra el océano y alude a las costas, quien menciona las ciudades, profiere palabras sin vida a no ser que, moviendo la mano de aquí allá, parezca representar todo aquello que dice”. Y, unas páginas más adelante, aborda uno de los aspectos que más preocupaban a los encargados de propagar la fe contrarreformista desde el púlpito: “Si la expresión de los gestos desdice de la gravedad y autoridad eclesiásticas” (articulus I, sectio IV).

En estos años, en los que la predicación había alcanzado tal grado de histrionismo que era comparada con toda naturalidad, reprobándolo o defendiéndolo, con la representación teatral, la postura de Caramuel es de extremada prudencia y de rechazo hacia todo exceso. Por eso mismo, su defensa de la gestualidad, nada sospechosa, da idea de hasta qué punto era ésta un componente esencial de la predicación.

Veamos, de manera sinóptica, cómo resuelve Caramuel esta duda planteada en el mencionado articulus I, sectio IV: “Divido el gesto en grave y ridículo. Y, distinguiendo dentro del primero entre gesto excesivo y gesto sobrio, así como en el orador, y sobre todo en el orador evangélico, condeno los gestos ridículos y no tolero, si son excesivos, los heroicos, del mismo modo permito, alabo y recomiendo los gestos graves si se hacen con sobriedad… Del teatro pasaron los gestos al foro… y, con estas premisas, surge la pregunta siguiente: ¿deben y pueden los cantores en el coro y los predicadores en la iglesia imitar a los oradores antiguos en la expresión de los gestos? El llamado credo calábrico, en el que el cantor reproduce con el movimiento de las manos lo que significa cada palabra, debiera ser prohibido, porque excita más a risa que a devoción, ya que expone una y otra vez en son de burla los fundamentos básicos de la Fe, no sin cierto sonrojo de gente erudita. He visto predicadores extremados en el gesto que parecen comediantes más que apóstoles… Todos los extremos agradan a los heterodoxos. Por eso, los luteranos y calvinistas apenas mueven las manos en sus sermones. No parecen decir, sino leer o lamentarse: si las estatuas hablasen, serían como ellos. Declaman de tal modo en los templos para granjearse la consideración de modestos. Uno y otro extremo condeno, pues la virtud consiste en el término medio… Y el modo de decir en las iglesias o en las aulas que los españoles llamamos afectado ni los pulpitos ni las cátedras lo admiten… Así, pues, el uso de Polymnia no desdice de los predicadores apostólicos, con tal de que no exceda el límite de la modestia…”. Moderación, en suma, sí, pero necesidad de la gestualidad para hacer creíble el sermón y para alejarse de la frialdad de los cristianos reformados. Es muy significativa en el pasaje anterior la relación que establece entre los cantores y los predicadores, con lo que deja patente, una vez más, que la predicación es representación, aunque deba huir de la afectación.

Hay otro pasaje en el que Caramuel ejemplifica la manera de hacer inteligible el discurso mediante el movimiento de ojos, cabeza y manos. En él imagina un recitador ideal declamando ciertos versos de Virgilio que reproduce y que señala al margen con la siguiente advertencia: Se reproducen unos versos de Virgilio que, si se leen en silencio y no se recitan de viva voz, carecen de energía. Sus recomendaciones constituyen toda una lección de arte dramático: “Cuando pronuncia aquel verso Tanta-ne, etc., adelanta la cabeza, abre amenazante los ojos y, a la vez, eleva ligeramente la mano y la extiende, abierta, ante la faz. Cuando profiere las palabras ccelum terramque, aquellos espacios de los que habla representa con ojos y mano. Y, finalmente, cuando añade quos ego, dirige los ojos a los insolentes vientos y apunta con el índice hacia ellos, para decir luego, mientras inclina la cabeza y baja la mano, sed motos prcestat, etc. Esta técnica nos ayuda a entender algunos lugares de las Sagradas Escrituras que, si carecen de circunstancias consignificantes, no se pueden explicar” (articulus XXI, sectio XI). La última frase es reveladora, por cuanto abre la puerta al empleo en la predicación de los recursos gestuales que ha expuesto, aunque, lamentablemente, no ofrece a continuación ningún ejemplo práctico al respecto.

El movimiento de los brazos es, desde luego, insustituible en el sermón y conforma un lenguaje del que da cuenta Caramuel en el articulus XIX (Del habla de los brazos). El comienzo de su exposición va acompañado de la siguiente nota al margen: Se examinan los principales modos de mover los brazos en el sermón: “También con los brazos hablan los hombres, y, así, mientras peroran, con los brazos unos parecen nadar en el río, otros serrar una madera, otros, como los cálibes, forjar el hierro en el yunque, otros tejer con menos esfuerzo, otros bordar con la aguja y otros volar en el vacío. Hay algunos (también me sirve la lengua española) que [en] el púlpito se columpian, otros que esgrimen, otros que arrullan. Y esto sin faltar otros que danzan, bailan, castañetean y, fuera de propósito, juegan los brazos con movimientos poco proporcionados. Y todos estos movimientos provienen de la Naturaleza o del Arte. Si de la Naturaleza, denotan una manera de hablar en el orador incorrecta e indisciplinada. Si del Arte, denotan una emoción especial que quieren sea captada por el auditorio” [Lo que aquí va en cursiva también aparece así, y en castellano, en el original].

La vieja dicotomía naturaleza-arte, esto es, lo inasible, azaroso, no sometido a razón, por una parte, y lo ordenado, legislado y reducido a normativa, por otro, es invocada aquí nada menos que para legitimar el artificio (no la afectación, aunque ¿seríamos capaces hoy de discriminar ambos conceptos si, por acaso, asistiéramos a un sermón de entonces?) que da sentido al discurso y garantiza su eficacia. Caramuel, así, sanciona el carácter para-teatral del sermón y el entrenamiento en una técnica gestual, como se vio en el párrafo anterior, para su declamación. En la geografía del cuerpo hablante revelada por Caramuel destaca, señero, el lenguaje de las manos, lo que denomina quironomía o quirología. Al comienzo mismo de su extensa disertación sobre este tema el cisterciense lo vincula a la predicación, planteando al margen: ¿Qué elogia principalmente el vulgo ignorante en el predicador? Y, más adelante, también al margen, anota: La suavidad de la voz es extremadamente necesaria para el orador. El mismo sermón, discurso o comedia agrada si se dice bien, y no lo hace si se dice mal.

Y es que en este pórtico al lenguaje de las manos Caramuel añade, además, algunas consideraciones sobre el otro aspecto de la actio o pronuntiatio, el tono de voz: “Del mismo modo que en el canto armónico las cuerdas y los órganos conciertan en sus proporciones numéricas con la voz (pues resultaría una disonancia malsonante si no hubiese concordancia entre ia voz y el instrumento musical), así también el movimiento de las manos y la disposición de todo el cuerpo se deben acomodar a lo que se dice y a la manera en que se dice… He conocido predicadores de gran ingenio y gran elocuencia que no eran apreciados porque eran fríos en la acción y tenían una voz desagradable. Por el contrario, he conocido otros que, dotados de clara y sonora voz, eran elogiados por los ignorantes (de los que hay muchos). Así transcurren las cosas humanas. Porque, así como una buena fábula es silbada a veces por el defecto del histrión que representa, así también un buen discurso desagrada si se declama torpemente, lo que sucede con frecuencia… Hay quienes, cuando debieran orar, cantan, hay quienes ladran, o mugen… Y, en lo que respecta al gesto, hay quienes en la cátedra nadan, hay otros que vuelan, los hay que se retuercen, o se tiran al suelo… Dice, pues, el español: El que mal pleito tiene I a vozes le mete” (articulus XXI. Del habla de las manos)

Una vez más, dejando a un lado los excesos pintorescos, pero representativos, al fin, de unos hábitos compartidos y asumidos de forma generalizada por quienes nos precedieron, Caramuel hace de su querida Polymnia rectora del discurso y le dedica un apartado especial (articulus XXI, sectio I), en el que afirma: «La mano es otra lengua… también las mismas retórica y dialéctica serían inanes si no se ayudaran de las manos.» En el apartado siguiente (articulus XXI, sectio II) encontramos una definición de quironomía («es el arte que prescribe leyes a las manos») y una curiosa división de la misma: quironomía del tripudium (la que regula lo relativo a la danza y la coreútica), quironomía del convivium (el arte de trinchar: «los quirónomos sirven hoy a los príncipes y trinchan las aves con suma agilidad y destreza, aunque no observan los números aarmónicos en el movimiento de las manos») y quironomía declamatoria. En esta última, lleva a cabo un elogio de la actio con estas contundentes palabras: “Proclamo que el orador no sólo puede, sino debe mover la mano con artificio, pues declamaría sin vida si permaneciera inmóvil como una estatua… La actio comprende muchas cosas y la elocuencia necesita de todas ellas, a saber, moderación en la voz, vigor en los ojos, movimiento en las manos, disposición en el rostro y, en fin, el gesto en todo el cuerpo”.

La retórica en su conjunto, esto es, las cinco operaciones clásicas de la misma, inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio o pronuntiatio, son repartidas entre las diferentes manifestaciones gestuales en la sectio V (De la retórica de la quironomía ) de este articulus XXI. La inventio corresponde, no acierto a entender por qué motivo, al tono de voz, y la consideraremos más adelante. En la dispositio aplicada al gesto Caramuel nos ofrece otra lección de arte dramático: “Otro cuidado que ha de tener el phrósophos concierne a la disposición del cuerpo, pues debe procurar que esta actitud corporal externa responda a la disposición de los argumentos, de la que tratan profusamente los escritores, ya que las maneras y el movimiento de las manos, de los brazos y de todo el cuerpo son como los fiadores de la voz, que corroboran cada una de las cosas que se dicen. Así, cuando describimos un hombre magnífico, erguimos todo el cuerpo, cuando uno modesto y humilde, encogemos los hombros e inclinamos la cabeza. De aquí que las mismas palabras puedan declamarse con modestia, altanería o humildad. La modestia es el término medio, ya que decimos hablar modestamente cuando lo hacemos como los otros suelen. La altanería requiere que, al igual que alzamos los ojos y erguimos la cabeza, levantemos también la voz. La humildad, exponer el asunto someramente, inclinar la cabeza, y bajar ojos y voz”.

La elocutio implica la elegancia en el gesto, la cual «reprueba y rechaza los movimientos desproporcionados y descompuestos». El predicador que fue Caramuel hizo uso en sus sermones de un particular sistema mnemotécnico (quizá inventado por él) que denomina memoria digital y que explica en el apartado correspondiente a esta operación. La rica tradición de la memoria artificialis o arte de la memoria, a medio camino entre la práctica y la simbología, cuenta aquí con una de sus últimas apariciones en nuestra cultura: “El jurisconsulto en el senado, el preceptor en el aula y el predicador en el templo procure en primer lugar hacerse con diferentes anillos de distintos materiales (hierro, plomo, cobre, plata y oro) y haga engarzar en ellos piedras de diversas formas (triangulares, cuadradas, ovales, redondas, etc.) y de varios colores (negras, blancas, verdes, rojas, azules, amarillas, etc.), y puedes designar todo este aparato con el nombre de memoria digital. Luego, cuando llegue la hora de la declamación, disponga las secciones de su discurso como por capítulos, y adjudique el anillo apropiado a cada una de estas secciones atendiendo a su contenido. Finalmente, empezando por el meñique, engalane los dedos de la mano izquierda con los anillos en el orden que pide la disposición del discurso, de manera que las piedras, con sus colores particulares, pongan ante los ojos las secciones a dilucidar. Este sistema es fácil y de él me he servido con frecuencia”.

Caramuel da fin a esta retórica de la quironomía con la pronuntiatio que veremos en seguida. Ahora, para terminar con los gestos de la mano, hemos de decir que nuestro autor les otorga una triple función a la hora de abordar la cuestión siguiente: Si puede precisarse un discurso ambiguo mediante el movimiento de la mano (articulus XXI, sectio XI). Al comienzo de esta sectio XI anota al margen: De tres maneras desvelamos la mente con el movimiento de las manos; estas tres maneras son, en síntesis: 1- Subrayar lo que se dice, como cuando, al mencionar el cielo, se eleva la mano, o, cuando se menciona la tierra, se baja; 2- Modificar o desplazar el sentido original de una expresión, dirigiéndola hacia alguien expresamente señalado («así, en otro tiempo, un cómico de Roma, vuelto hacia Pompeyo, le dirigió aquellas palabras de Plauto: “Y tú eres dichoso con nuestras desgracias»); 3- Suplir lo que no pueden expresar las palabras, como el movimiento de las aguas…”.

Inseparable y complementaria del gesto para una adecuada declamación es la vocalidad, que constituye propiamente la pronuntiatio dentro de la quinta operación de la retórica clásica. Aunque Caramuel le concede menos importancia que a la gestualidad, no está ausente de su monumental tratado sobre la restrictio sensible que estamos intentando desentrañar. Ya hemos visto en un pasaje anterior su espanto ante los mugidos y ladridos de algunos predicadores de su tiempo (articulus XXI. Del habla de las manos). Con independencia de su decidida oposición a tales excesos histriónicos, Caramuel postula una variada y adecuada inflexión de la voz para atender a las necesidades expresivas, esto es, restrictivas o determinantes, según su particular punto de vista, de determinadas partes del discurso, continuando, así, la larga y rica tradición que, revisada y puesta al día, se mantenía ininterrumpida desde las preceptivas de Cicerón y Quintiliano, principalmente.

El lugar por excelencia para abordar las cualidades de la voz es el articulus XII (Del habla de la boca). Aquí, junto a disquisiciones propiamente musicales, alude a la tradicional división de la voz en grande, mediana y pequeña, asimilando implícitamente el parámetro intensidad al parámetro altura cuando afirma: «La voz mediana, también llamada igual, es la que utilizamos comúnmente al hablar, porque no admite variaciones, ni retóricas ni musicales» (sectio III. De la cantidad de la voz). También plantea la percepción, a través de la voz, de la alegría (mediante interjecciones) y de la tristeza (a la que corresponde una voz quebrada, entrecortada y abatida) Es interesante, asimismo, la referencia a una especial inflexión o entonación de la voz que ejemplifica con un pasaje de Los cigarrales de Toledo de Tirso y que tiene nombre propio en castellano: «Aquel tono que produce una voz llena y arrogante es llamado por los españoles sonsonete» (sectio VI. De las voces altanera y humilde).

Por último, alaba la capacidad persuasiva de la voz, en el mismo sentido en que lo hizo con el gesto en general, y recuerda la adecuación que debe haber entre el tono de voz y lo que se declama; lo expone junto a una nota marginal que dice: “La persuasión depende en gran medida de la manera de decir. El tono de voz tiene una especial virtud, y el que, atendiendo al carácter de lo que se dice, habla en tono alto, vehemente y áspero, o bien en tono bajo, suave y bondadoso, expresa mucho más de lo que significan las palabras: en efecto, cada tema requiere un modo especial de hablar, por lo cual, del mismo modo que la acrimonia y vehemencia en la pronunciación causaría risa en una declamación panegírica, así también la suavidad y la afabilidad elocutiva en la peroratio haría sospechosa a la acusación de falsedad y engaño” (sectio VIL Del tono de voz vehemente, agrio y desentonado).

El engolfamiento de algunos predicadores en la musicalidad de la palabra, el paso de la inflexión vocal a una articulación propiamente musical, es rechazado por Caramuel en la sectio V (De la retórica de la quironomía) del articulus XXI, en la parte correspondiente a la inventio: “El primer cuidado que ha de tener el quirónomo que desee ser retórico concierne a la moderación en la voz: no debe cantar, sino decir. Cantamos cuando pronunciamos con tono musical; decimos, en cambio, cuando usamos la voz natural, que no puede hallar lugar entre los sonidos musicales. Una cosa es hablar en voz alta y otra cosa es cantar. Y no sólo hay predicadores que declaman en el púlpito con voz canora, sino otros muchos que hablan melodiosamente en una conversación privada”. En este mismo lugar, en la parte correspondiente a la pronuntiatio, explica de qué manera la entonación modifica el sentido del texto hasta convertirlo en su opuesto, como es el caso de la modulación que lleva a cabo la voz en la interrogación y en la ironía, respectivamente.

Esta última figura se halla ligada, según Caramuel, a un tono de voz agrio y vehemente: “El último cuidado del retórico es la pronuntiatio, que concierne a la manera de decir. Y, si lees con atención, las anotaciones que siguen podrán serte de provecho para tu formación. En primer lugar, el modo de pronunciar distingue a un pueblo de otro pueblo y a un país de otro país, pues la misma lengua latina es pronunciada de manera diferente y con acento distinto por un castellano, por un portugués, por un alemán, por un italiano, etc. A veces, cuando oímos a dos hablar, aunque no entendamos ni una palabra, sabemos en qué lengua lo hacen por la manera de hablar y por el tono. En segundo lugar, el modo de pronunciar distingue la interrogación de la afirmación. Este tono del habla convierte con frecuencia un aserto verdaderamente católico en herético. Católicas son aquellas palabras de San Agustín: “Quien sin ti te hizo, no te salvará sin ti, que, sin embargo, en boca de Juan Calvino son heréticas, pues las trae así: Quien sin ti te hizo, ¿no te salvará sin ti?… En tercer lugar, el modo de pronunciar distingue la ironía de la expresión ordinaria, ya que con un tono decimos: bella cosa, cuando nos admiramos y de verdad afirmamos que es bella, y con otro cuando, con estas mismas palabras, declaramos a voz en grito con ironía que es infame… La ironía, como la suelen definir los retóricos, es una figura que difícilmente reconocerás en la escritura, pues toda ella se cifra en la acritud de la voz. Podemos llamarla disimulo o burla, como quiera que, con la pronunciación misma, damos a entender lo opuesto a lo que significan las palabras”.

La defensa del libre albedrío en el pasaje anterior, y, en general, la salvaguarda de la ortodoxia tridentina, como hemos visto en otros lugares, es el objetivo final al que mira la sistematización de gestos, tonos de voz y recursos no verbales de toda índole que Caramuel dispone laboriosa y apasionadamente. Porque se requiere pasión para persuadir: “Debe ser, por cierto, el predicador lámpara ardiente y luciente. En vano procurará alumbrar a los demás, si antes no se inflama con el fuego de la Santa Caridad. Y, si quiere saber el predicador lo que se ha de hacer para lograr arder primero y alumbrar después, traeré las palabras de Claudiano…” (articulus XXIV, sectio VI. De la primera tonsura. Si los clérigos son iniciados mediante la imposición de las manos). Arder y alumbrar. El cuerpo mismo del predicador hecho pira, lucerna, discurso inflamado que con todos sus miembros lanza destellos para vivificar la palabra de un Dios, innominado, que rotulara una existencia cifrada”.

(*) Luis Robledo Estaire (Conservatorio Superior de Música de Madrid) titulado “El cuerpo como discurso: retórica, predicación y comunicación no verbal en Caramuel” (CRITICÓN, 84-85, 2002).

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