Por Hernán Andrés Kruse.-

EL HOMBRE

“Spengler rechaza la tesis del progreso indefinido, tan defendida en el siglo XIX. Esta postura es considerada inadmisible porque supone que es factible el cumplimiento de metas propuestas por los hombres. Recuperando las ideas de Von Buch, Cuvier y de Vries, nuestro autor, también combate el evolucionismo inglés de Lyell y de Darwin. Al origen de las especies opondrá las explicaciones de De Vries, las cuales sostienen que los cambios son dados en las especies por mutaciones interiores súbitas; la aparición de cualquier especie ha sido, según esta teoría, siempre repentina, y la figura que adopta es al parecer definitiva.

La vida vegetal está sumergida, como ya hemos visto, dentro del ámbito cósmico, y le corresponde como sino el vivir sujeta a la naturaleza. Por el contrario, el animal es móvil y se enfrenta a lo natural, entablando una lucha con su entorno. A su vez, dentro del grupo de los animales hay que distinguir dos grados: el de los herbívoros, que dependen de los vegetales inmóviles para subsistir. Y el de los animales de rapiña, aquellos que viven de otros animales, aquellos que atacan a víctimas móviles que también se defienden.

El hombre es definido por Spengler, desde el punto de vista moral, como un animal de rapiña; como aquel que ha nacido para hacer presas y cuya táctica de movimiento es el ataque. Pero, a su vez, el hombre es inventivo y posee la capacidad de aprender. De allí que la técnica sea la herramienta que emplea en la lucha. Cada invención genera en él el deseo de nuevas invenciones. Por lo cual, este animal rapaz es también insaciable. El constante anhelo se convierte en su propia maldición pero, también, es el rasgo que le otorga cierta grandeza a su destino. Sin embargo, este “hombre” del cual nos habla Spengler no es más que una construcción teórica, un arquetipo. No es el hombre de ninguna época o cultura particular; no posee nacionalidad ni raza. El hombre como idea y como problema filosófico no es el individuo, ni el sujeto que forma parte de una multitud. Es un hombre sin rostro que logra convertirse en todos los hombres.

Es posible señalar una contradicción entre el “hombre” visto como parte de la especie, y los “hombres” en tanto integrantes de determinadas culturas. Mientras el primero es universal, los segundos son la expresión de un alma particular. El autor, sin embargo, no pone atención a este desfasaje explicativo, y continua atribuyéndole al hombre características que más adelante olvidará en los pueblos. El Sino de los hombres los empuja a revelarse contra la naturaleza que los ha creado aún sabiéndose perdedores de esa batalla. La derrota final de toda lucha emprendida por el hombre revela el carácter pesimista del pensamiento de Spengler, pero a su vez, y quizás en forma implícita, pone de relieve el carácter supremo que el autor le otorga al hecho mismo del combate.

Es preciso aclarar que esta “lucha” es concebida en términos heroicos, casi mitológicos. El hombre como idea; el hombre genérico y universal es el que adquiere los rasgos del héroe al enfrentarse con su Destino. La naturaleza, invicta en todas las batallas, se enfrenta a este ser, que, aún predestinado a la derrota, se levanta ante ella. Sin embargo, como se ha señalado, las luchas de los hombres reales no son consideradas como parte de esta poética heroicidad, sino como un absurdo impulsado por seres contemplativos y teóricos. De este modo se presenta a los unos y a los otros. A los conductores, a los valiosos, a los necesarios y en el extremo opuesto, a los enemigos, a los culpables, a los superfluos.

En toda cultura, el rasgo principal que señala el advenimiento de la etapa de decadencia está dado por la mayor distancia que se establece entre los hombres y su suelo materno. Distancia que antes de significar lejanía, implica la adopción de un nuevo estilo de vida, el urbano. Spengler agrega: “Hay en todo cosmopolitismo odio al sino y sobre todo a la historia como expresión del sino”. Así regresa una vez más sobre su problemática filosófica: exaltación de la intuición y desprecio del intelecto donde el movimiento y el devenir son considerados el sentido profundo de la realidad. El pesimismo que se advierte en ciertos pasajes de La decadencia de Occidente, la certidumbre del inicio de una etapa final para la historia de Europa y la poca confianza ante las posibilidades del hombre como conocedor y como modificador del destino, no conducen, sin embargo, a la añoranza por épocas pasadas.

Quizás, el aspecto más novedoso de su teoría es, justamente, que no apela a una vuelta atrás, como pudieran hacerlo otros intelectuales conservadores, sino que acepta su propia historicidad pretendiendo contrarrestar con un final heroico una vida que se ha tornando poco digna. La consigna es: crear nuevos valores para la etapa que se avecina; valores que estén en sintonía con los hombres de las postrimerías. Tal como lo señalara Nietzsche, Spengler podría haber afirmado: “Nadie es libre de ser un cangrejo. No hay remedio: Hay que ir hacia adelante, quiero decir, avanzar paso a paso hacia la decadencia”.

La guerra, entendida como la política primordial de todos los seres, pondrá la vida y la lucha en igualdad de planos. Política es energía, es el impulso cósmico que hará que los hombres resuelvan si serán Sino o lo padecerán. La economía, como otro de los aspectos de la existencia, se encuentra subordinada a la política. La diferencia de rango entre una y otra se observa al comparar el hambre y el combate, es decir, el morir de algo frente al morir por algo. Spengler lo confirma: “No hay contradicción mayor que la que media entre la muerte por inanición y la muerte heroica. Económicamente la vida es amenazada, degradada, rebajada por el hambre… la política sacrifica a los hombres por un fin… la guerra crea, el hambre destruye todas las grandes cosas… el hambre genera una especie de miedo vital, índole fea, ordinaria… bajo la cual se quiebra el molde formal de una cultura, para dar comienzo a la desnuda lucha de la bestia humana por la existencia”. El hambre degrada a los hombres; pero la lucha para revertir condiciones de miseria y de injusticia social aparece en su teoría como degradatoria de la cultura. Después de todo, para nuestro autor, las desigualdades no son crímenes, son hechos… De esta manera, asegura que “el drama social aparece necesariamente con el materialismo histórico”.

Por último, en su teoría del hombre, Spengler considera que los hechos individuales que son posibles realizar, pueden considerarse múltiples y hasta sorprendentes. Sin embargo, hay, para cada época, una unidad vital (un alma) impuesta por la cultura. Es decir, que el azar interviene en innumerable cantidad de acontecimientos, pero, en última instancia, el curso de ese acontecer está marcado por el sino. De modo similar a la relación que se establece entre el libre albedrío y la presencia Divina en la religión islámica y en el protestantismo, la humanidad posee la capacidad de elegir un lado u otro del camino; pero el camino en sí, ya ha sido trazado. En este sentido, el pensamiento de Spengler, va un poco más allá, y señala la imposibilidad de apartarse de la senda aún sabiendo el carácter fatal que nos aguarda.

En su teoría, debe recordarse, no existen paraísos. “Los hechos son como son, aun cuando nosotros no los conozcamos”. Percibir en movimiento las corrientes de existencia humana lleva a considerarlas historia; percibirlas como algo móvil las convierte en “generación”, “estirpe”, “pueblo”, “nación”. Spengler sostiene que los pueblos existen en relación a otros pueblos y considera que la relación natural que los vincula es la guerra. Bien se sabe que, según una frase de Jacques Soustelle, “siempre se es el bárbaro de alguien”, por esto “la guerra es la política primordial de todo viviente”. Como veremos, la caracterización de los pueblos como un nexo entre hombres que se sienten formando parte de un todo, conduce al autor a desarrollar el aspecto más político de su filosofía del sino, e instala dentro de la teoría de la decadencia a su propia época”.

LA DECADENCIA

“La idea fundamental de Spengler sobre las culturas puede reducirse a la visión de ellas como organismos dotados de vida. El autor se pregunta si estas protoformas universales (las culturas) no son poseedoras de un sentido oculto que aún nadie ha desentrañado. Es así como llega a considerar que la historia no es más que la biografía de estos organismos en exacta correlación con la biografía de los individuos, los animales, los árboles y las flores. Siendo así, los conceptos fundamentales de la biología se aplican sobre ellas: nacimiento, juventud, vejez, muerte. En el estudio de las culturas estos conceptos no deben ser tomados como la expresión de estimaciones subjetivas, de índole social, moral o estética, sino como “designaciones objetivas de estados orgánicos”.

Las culturas definidas como organismos dotados de alma hacen que el autor distinga entre las posibilidades interiores de cada cultura y su manifestación concreta, llegando a la designación de la historia como la realización de la cultura posible. Partiendo de la máxima que sostiene que todo lo producido es transitorio, son considerados transitorios los pueblos, las razas, los dogmas y los pensamientos. Esto significa que dejan de existir plenamente cuando se extingue su alma. Sus “eternas verdades” dejan de comprenderse por los que vienen detrás en el tiempo. La causa de ello es que las culturas nacen de su paisaje materno repitiendo su sino dentro de cada uno de los hombres que las componen, pero esto concluye en el momento en que mueren. El alma de una época, de una cultura, no se repite jamás, aun cuando todas las culturas pasen por fases idénticas. Lo producido bajo su órbita pierde significación cuando ésta decae. Y si bien nosotros aún podemos leer Edipo, no podemos llegar a su esencia porque no compartimos la sensibilidad de los griegos que presenciaron la obra en los antiguos teatros. De este modo, Spengler encuentra en la incapacidad moderna de comprender a quién considera el mayor símbolo del alma occidental, Goethe, un rasgo evidente de que el camino emprendido es el de la decadencia.

Esta misma idea ya la encontramos en la pregunta desesperada que se hiciera Nietzsche: “¿Cómo es que el resultado global no es un Goethe, sino un caos, un sollozo nihilista, un no-saber-adónde-ir, un instinto de cansancio?”. Bajo esta teoría, el pasado puede ser recordado, incluso pensado; pero sólo lo que está vivo se percibe y logra establecer lazos de afinidad con nuestra sensibilidad más profunda. La historia es vida y la vida es devenir. La historia como todo organismo vivo posee ciclos, por consiguiente, conociendo sus ciclos podemos prever el futuro. Spengler no puso jamás en duda esta ecuación. Prever las grandes líneas de la evolución histórica nos “obliga” a entender que los inicios del siglo XX son una fase civilizatoria, no una fase de la cultura. Las posibilidades de creación están agotadas, sólo quedan posibilidades expansivas. Para comprender la historia humana, no hay que partir del hombre sino de la cultura misma. Las formas de las culturas se imponen a quienes viven dentro de ellas. Los hombres no pueden ni pensar, ni actuar por fuera de su marco, ni por fuera del momento histórico en el que ellas mismas se encuentran. Revelarse, no sólo es un acto inútil, sino que, a su vez, la rebelión implica una oposición a la vida misma: un acto antinatural y aberrante.

Aplicando estas reflexiones al momento en el que se encuentra Europa cuando Spengler redacta su trabajo, nos acerca a su posicionamiento ideológico. Así se nos revela que la política no sólo es el arte de lo posible, sino que esas posibilidades no dependen de los hombres en su conjunto, sino de una minoría portadora de una mirada providencial. En la hora del ocaso, al lado de los pueblos decadentes, están los pueblos aún jóvenes. Estos pueblos jóvenes son los que realizarán la última de las posibilidades de la cultura moribunda: el dominio cesáreo del mundo, el imperialismo. Tal fue el Sino de los romanos en la cultura antigua; tal será el de los germanos en la cultura occidental. Ellos no sólo constituyen para Spengler “la última nación de Occidente”, sino que, mediante paralelismos nada sólidos, se presenta a los “prusianos” como a los romanos de la época actual. No porque compartan un alma con aquellos, sino porque comparten un destino.

Lejos de reclamar una restauración monárquica, Spengler, no obstante, se posiciona claramente dentro de un pensamiento reaccionario y decididamente elitista en términos políticos. Es esa óptica la que lo conduce a asimilar todos los conflictos sociales, de todos los tiempos, con un odio criminal a las tradiciones culturales. Tradiciones que, por otra parte, se consideran inalterables monopolios de las clases privilegiadas. Así, lo que se oponga a éstas, se contradice con aquellas. La “verdadera” nobleza es aquella que se relaciona con la tierra, la que hereda, no la que compra; la que posee estirpe, no dinero. De aquí se desprende que plutocracia y democracia sean rasgos ineludibles de la vida ciudadana, donde es el dinero el que triunfa y la crítica y las palabras, son las que ocupan el lugar de los hechos. Las ciudades modernas, pétreas, ajenas al alma de las ciudades señoriales, son las “ciudades de los arquitectos municipales”, las que han perdido el vínculo con su raza, cambiando el sentimiento profundo por el espíritu de negocio.

Al ir concluyendo la etapa final de toda cultura, llega también a su fin la historia de las clases. Vence la mera voluntad de vivir, el desarraigo, donde todos los grandes símbolos culturales se banalizan, no se comprenden, ni se toleran. Como lo postulara Nietzsche: “la gente vive para el hoy, vive con mucha prisa, vive muy irresponsablemente, y justo a ello es a lo que llama libertad”. El resultado es una vida artificial, una vida por fuera de los causes que marca la providencia; una vida que, sustrayendo al labrador de la “presión de la dependencia” no hace otra cosa que abandonarlo a la potencia del dinero. De este modo, mientras la nobleza es la clase en sí misma, la plebe no es más que un conjunto de seres amontonados, una amalgama numérica que mantiene su unidad tan sólo por su inclinación a la protesta. La etapa de Civilización viene así acompañada del desarraigo; las multitudes son el fin, son “la nada radical”.

Pero Spengler todavía creía que el cesarismo podría dignificar este final, aún sin llegar a revertirlo. De esta manera, aceptando su propia historicidad, revelaría, con algunas reservas, su inicial adhesión al nazismo. Paradójicamente, el pensamiento nacional-socialista presentó marcadas diferencias con la filosofía spengleriana. Ya que, si aceptamos como idea rectora del régimen nazi, la confianza depositada en las posibilidades de la raza aria para lograr construir un mundo nuevo, superior, encarnado en el Reich de “mil años”, el abismo con las nociones expuestas en la obra de Spengler son evidentes. Frente a la voluntad de poder y la purificación racial del III Reich, nuestro autor profesa un profundo pesimismo, donde las capacidades humanas para revertir su destino son nulas, y donde la desaparición de las culturas, incluida la occidental, es irrevocable. Efectivamente, tal como lo señalara el personaje de una novela alemana, Spengler parece querer decirnos: “…si usted cree que el resultado de las revoluciones futuras será la libertad, se equivoca… Es desconocer profundamente a la juventud el creer que siente placer con la Libertad. El placer más profundo de la juventud está en la obediencia… No es la liberación y la expansión del Yo lo que constituye el secreto y la exigencia de este tiempo. Lo que necesita, lo que pide, lo que tendrá, es el Terror”.

Si bien en La decadencia de Occidente el concepto de pueblo se liga en varias oportunidades a la idea de raza, es preciso remarcar los matices que lo distinguen de interpretaciones racistas. Alfred Rosenberg, como lo hicieran Spengler y Herder, también descubre en la historia una dimensión analítica que escapa al saber físico y se inscribe en un proceso natural, en un ámbito poseedor de una lógica propia. Pero en su trabajo El mito del siglo XX, analiza ese proceso histórico a través de un determinismo racial de tipo biológico. La sangre como idea, pero también como fluido vital, es catalogada como lo esencial, como el determinante y condicionante de toda raza. En la obra de Spengler, sin embargo, la raza adquiere una dimensión más afín con la idea de comunión cultural, que con la de determinismo biológico. Entre las culturas, (definidas como organismos cerrados y con vida propia) se levanta un muro impenetrable. Su interrelación es siempre violenta pero en esos choques se va afirmando la misma historia. Como señalara Claudel: “La espada es el camino más corto de un corazón a otro”.

Spengler no duda en afirmar que “la última nación de Occidente es la prusiana”. La Revolución francesa no logró destruir su “sentido cósmico de la raza”, ni su sentido político y por lo tanto, tampoco el nacional. A partir de 1789 triunfó el racionalismo y se libertó la idea de nación más que a la nación misma. Una absurda fantasía que invierte la máxima romana postulando la superioridad de las palabras y no la de los hechos. Por esta razón el Cesarismo es visto como la única alternativa viable. El poder personal de un hombre apto, de un líder que reúna las mejores cualidades de la raza, destruirá a la política como abstracción intelectual y como negocio. La etapa final conduce a toda cultura hacia el imperialismo, a su ensanchamiento en términos físicos y potenciales, para luego morir. Pero antes del ocaso, el imperio pone fin a la política, al poder económico, a la espiritualidad ahistórica.

De acuerdo con Nietzsche, las conclusiones del autor sobre la Europa del siglo XX, sugieren que “los pueblos que valieron algo, que llegaron a valer algo, no llegaron nunca a ello bajo instituciones liberales… La democracia moderna y todas sus realidades a medias… son la forma decadente del Estado. Para que haya instituciones tiene que haber una especie de voluntad, de instinto, de imperativo, que sea antiliberal hasta la maldad”. Afín con los postulados políticos de la derecha alemana de posguerra, Spengler observa en la Revolución del siglo XVIII, en el capitalismo, en el racionalismo y en la política parlamentaria, el inicio de la decadencia europea, de sus valores y de sus tradiciones. Como en mayor o en menor grado, hicieran otros pensadores conservadores, por ejemplo Ernest Jünger, la obra de Spengler opone a esa etapa de desintegración, una Alemania fáustica, aún no contaminada en su esencia cultural, y por ello predestinada a encarnar la última de las grandes naciones de Occidente antes del avance de los “pueblos de color” y la posterior desaparición de los hombres. Será entonces deber de Alemania “permanecer como aquel soldado romano, cuyo esqueleto se ha encontrado delante de una puerta de Pompeya, y que murió en su puesto porque al estallar la erupción del Vesubio olvidaron licenciarlo”.

(*) María Laura Lescano (Departamento de historia-Facultad de Humanidades y Centro Regional Universitario Bariloche-Universidad Nacional del Comahue-San Carlos de Bariloche-2009): “Súbitamente y sin causa: Historia, Azar y Decadencia en el pensamiento de Oswald Spengler”.

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