Por Hernán Andrés Kruse.-

Jean-Noël-Barrot y Annalena Baerbock, encargados de las relaciones exteriores de Francia y Alemania, respectivamente, visitaron recientemente la prisión de Sednaya, situada al norte de Damasco, capital de Siria. De esa forma, ambas potencias europeas mostraron su apoyo al flamante gobierno interino establecido luego del derrocamiento de Bashar-al-Ásad. Ambos diplomáticos coincidieron en calificar a Sednaya como “símbolo de los peores crímenes del régimen de Bashar-Al-Assad”. Según amnistía Internacional, entre 10 mil y 20 mil personas sufrieron en ese macabro lugar, a cargo de la policía militar del depuesto régimen, sufrieron tortura y malos tratos de manera sistemática (fuente: Infobae, 3/1/024).

Resulta notable que recién ahora Francia y Alemania se horrorizan de lo que pasaba con los prisioneros en Sednaya. De repente, gracias a la caída de Bashar al-Ásad, ambos países tomaron conciencia de la existencia de ese feroz campo de concentración construido en 1987, cuando el poder estaba en manos de su padre, Háfez al-Ásad. Cabe formular, por ende, la siguiente pregunta: ¿Francia y Alemania no sabían de la existencia de ese campo de concentración? Por supuesto que sabían lo que pasaba en Sednaya pero nada dijeron porque lo primordial era tener una buena relación con esa feroz familia. Una vez más queda dramáticamente en evidencia la hipocresía de las relaciones internacionales.

Y una vez más quedó dramáticamente en evidencia lo peor de la condición humana. Porque difícilmente haya un acto humano más abyecto que la tortura. Pero cabe reconocer que Sednaya lejos está de ser una excepción. Por el contrario, son miles las Sednayas existentes en el mundo. En la inmensa mayoría de los países la tortura es una práctica habitual. ¡Si lo sabremos los argentinos! Buceando en Google me encontré con un ensayo de Marina Lalatta Costerbosa (Universidad de Bologna) titulado “Argumentos contra la tortura. La definición de tortura, el estado de derecho y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Derechos y Libertades-Número 39-Época II-2018). Saque el lector sus propias conclusiones.

UNA DEFINICIÓN INICIAL DE TORTURA

“Es muy difícil definir la tortura. Por lo general, se define como el sufrimiento físico o psicológico grave que se inflige de manera deliberada a una persona que se encuentra físicamente retenida. En este sentido, encontramos una definición paradigmática de tortura en la Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1975) o en la posterior Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (1984), donde se incluye la discriminación entre las motivaciones de la tortura. El Artículo 1 de esta Convención define la tortura como “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a estas”.

Esta es una buena definición, fundamental desde el punto de vista moral y jurídico, a pesar de que este tipo de definiciones insiste en la crueldad del sufrimiento en lugar del poder de destrucción de la identidad de la víctima. La intencionalidad de infligir un daño queda, por tanto, en un segundo plano. En este sentido, estamos de acuerdo con la percepción de Sussman: “Desde el punto de vista moral, hay algo especial en la tortura que la distingue de los otros tipos de violencia”, porque “lleva a la víctima al punto de conspirar contra sí misma por medio de sus propios afectos y emociones, por lo que, al mismo tiempo, se siente impotente pero aún así cómplice activo de su propia violación”; porque “no solo traduce el valor […] que representa la dignidad al tratar al sujeto como un mero medio” (por usar el léxico kantiano); “implica una perversión deliberada de ese mismo valor, volviendo nuestra dignidad contra sí misma de una forma que es especialmente ofensiva para cualquier moralidad que la honre”.

Pero no estamos de acuerdo con la idea de que la tortura sea “moralmente más ofensiva” (la cursiva es nuestra). Es importante para nosotros excluir cualquier tipo de comparación o competición moral, ya que puede suponer el riesgo de adentrarse en un terreno muy resbaladizo, y no tendría sentido. Simplemente intentamos definir la tortura y condenarla por completo. El propio título de la Convención compara la tortura con los tratos inhumanos y degradantes. Esto es apropiado desde la perspectiva de una condena general de la violación de la dignidad humana, pero es importante mantener las diferencias en el nivel teórico de la reflexión. En este nivel, las diferencias son fundamentales para que las legislaciones puedan avanzar en este campo concreto, pero no tienen nada que ver con la jerarquía de delitos o violaciones de los derechos humanos, sino con nuestro intento de elaborar un argumento nuevo, más fuerte, contra la tortura.

Este es nuestro objetivo. Y una buena definición constituye un primer paso indispensable. Por ello, no olvidamos que en el debate actual sobre la tortura se utilizan con frecuencia definiciones instrumentales de la misma para denominar de una forma más aceptable algunos tratos que, de hecho, equivalen perfectamente a tortura, para legitimar lo que está prohibido por ley. En concreto, las definiciones basadas en criterios cuantitativos son muy escurridizas y pueden usarse para permitir, por ejemplo, graves torturas psicológicas, haciendo que el umbral de tolerancia se sitúe cada vez más abajo. Además, este umbral es intrínsecamente discrecional y está orientado hacia el poder institucional.

Si queremos llegar a una definición más prudente y apropiada de tortura, tenemos que combinar dos elementos diferentes, la intensidad del sufrimiento y la intencionalidad del daño infligido. Debemos concentrarnos en dos elementos al mismo tiempo, el torturado y el torturador. La tortura supone un sufrimiento intenso que es presentado como un sinsentido (y por esta razón se vuelve más insoportable, si es posible). Sin embargo, tiene un fin preciso: alterar la personalidad del ser humano. Desde esta perspectiva, el trauma de la tortura es un trauma concreto que no puede ser reducido a cualquier tipo de trauma general. No centramos nuestra atención en la definición clínica de trauma que corresponde al TEPT (Trastorno de estrés postraumático), sino que analizamos sus elementos constitutivos con relación a todo el sistema de la tortura. En este último contexto, ‘trauma’ significa síndrome o patología, pero con una característica fundamental: es producido por los seres humanos intencionadamente. Es un síndrome causado por la violencia deliberada de los seres humanos con la intención de destruir, aniquilar o devastar de manera definitiva a otros seres humanos.

Es una definición rica, pero insuficiente. Debemos tener cuidado al usar el concepto de trauma y su terminología ya que puede minimizar y simplificar la culpa y las responsabilidades. El término ‘trauma’ tiene un límite constitutivo, es incapaz de describir un mal tan extremo y profundo. Nos encontramos frente a cierta vaguedad expresiva y cognitiva que debemos poner de manifiesto, ya que centrarse en la sintomatología elude la etiología crucial: la intencionalidad de la violencia extrema, que perturba a los seres humanos. “Hablar de “trauma” despierta nuestro interés con respecto al cuerpo y la mente devastados en lugar de considerar el origen, la razón etiológica del sufrimiento. Del uso generalizado de “trauma” surge una anestesia moral y política que llega a ser más peligrosa si presupone una condición biológica y psicológica común, un proceso perturbador común, incluso cuando las víctimas no comparten cultura, biografía, condiciones sociales o estatus económico” (R. Beneduce: Arquelogía del trauma).

La indiferencia hacia un significado social y cultural diferente del sufrimiento es aún más evidente cuando las causalidades naturales, casuales o humanas se superponen, generando confusión y errores. La diferencia entre situaciones traumáticas concretas es tan relevante, que si la ignoramos o la subestimamos ya no podremos distinguir otros fenómenos que no estén relacionados. No es una posición neutral, porque esconde una diferencia moral fundamental, la de las responsabilidades morales, pero en este ámbito la culpa moral es parte del trauma en sí mismo. Es evidente que si hablamos de trauma para referirnos a un niño maltratado, a las víctimas de un accidente de tren, a los supervivientes de un desastre natural o a las víctimas de las atrocidades de una guerra, preferimos ocultar algunos aspectos para protegernos de una angustia insoportable. Sólo si partimos de estas premisas podremos continuar nuestro análisis utilizando el concepto de trauma con referencia a la tortura. En concreto, en el siguiente apartado, vamos a definir la tortura como un “trauma social”.

LA TORTURA DESDE UN PUNTO DE VISTA PSICOSOCIAL

“La tortura provoca un tipo particular de trauma debido a su valor transindividual, social y público. El esquema de pensamiento de una víctima de la tortura se desintegra, y de este se borran algunos requisitos previos como la reflexión, la autorreflexión o la visión interior de uno mismo, que sirve también para ver a los demás como interlocutores similares y homólogos en este despliegue de la razón. La tortura es un sistema capaz de romper la comunicación y cualquier posibilidad de reconocimiento del Otro. Un sistema basado en un mecanismo que hace posible que seres humanos sin patologías sean capaces de torturar a otros seres humanos. Un mecanismo concebido como un entrenamiento específico, o mejor dicho, una iniciación completa que reproduce temporalmente las técnicas de la tortura: el aislamiento, la manipulación y la reprogramación de la identidad de las víctimas.

Robert J. Lifton, famoso por su importante monografía sobre los médicos nazis, pero también por sus actividades en el campo de la psiquiatría en la Harvard Medical School de Boston, señala este marco complejo y ordenado de la tortura. Nos habla de “situaciones que provocan atrocidades”, que inducen a los médicos, y en un ámbito más general a algunos empleados de la sanidad, a “socializar” con la tortura. Una condición que, por medio de la participación de los médicos, parece legítima, como si su autoridad profesional se trasladara al esquema de la tortura. Pero Lifton también destaca el papel de todo el sistema de “producción de atrocidades”, que tiene el poder de hacer que la “gente corriente” sea cómplice y coopere con el mal más terrible. “Un torturador no nace sino que se hace”, nos recuerda Françoise Sironi.

Desde 1945 hasta la actualidad, las investigaciones sobre las personalidades de los agentes de la violencia colectiva muestran una ausencia de psicopatología, una gran capacidad de adaptación y una gran habilidad de obedecer. Esta capacidad de obedecer, también necesidad, se basa en el miedo y en un enorme deseo de sentirse considerados, queridos y elogiados por sus jefes. La imagen del jefe se presenta como la de un padre ideal que inspira temor. Aquellos que participan en los programas de iniciación a la tortura provienen de grupos marginales de la sociedad, aunque creen que son elegidos por su valentía, valor, etc. “Para poder torturar, violar y matar por razones políticas, hay que deshumanizar antes a la víctima. La deshumanización de la víctima supone primero una deshumanización del acosador, del agente de la violencia colectiva. Su capacidad para empatizar debe ser destruida. La empatía es la capacidad de pensar los pensamientos de los otros. Es la habilidad de proyectar, de ponerse en el lugar del otro, de poder sentir los sentimientos de los demás” (F. Sironi: Bourreaux et victims).

No hace falta utilizar esta sensibilidad de forma virtuosa. Debemos recordar que es necesario no confundir sentimientos morales como simpatía y empatía, que es un requisito esencial para activar el deber moral, aunque no constituya una garantía suficiente para hacerlo. Sin embargo, es fundamental una identidad personal que esté en consonancia con el otro, porque puede permitir el flujo de sensaciones. Así que para detener este flujo es necesario destruir la identidad personal. Sin identidad también se niega la posibilidad de empatía. Para ponerse en la perspectiva del otro debe existir en mí un Yo organizado e intacto. “La condición necesaria para ser empático es poseer una identidad propia. Captar lo que percibe el otro supone tener conciencia de la propia singularidad. El torturador es un instrumento político destinado a producir deshumanización. Por esta razón, su capacidad para empatizar debe ser interrumpida o destruida” (F. Sironi: Bourreaux et victims).

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