Por Hernán Andrés Kruse.-

LA TORTURA COMO MAL DELIBERADO

“Entonces, a la luz de estas consideraciones, es pertinente preguntar: ¿qué significa realmente la palabra ‘tortura’? La tortura como sistema no es “simplemente” infligir un sufrimiento físico o psicológico intenso. La tortura es una destrucción deliberada (es decir, una destrucción buscada por el sistema) de la personalidad y la dignidad de la víctima al infligirle fuertes sufrimientos físicos o psicológicos. Evidentemente, el verdugo quiere causar un daño extremo al ser humano que tiene frente a sí y que está en su poder, un ser humano que es incapaz de reaccionar o de escapar, incluso de suicidarse. Y estos son los medios por los que deliberadamente quiere más (o por los que, como agente inconsciente, participa de un proceso aún más llamativo): aniquilar al Otro como persona por medio de la explotación de la conexión inseparable entre cuerpo-mente y el respeto por uno mismo.

Con el sometimiento del cuerpo y la mente, consigo que la otra persona piense, actúe, no actúe, diga o no diga, lo que le lleva a menospreciarse y sentir interiormente el desprecio de otros seres humanos. Resulta paradójico, pero la tortura no pretende hacer hablar a la gente, como comúnmente se cree y según las estrategias legitimadoras más extendidas. Al contrario, la tortura pretende hacer callar para siempre. No es casualidad que las víctimas de la tortura, al ser entrevistadas por los terapeutas, mantengan de manera recurrente que lo que más les sigue hiriendo o atormentando no es el dolor que sintieron, que no se puede imaginar (un dolor que ha de ser inimaginable, que ha de ser capaz de servir como instrumento, como medio, para la destrucción de una persona), sino la espera de nuevos tormentos, los ruidos, los gritos procedentes de la agonía de otras personas y, también –y no con poca frecuencia–, las caras “amistosas” de los torturadores una vez terminado el momento del “trato”.

Todo esto surge frío y claro de los diversos y dramáticos testimonios de las personas torturadas, que pueden hacernos recordar la idea de la “identificación con el agresor”, teorizada por el psicoterapeuta húngaro Sàndor Ferenczi. La víctima es la única que se equivoca; esta es la mentira que a veces utiliza el torturador para destruirla por completo. “Quizá el aspecto psicológico más dramático de la tortura” esté relacionado con el hecho de que “el sufrimiento físico, la privación sensorial, la alternancia deliberadamente planificada entre una violencia impensable y momentos de “simpatía” son utilizados para inducir una situación de catástrofe emocional y cognitiva en las personas que los sufren”. En este estado de aislamiento e incertidumbre, mientras que está haciendo frente al chantaje y la violencia, la persona torturada puede caer en una condición de profunda regresión, donde la única solución es una relación simbiótica con el entorno persecutorio. De esta forma, pierde la libertad de odiar a sus verdugos y puede llegar incluso a identificarse con ellos.

Además, observar una violencia que va más allá de la tolerancia humana, o de las normas morales universales, contribuye a la destrucción de la identidad personal, porque pone de manifiesto el menosprecio por esas normas, su falta de fundamento y su impotencia. Por lo tanto, no es casual que a la pregunta “¿Qué te ha pasado?”, o “¿qué te han hecho?”, la respuesta sea con frecuencia una risa, algunas palabras confusas y aparentemente irrelevantes, o silencio. Es ahí donde la tortura ha conseguido el efecto esperado: ha silenciado a la víctima para siempre. No tiene nada que ver con la represión o con la intención de mantener a alguien en silencio. Se ha creado un vacío en el interior, se han aniquilado las condiciones necesarias para la comunicación, se han comprometido las posibilidades de relación con el Otro, se ha inhibido el clima de confianza.

Esto también puede deducirse de la peculiar experiencia terapéutica con víctimas de la tortura. Si la tortura rompe la conexión con el Otro, cualquier relación con el Otro implica directamente el daño sufrido, y hace que la terapia sea especialmente difícil en lo que respecta a la relación con el terapeuta. Los pacientes víctimas de la tortura repiten la experiencia de estar en ‘manos de alguien’. Esto también lo confirma el caso de Pedro Grosz, un analista argentino que trabaja en Suiza, y su paciente Mabel, una niña argentina de unos ocho años, víctima de una situación de tortura que terminó con la muerte de sus padres ante sus ojos. Del relato de Pedro Grosz aprendemos que la primera palabra que la pequeña puede decir es: “¡Gorila!” (un epíteto utilizado en Argentina para referirse a un torturador). Entre las víctimas de la tortura “se forma un ángulo muerto aún más impenetrable de silencio e imposibilidad de comunicación, expresado por las terribles palabras ‘no puedes saber, no puedes comprender’, repetidas miles de veces por los supervivientes de los campos de concentración nazis”. Lo mismo que cuando Mabel grita llorando “¡Gorila!”. “Esta incapacidad para hablar y comunicarse corre el riesgo de hacer que los tratamientos psicoterapéuticos sean imposibles”. Así, la especificidad social del trauma causado por la tortura se revela también en la dificultad concreta de prestar atenciones y una asistencia terapéutica más adecuada, ya que en situaciones de asistencia médica y psicológica, la relación con el Otro, que se presenta como un sanitario, es precisamente lo que se valora.

En definitiva, una buena definición de tortura debe ocupar su lugar dentro de esta perspectiva, como fue capaz de hacer, en nuestra opinión, el psiquiatra latinoamericano Marcelo Viñar cuando afirmó que, por el término tortura debe entenderse, aparte del método utilizado, cualquier comportamiento deliberado que destruya los valores y las convicciones de la víctima, que la prive de la estructura de identidad que la define como persona. De una manera similar, Sironi describe la construcción del trauma causado por la tortura como la exposición de un sujeto a una operación deliberada de destrucción de sus mecanismos de protección, al romper las conexiones permanentes entre las dinámicas psicológicas y los universos referenciales.

En concreto, y planteando esta idea en términos de pérdida de confianza en la humanidad, Jean Améry dijo algo parecido antes de suicidarse, cuando pensaba en su vida en Auschwitz: “¿Qué es, en última instancia, la dignidad? […] La dignidad, ya sea la dignidad de un cargo público, sea la dignidad profesional o más genéricamente la del ciudadano, solo puede otorgarla la sociedad, y la reivindicación que elevamos exclusivamente en el fuero interno individual (“¡Yo soy un hombre y en cuanto tal poseo mi dignidad, por mucho que digáis o hagáis!”) es mero juego intelectual o ilusión. Sin embargo, asumiendo su destino y al mismo tiempo rebelándose contra él, el ser humano humillado, amenazado de muerte –y aquí violamos la lógica de la condena definitiva– puede convencer a la sociedad de su valor”. Ya en los años treinta, Ferenczi había planteado algunas cuestiones en este sentido, empezando por su experiencia como jefe del hospital dedicado al cuidado de veteranos traumatizados. Según él, una vez que se ha sufrido el daño, la confianza en uno mismo y en los demás equivale a la pérdida de confianza en el mundo y en la vida”.

UN PANORAMA DE AISLAMIENTO INTERIOR

“Explicar la dignidad en términos de confianza –tal como Améry nos invita a hacer explícitamente– significa proponer una idea de humanidad que implique de manera esencial tanto una dimensión racional como un destino racional. La dimensión racional es tan importante para nuestra dignidad que para destruirla “basta” con romper la comunicación y los condicionamientos sociales (Mabel se vuelve ciega porque no “ve” ese recuerdo intolerable que es la tortura de sus padres). Alienado interiormente el Yo, la identidad personal es destruida y, con ella, la dignidad y el ser humano. Cuando se recuperen los condicionamientos sociales, se recuperará también la propia identidad, que depende en parte del reconocimiento de los otros. Se inicia un camino de renacimiento y recuperación del respeto por uno mismo. Lo que les pasa a las víctimas de la tortura puede mostrar en ese caso y de ese modo –digamos de manera accidental–, una prueba empírica y trágica de la plausibilidad referente a aquellas teorías sobre los hombres y su autonomía relacional, desde Aristóteles hasta Habermas.

Pero ¿cómo se puede llegar a este terrible resultado a través de un mayor sometimiento al sufrimiento? Todo depende del hecho de que en la tortura (la tortura como sistema, debemos recordarlo, porque es importante desde el punto de vista moral e individual, pero no desde el punto de vista político o colectivo, si cada uno de los jugadores lo entiende y lo sabe), el sometimiento extremo al sufrimiento es clara y abiertamente intencional –recordemos las humillaciones sádicas y los tormentos que, en apariencia, no tienen ningún fundamento. La idea de que un ser humano quiera herirnos es un pensamiento tan espantoso, que levanta un muro entre quien lo cree y quien crea el pensamiento. No se trata sólo de los tormentos, que pueden olvidarse o relatarse, sino de su intencionalidad; es la visión de un hombre, o de más de un hombre, que persigue la aniquilación de nuestra personalidad como objetivo de sus acciones. Este es el elemento que conduce al shock, que bloquea, por dentro y por fuera, y que suele ser tan eficaz que consigue que la víctima sea incapaz de vivir su propia historia de vida.

Aniquilar es intuir (con golpes y sangre) que nada de lo que está pasando en una habitación donde se tortura es accidental. La parte deshumanizadora de la tortura no solo se produce por el sufrimiento inhumano o intolerable, o por la falta de humanidad del torturador, sino también por la pérdida de humanidad de las víctimas. Las víctimas de la tortura sufren un daño psicológico que se hace evidente en la pérdida del respeto por uno mismo. Pueden inducirnos –a través de una reacción no condicionada a ese sufrimiento cruel, que insensibiliza, humilla, hace “cobardes”, “traidores”, “ladrones”, “egoístas”, etc.– a llevar a cabo acciones o a formular pensamientos contrarios a nuestros valores, a nuestros bienes básicos o a nuestros seres queridos, convirtiéndonos entonces en testigos conscientes y, paradójicamente, “conscientemente” conscientes.

Hemos dicho que la acción del torturador también es inhumana. Pero no sólo eso, sino que parece incluso antinatural. No todos somos torturadores, uno no puede actuar como torturador, como hemos comentado con anterioridad; y probablemente no podamos convertirnos en torturadores. Para hacerlo, es necesario entrenarse, y hacerlo duramente. Quien elige empezar un programa exclusivo de entrenamiento, vuelve transformado y preparado para acometer un deber terrible. Lo más sorprendente es que el camino del entrenamiento muestra –en una estrecha dimensión temporal– la misma dinámica de destrucción de la identidad que tiene lugar cuando se tortura. Esto es una prueba del duro mecanismo que, quebrantando e hiriendo a los seres humanos, produce todo tipo de crueldades. No existen circunstancias atenuantes para los torturadores que puedan abstenerse de una acción infame, que puedan rechazar la propuesta de contribuir a ella; no existen circunstancias atenuantes para un sistema que destruya la dignidad de las personas implicadas. Por tanto, para redimir a las personas torturadas de los efectos de esta situación extrema es necesario evaluar las preocupantes consecuencias (la ruptura total de la confianza en uno mismo y en los demás) de una intencionalidad depravada, causa de la aniquilación física de las víctimas. La posibilidad real de su rescate está relacionada con la recuperación de los condicionamientos sociales rotos y la rehabilitación de su reconocimiento social”.

(*) Marina Lalatta Costerbosa (Universidad de Bologna): “Argumentos contra la tortura. La definición de tortura, el estado de derecho y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Derechos y Libertades-Número 39-Época II-2018).

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