Por Hernán Andrés Kruse.-

El 20 de abril se cumplió el sexagésimo aniversario del fallecimiento de uno de los dirigentes políticos más brillantes que tuvo la Argentina. Alfredo Palacios nació en Buenos Aires el 10 de agosto de 1878. Obtuvo el título de abogado en la Facultad de Derecho de la UBA. Su tesis sobre la miseria en la república Argentina fue rechazada por los académicos de su época, por considerarla “subversiva”. No tuvo, por ende, más remedio que elaborar otra tesis, la cual versó sobre quiebras de empresas.

Se incorporó al Partido Socialista en 1896. El 13 de marzo de 1904 fue elegido diputado nacional por la circunscripción uninominal de La Boca. Fue el primer legislador socialista de Latinoamérica. Acérrimo defensor de los trabajadores, logró la aprobación de varias leyes sociales, destacándose las leyes consagrando el sábado inglés, el descanso dominical, el accidente laboral, el trabajo de la mujer, la uso de la silla en los lugares de trabajo y el estatuto del docente. Además de abogado y legislador, fue docente universitario y autor de varios libros. Enseñó en la UBA y fue rector de la Universidad Nacional de La Plata. Fundó la materia “Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social”, que se impartió en la Facultad de Ciencias Económicas. Apenas consumado el derrocamiento de Yrigoyen el 6 de septiembre de 1930, renunció a su cargo de decano de la Facultad de Derecho de la UBA.

Un dato curioso de su carrera como legislador: jamás logró concluir su mandato. En 1908 el presidente José Figueroa Alcorta dispuso la clausura del congreso diez días antes de que Palacios concluyera su mandato. En 1935 fue elegido senador nacional pero su mandato se vio interrumpido por el golpe de estado contra Ramón Castillo en 1943. Durante el primer peronismo fue detenido luego del fallido golpe de estado encabezado por el General Menéndez en septiembre de 1951. Su nuevo mandato de senador nacional fue interrumpido por el golpe de estado contra Aturo Frondizi en 1962. Cabe agregar, por último, su designación como embajador en Uruguay durante el gobierno de Eduardo Lonardi (1955) y su participación, como convencional constituyente, en la reforma constitucional activada por el gobierno de Aramburu (1957) (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con una magistral semblanza que de Alfredo Palacios hizo el destacado historiador José Luis Romero. Se titula “La figura de Alfredo Palacios” (Redacción, Volumen 5, Número 51, 1977).

Escribió el autor:

“Todo hace pensar que es muy urgente rescatar del olvido la figura de Alfredo Palacios. Apenas se ha ahondado en el estudio de su acción, de su obra y de su personalidad. Sin embargo todo ello es ingente, enorme, casi tremendo, sobre todo si se tiene en cuenta siempre a este luchador solitario que no rehuyó jamás el combate y que nunca pidió apoyo de nadie sino que se limitó a recibir el que se le quiso ofrecer. Tenía algo de campeón. Tenía algo de lidiador. Y con estas virtudes personales afrontó un vasto programa de trabajo, que se impuso desde muy joven, y que cumplió tesoneramente durante más de sesenta años. Es bien sabido que su obra tanto parlamentaria como estrictamente intelectual, y la de luchador político y social, constituye un capítulo importante y decisivo en la historia de la República. Es sabido también que su acción universitaria constituyó un ejemplo que acaso no ha sido analizado todavía como merece.

Él puso al servicio de este proyecto de vida, que se hizo desde muy joven, una personalidad singular, de cuya intimidad sabemos poco, porque era extremadamente pudoroso para desnudarla, pero de cuyas formas de exteriorización sabemos mucho porque están consustanciadas con la historia del último medio siglo. Yo creo que podría hablarse para definir a este medio siglo, a estos sesenta años que pasan desde el momento en que llega a la banca de Diputados hasta el momento de su muerte como «de la época de Palacios». Quizá pudiera ser el título para un estudio integral de su labor, porque durante tanto tiempo nadie hizo tanto por las ideas por las que luchaba, nadie fue un actor tan decidido, nadie fue un testigo tan fidedigno y nadie ejerció como él ese papel de «fiscal de la República» que él mismo se asignó.

Esa larga vida tuvo dos polos que atrajeron su atención, su dedicación, su devoción. Fueron la universidad y la política. Sería muy difícil deslindar en Palacios lo que en él era obra universitaria y lo que en él era trabajo de político. En realidad la intercomunicación entre ambas actividades fue íntima, quizá porque ejerció siempre la política como un magisterio, de modo tal que algo repercutía en su labor política de lo que era su actitud universitaria. A nadie que haya seguido los acontecimientos de este último siglo —los que los hemos seguido paso a paso porque hemos sido sus discípulos, sus amigos, sus correligionarios, sus admiradores, por qué no decirlo, o aquellos otros que ya estarían obligados a aprender lo que fue su labor en los libros, como se estudia la labor de las grandes figuras—, a nadie se le escapa que, con todos los defectos que pudo haber tenido, su personalidad fue siempre ejemplar y no declinó jamás en sus convicciones fundamentales.

No sé de cuántos puede decirse lo mismo. Quizá de muchos ciudadanos ignorados, pero él saboreó la vida pública, estuvo en contacto con el halago que proporciona la popularidad, pudo haberse dejado tentar por el poder o por la fortuna, y no hay en su historia personal un momento en el que haya declinado su comportamiento insobornable. Quizá resulte obvio todo esto para quienes lo conocieron, o para los que conocen su labor. Si algo no se puede discutir de Palacios es su comportamiento. Pero el caso es que sus ideas, me atrevo a decirlo, son más ricas no sólo de lo que suele suponerse sino también de lo que hemos creído. Al cabo del tiempo, una lectura relativamente cuidadosa de su obra, una relectura de una parte de ella me induce a suponer que hay en su pensamiento un poco esparcido en una vasta obra y en mucha obra ocasional un cuerpo de pensamiento verdaderamente extraordinario. Yo no sé si es un cuerpo de pensamiento equiparable al de los grandes teóricos de la política, al de los grandes teóricos del socialismo, al de los grandes teóricos de la filosofía. Quizá no.

Pero hay algo que sorprende a quien relee sus discursos parlamentarios, sobre todo los discursos que pronunció en los congresos del Partido, que son un reflejo fiel de lo que era su personalidad. Esto que sorprende es la íntima relación que hay entre el pensamiento y la acción, entre el pensamiento y la conducta. Esto que sorprende es que esa masa de pensamiento que hay allí no es pensamiento académico y frío. Es un pensamiento profundamente vivido, sentido hasta la médula, puesto al servicio de una causa, jugado en esa causa en la cual él comprometía la totalidad de su vida, con lo cual se tonificaba simultáneamente el pensamiento y la acción. Esto hace de un sistema de pensamiento algo quizá mucho más importante que lo que puede ser un puro sistema de ideas. Era un sistema de ideas vivas y brillantes, era un sistema de ideas comprometido por la acción. La acción estuvo siempre al servicio de los más nobles ideales. Es natural que ese volumen de ideas, ese conjunto de pensamiento, adopte una magnitud extraordinaria y sobre todo una inmensa jerarquía, en la que se confunde la jerarquía intelectual con la moral.

En esta actividad bifronte de Palacios entre la universidad y la política parece destilarse no sólo un amor profundo por la cultura —este del que es testimonio esta casa— sino quizás algo más acerca de la cultura. No sólo un mero amor sino una concepción en la que veo algo de original, siempre en relación con este compromiso profundo y permanente entre el pensamiento y la acción. Palacios tuvo por la cultura una devoción conmovedora. Los que lo hemos seguido durante largos años conocemos lo que fue su inmensa inquietud de lector reflexivo, de hombre permanentemente dispuesto a revisar su pensamiento en función de todo aquello que circulaba y que él podía allegar. Cuando descubrió a Max Scheler se entusiasmó con su famosa y proverbial definición de la cultura como «un saber olvidado». Repetía esta frase con extraordinaria frecuencia, y yo me atrevería a decir que pocas personas de las que conozco -y conozco muchas personas en el ámbito intelectual tuvieron esta virtud de recoger y amasar sabiamente todo aquello que recibían como lo hizo Palacios.

Era su conversación por eso una especie de perpetua aparición no de citas textuales sino de esa reminiscencia que deja una vieja lectura de la cual sale decantado aquello que en ella pudo haber sido desprendido para encuadrarla dentro de su sistema general de ideas. Extraordinariamente singular era la coherencia del pensamiento de Palacios. Vuelvo a repetir: no acaso en el aspecto puramente teórico, sino la coherencia de ese pensamiento movilizado por un deseo de verlo operar sobre la acción, de verlo transmutarse en vida creadora. Esta vida creadora era lo que precisamente él creía que sólo podía alimentarse en una sólida formación cultural. Él la amasó durante muchos años, y tuvo ricas y apasionadas lecturas juveniles que correspondían a los novelistas del naturalismo, como Emilio Zola, naturalmente, o a los poetas del modernismo, o a los filósofos positivistas, en los que lo inició en cierto modo José Ingenieros.

Tuvo luego una formación jurídica, cuyos rudimentos adquirió sin duda alguna en la universidad, pero que alimentó constantemente en busca de una doctrina que pudiera servirle para elaborar lo que él llamaría en forma genérica «el nuevo derecho». Y se interesó por las figuras clásicas del derecho, se interesó por las figuras que despertaban una nueva inquietud en el pensamiento jurídico. Siguió el pensamiento de Ihering, siguió el pensamiento de Del Vecchio, y todo esto se combinó con su preocupación sociológica por todo lo relacionado con el derecho penal y sobre todo con lo relacionado con el derecho del trabajo.

Yo diría que hubo muchos otros campos que él frecuentó. Es sorprendente su conocimiento de los clásicos, algunos bien leídos y otros a medias —como nos pasa a todos, por lo demás—, pero aquellos que había leído y aquellos en quienes había encontrado algo que despertara su vocación o que fundamentara su concepción de la vida —Tácito por ejemplo, en el que veía esa especie de nostalgia del sentimiento republicano, que era uno de los pilares de su concepción de la vida política—, estos los había leído densamente y había obtenido de ellos este robustecimiento fundamental de lo que constituían sus convicciones básicas. También los clásicos políticos, que conocía estupendamente bien; no sólo el viejo Aristóteles, al que volvía con mucha frecuencia: Maquiavelo, Hobbes. Y por encima de todo eso, creo que desde el principio de su carrera, pero muy particularmente después del año 30, se desarrolló en Palacios una profunda vocación filosófica, que tenía algo que ver quizá con una constante preocupación por los problemas fundamentales, y que lo condujo una y otra vez a la lectura del Evangelio.

Leyó naturalmente a los filósofos del positivismo, que eran los que estaban en boga cuando él empezó a despertar a la vida intelectual; leyó los clásicos de la filosofía, leyó con cuidado a Kant —me consta—, leyó con cuidado extraordinario a Gianbattista Vico, a quien citaba con frecuencia, y de cuyo pensamiento extrajo muy buena parte de su concepción de la vida histórica y social, una concepción vital para él, en cuanto alimentaba su pasión política y social. Y cuando empezó a difundirse en la Argentina la nueva filosofía alemana, se deslumbró. Volvió a algunos de los clásicos, volvió a leer a Hegel, y empezó a leer la nueva filosofía alemana —Max Scheler sobre todo— y cayó bajo la seducción de Ortega y Gasset, en cuyo pensamiento descubrió geométricamente formuladas muchas de las cosas que él pensaba y muchas de las cosas que esperaba oír decir.

No era hombre de conformarse con el pensamiento recibido. Su lectura fue siempre crítica, y quien mueva los ejemplares de esta casa descubrirá que hay muchísimos libros, quizá la mayoría, marcados, señalados, subrayados, con notas al margen. Su lectura era una especie de diálogo con el autor, y se lo veía enojarse con él, y arrojar el libro furioso cuando no le gustaba, indignarse, insultarlo, como si fuera una especie de diálogo, porque así leía, en diálogo, en el que se enfrentaba su propio pensamiento con todo aquello que recibía de esa inmensa biblioteca, que no era esta sino la que él tenía en cabeza, aquella que había conseguido ordenar al cabo de muchos años de lectura, y que constituía una especie de selección de la cultura universal que conducía como por un conducto estrecho a lo que era estrictamente su propio pensamiento.

Alguna vez se le criticó su afán por las citas, pero yo desafiaría a quienes lo criticaban a que encontraran algún desfase en esas citas. La cita está siempre traída para incorporarla a un pensamiento orgánico, a un pensamiento que era el suyo, a un pensamiento que estaba organizado mucho antes de empezar a leer, sin perjuicio de que fuera reordenándose al compás de cada lectura. Toda esta preocupación por la cultura es la que trasciende en su obra. Palacios ha dejado una larguísima obra escrita que no ha tenido todavía el análisis que merece. Hay libros, naturalmente, que forman parte del más alto patrimonio de la cultura argentina, como el Echeverría. Pero hay en sus discursos parlamentarios tal cantidad de saber, tal cantidad de elaboración de ideas propias y ajenas —nadie sabe al final qué es lo propio y lo ajeno—, tal riqueza, tal militancia, que constituye un repertorio no sólo de ideas, sino de programas, un repertorio de replanteamientos de cuestiones viejas y nuevas, siempre original, y siempre movido por el afán de encontrar cuál es el movimiento creador que puede estar atrás de esas ideas.

Era una de sus preocupaciones, y quizás esta preocupación sea la que explique cómo esta manera de entender la cultura plasmó finalmente en la concepción de la universidad. Porque así como no pensó jamás que la cultura fuera un bagaje de cosas muertas, yuxtapuestas a la personalidad, con la forma de una especie de adorno, sino que pensó que, por el contrario, tenía que ser una permanente creación viva, de la misma manera fundó toda su acción universitaria. Fundó toda su concepción de la universidad en el rechazo de la concepción académica para reemplazarla por una concepción de la universidad viva. «La universidad no puede ser —dijo algunas veces— un repositorio de conocimientos adquiridos. Tiene que ser necesariamente un hogar donde se cree un pensamiento nuevo». Esta idea ha hecho fortuna, pero no era fácil sostenerla como él la sostuvo. En realidad él compartió esta idea con ese movimiento universitario al que prestó inmediatamente su adhesión —la Reforma de 1918— porque vio en él el instrumento eficaz para hacer de la vieja universidad académica, de la vieja universidad que era repositorio del saber adquirido, una universidad nueva que fuera creadora de un nuevo saber.

Palacios se plegó a la Reforma inmediatamente. Fue, con Alejandro Korn, con José Ingenieros, con Juan B. Justo, con Mario Sáez y tantos otros, de los primeros entre los primeros, de los primeros que descubrieron que el movimiento reformista significaba una transformación fundamental en la universidad argentina pero también en la vida política argentina. Universidad y política no se separaron jamás en su concepción y el tema, polémico entonces y polémico ahora, estuvo presente siempre en su mente y nunca se desdijo de su concepción originaria. Hacía ocho años aproximadamente que estaba en la universidad cuando estalló el movimiento reformista. Había llegado a la Facultad de Derecho de Buenos Aires en 1910 como profesor suplente de Historia de las Instituciones Jurídicas. En el curso de poco tiempo fue profesor de Legislación del Trabajo en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata y allí fue muy pronto decano, como lo fue, en circunstancias memorables, en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Fue luego finalmente, es bien sabido, presidente de la Universidad de La Plata en el momento en que se produjo la revolución de 1943.

“Ya profesor, vinculado a la tradición académica de la Facultad de Derecho, vinculado a hombres de la más rancia tradición conservadora, algunos de los cuales, como el Dr. Obarrio, él admiraba extraordinariamente, se encontró con este despertar juvenil que fue el movimiento cordobés de 1918 y descubrió que algo importante estaba pasando en el país. Quizá le importó más, me atrevería a decir, que el triunfo radical de 1916. Casi en secreto, yo diría que había en Alfredo Palacios un hombre de élite que sentía muy profundamente los problemas de la cultura con una hondura y un compromiso personal extraordinariamente profundo. Lo que pasaba en la Universidad, lo que empezó a suceder en la Universidad, lo conmovió tanto como lo había conmovido la condición de la clase obrera en la Argentina. Y así como no había vacilado en luchar por la difusión de las ideas socialistas; así como se había enfrentado en los actos públicos con las policías bravas; así como palpitaba en el contacto con estas multitudes obreras que tenían por él extraordinaria admiración, de la misma manera se sintió atraído de un modo incontenible por el movimiento juvenil del 18 al que le asignó un papel decisivo en la transformación de la Universidad”.

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