Por Hernán Andrés Kruse.-

El 20 de mayo se cumplió el ducentésimo decimonoveno aniversario del nacimiento de uno de los pensadores liberales más relevantes de la historia. John Stuart Mill nació en Londres el 20 de mayo de 1806. Con apenas 8 años comenzó el estudio del latín y del álgebra. Dos años más tarde leía sin inconvenientes autores de la talla de Platón y Demóstenes. A los doce años, mientras leía los tratados lógicos de Aristóteles, comenzó a estudiar la lógica escolástica. Al año siguiente centró su atención en Adam Smith y David Ricardo. A los 14 años viajó a Francia donde residió durante un año. En Montpellier asistió a los cursos de invierno de química, zoología y lógica de la Facultad de Ciencias, así como a un curso de matemática superior. En Paría tuvo la oportunidad de codearse con varios líderes del Partido Liberal y parisinos notables, como Henri Saint-Simon. Con el correr de los años dejó a un lado (pero sólo en parte) el utilitarismo y se acercó a nuevas corrientes ideológicas, como el positivismo de Comte, el romanticismo y el socialismo.

Luego de recuperarse de una depresión, publicó, a la edad de 37 años, su primer libro titulado “Un sistema de lógica”. Entre 1865 y 1868 fue rector de la Universidad de St. Andrews y miembro del Parlamento de Westminster. Como diputado liberal abogó por el alivio de las cargas sobre Irlanda. En 1866 pidió el otorgamiento del derecho al voto a las mujeres. Además, defendió con ahínco las reformas sociales (sindicatos y cooperativas agrícolas). En su libro “Consideraciones sobre el gobierno representativo” defendió la representación proporcional, el voto único transferible y la extensión del sufragio. En 1868 se mostró a favor de la aplicación de la pena capital para delitos como el asesinato agravado. Un año antes había sido elegido miembro de la American Philosophical Society (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Esperanza Guisán (Universidad de Santiago de Compostela) titulado “John Stuart Mill y el socialismo del futuro”. Expone con meridiana claridad el liberalismo humanista profesado por Mill.

“Doscientos años después de su nacimiento Mill sigue siendo tan mal interpretado que se llega hasta la caricatura, convirtiéndose el estudio de su aportación en una asignatura pendiente importantísima e imprescindible para fundamentar adecuadamente y convincentemente nuestras frágiles y tibias democracias. Un trabajo sobre el conjunto de su obra sería una tarea ardua e imposible de realizar en un corto periodo de tiempo. Por lo demás, como quiera que ya me he ocupado de la aportación de Mill en diversas ocasiones, se me permitirá limitarme aquí al estudio de las dos obras que considero centrales para comprender la teoría jurídica política y moral de Mill, aunque también haré alusión a otros trabajos suyos cuando el contexto lo requiera. Para ser más exacta me basaré para mis consideraciones sobre la aportación de Mill en sus dos obras más conocidas, On Liberty, y Utilitarianism, así como a una pequeña pero sustanciosa parte de su obra de 1848 Principles of Political Economy, a saber el capítulo VII del libro cuarto de dicha obra titulado en castellano «El futuro probable de las clases trabajadoras», capítulo que, de acuerdo con Mill le fue sugerido por su compañera y más tarde esposa Harriet Taylor Mill.

Pero antes de continuar, antes de aventurarme en la enojosa tarea de cotejar citas y fragmentos, quisiera manifestar lo que, de acuerdo con mi interpretación, Mill quiso dejar como legado a una humanidad cuyo bienestar material, psíquico y moral, le preocupaba primordialmente. Legado preciosísimo que muestra no sólo su capacidad poco común para comprender los problemas más acuciantes de su tiempo, sino que da cuenta de su comprensión de lo que hay de común entre todas las criaturas humanas, a la vez que puso en juego toda la fuerza de su vigor y su pasión moral para emancipar a todos los seres humanos de las servidumbres a las que habían sido sometidos ya bien por las élites dominantes, o por las mayorías desinformadas, por igual.

Como afirma Pedro Schwartz en su obra «La nueva economía política» de J. S. Mill, el autor de referencia siempre fue mal comprendido entre nosotros. Con palabras de Schwartz: «nunca se ha comprendido aquí el utilitarismo que constituye el trasfondo de toda la discusión de la filosofía moral y política de la era victoriana, pues lo solemos concebir como una actitud positivista en cuestiones éticas, en vez de la filosofía crítica que realmente es». De hecho, como también indica Schwartz, Mill ni siquiera fue comprendido en su propia época y en su propia patria, a lo que habría que añadir el desconocimiento de que es objeto en los círculos académicos contemporáneos, donde se intenta refutar a Mill al socaire de nuevas formulaciones liberales con matices más o menos socialistas, que no alcanzan ni con mucho, la hondura reformista y progresista de Mill.

Es cierto que Mill no estaba a favor de un socialismo de Estado, pero le repugnaban igualmente las injusticias derivadas del sistema capitalista. En su Autobiografía Mill se confiesa a sí mismo como socialista, por supuesto dentro de unos supuestos éticos que no supusieran la imposición gubernamental de la igualdad, sino el uso de la educación y la persuasión moral para lograr los fines apetecidos de salvaguardar la libertad y la igualdad al propio tiempo. Como el pensador colombiano Mauricio Salazar indica, Mill sostuvo «que superioridad del socialismo sobre el socialismo de menor escala, como las propuestas por los discípulos en el marco de comunidades no había razones necesarias para afirmar la de Owen y Fourier, los problemas de coordinación y gestión serían perfectamente manejables».

Afirmar que Mill llevó a cabo una contribución que bien podría ayudar a un desarrollo de un socialismo más profundo y más ético para el futuro, me parece una cuestión de justicia histórica. Sin duda su comprensión del ser humano es decididamente más profunda que la de los que pensaron que la igualdad podría ser impuesta por la fuerza armada o la coerción legal. Por lo demás, quienes desde posturas supuestamente progresistas obvian, olvidan o no tienen en cuenta a Mill, no son conscientes del inmenso potencial reformista que se contiene en la filosofía milliana, que podría suponer una ayuda insoslayable a la hora de reformular y fortalecer nuestra democracia, y proporcionar nuevo fuste moral, nuevo rigor y nuevo vigor, a las teorías progresistas”.

POR UNA DESEABLE IGUALDAD EN LIBERTAD

“Examinaré brevemente algunos fragmentos de los Principios de Economía Política, para pasar en dos posteriores apartados a considerar el valor y relevancia de la libertad y el bienestar privado y colectivo en la obra de Mill. La agudeza de este autor para relacionar nociones diversas como virtud, dignidad, justicia, igualdad, libertad, emancipación, auto-desarrollo, etc., ha sido frecuentemente infravalorada. Así en un texto de Hayeck de 1951 se reconoce a Mill como un pensador poco original si bien constituye una gran figura moral. Mi propósito en este trabajo no es simplemente explicar, exponer, criticar o valorar a Mill, sino contribuir a despojarle de las envolturas con las que prejuicios intelectuales y políticos han oscurecido la luz y el fuego contenidos en su aportación a una concepción más excelente de la sociedad y de los individuos.

Desde mi punto de vista, que es compartido por importantes estudiosos del utilitarismo, la excelencia moral de Mill es consecuencia tanto de su desarrollo moral como intelectual. Su finura para discernir entre lo positivo y lo negativo de las distintas concepciones éticas y políticas dice mucho a favor de la hondura de su pensamiento expuesto con envidiable rigor, concisión y claridad, lo que le convierte, a mi modo de ver, en un verdadero sabio que sabe expresar con sencillez y de modo asequible, pensamientos y reflexiones muy complejas, llevando así a un público muy amplio los resultados de su vasto y profundo saber.

El valor que Mill da a la igualdad es producto de su concepción progresista del ser humano que es únicamente feliz cuando ejerce su libertad al tiempo que vela por, y protege, la libertad de los demás. La posibilidad de compartir nuestra riqueza con los peor situados deriva de la creencia milliana de que «la humanidad es capaz de mostrar espíritu público en un grado mucho más elevado del que se acostumbra a suponer en la época actual». Para Mill si bien la intervención del gobierno en el reparto de propiedad podría tener consecuencias perjudiciales para el bien común, sin embargo, habían de sopesarse los resultados de una concepción capitalista y una concepción socialista de la economía, a fin de determinar cuál de ambas doctrinas es preferible desde una perspectiva moral.

El disgusto de Mill con el capitalismo es notable y su concepción de la propiedad privada justamente crítica, de acuerdo con mi punto de vista. Como afirma Mill: «Las leyes de la propiedad jamás se han ajustado a los principios en que descansa la justificación de la propiedad privada. Han creado la propiedad de cosas que nunca debieron de ser propiedad y la propiedad absoluta allí donde sólo debería existir propiedad condicionada». Y es que de acuerdo con Mill: “El orden social de la Europa moderna comenzó con un reparto de la propiedad que no fue el resultado de un reparto equitativo o de la adquisición mediante la actividad, sino de la conquista y la violencia”.

Para Mill el capitalismo podría fundamentarse sobre bases más éticas que la guerra y la conquista. El socialismo, tal vez, podría ofrecer mejores condiciones para el desarrollo humano. Por ello afirma Mill con cautela: «Aun sabemos demasiado poco para determinar lo que el sistema individual llevado a su mayor perfección, o el socialismo en la mejor de sus formas puede realizar para decir cúal de los dos sería la forma final de la sociedad humana». Añadiendo Mill que «la elección final dependerá probablemente… de la siguiente consideración: Cuál de los dos sistemas es compatible como la mayor suma de libertad», libertad que «aumenta en lugar de disminuir en intensidad en la medida en que la inteligencia y las facultades mentales se desarrollan más y más».

A pesar de que Mill no simpatizaba con el comunismo por cuanto limitaba la libertad espontánea humana, es implacable con el sistema capitalista imperante en su tiempo, al afirmar: «Las restricciones del comunismo serían libertad en comparación con la situación actual de la mayoría de la raza humana. La generalidad de los trabajadores en este país, y en casi todos los demás, tiene tan poca libertad para elegir su ocupación o para trasladarse de un sitio a otro… como en cualquier sistema poco diferente de absoluta esclavitud». La propuesta novedosa de Mill, para garantizar a un tiempo la libertad individual y la justicia, es la de explotar el beneficio moral que se deriva del trabajo en régimen cooperativo: «en el que la obediencia voluntaria (que se da en este tipo de empresas) lleva consigo un sentimiento del valor y de la dignidad personal», lográndose al propio tiempo «un aumento considerable de la producción».

Pero, en consonancia con sus valores preferenciales, el rendimiento económico de las cooperativas no es nada si se le compara con las mejoras morales que procura. Como afirma Mill, el beneficio material es nada «si se le compara con la revolución moral en la sociedad que lo acompañaría: el apaciguamiento del conflicto entre el capital y el trabajo, la transformación de la vida humana, convirtiendo la actual lucha de clases que tienen intereses opuestos, en una rivalidad amistosa en la persecución de un bien que es común a todos, la elevación de la dignidad del trabajo, una nueva sensación de seguridad y de independencia en la clase trabajadora y el convertir las ocupaciones cotidianas del ser humano en una escuela de simpatías sociales y de comprensión práctica». Añadiendo con optimismo Mill que «tal vez encontremos a través del principio cooperativo el camino para un cambio de sociedad que combine la libertad y la independencia del individuo con las ventajas morales, intelectuales y económicas de la producción colectiva», lográndose así una sociedad de la que se borrarán «todas las distinciones sociales, excepto las que se ganen por el trabajo».

El socialismo de Mill, a pesar de los estereotipos en boga, se acerca mucho más al socialismo maduro de nuestro tiempo que al socialismo utópico de su época. Quienes han acusado a Mill de idealista deberían tener en cuenta las prudentes observaciones que hace Mill a los socialistas que achacan todos los males a la «competitividad». «Son errores comunes a todos los socialistas olvidar la natural indolencia de la humanidad, su tendencia a la pasividad, a ser esclava de las costumbres». La teoría ético-política milliana es igualitarista pero no colectivista. El Estado tiene que intervenir para asegurar la educación, la salud pública, la construcción de carreteras, etc., etc. Pero se trata de una misión primordialmente emancipatoria. El Estado dota al individuo de los medios que lo hagan capaz de asumir su derecho a la libertad de decisión. «La instrucción –afirma Mill– es sólo una de las cosas necesarias para el progreso espiritual; otra, casi tan indispensable, es el ejercicio vigoroso de las energías activas: el trabajo, la iniciativa, el discernimiento, el dominio de sí mismo, y son las dificultades de la vida las que estimulan el desarrollo de estas cualidades». Para añadir más adelante: «La única garantía contra la esclavitud política es el freno que puede mantener sobre los gobernantes la difusión entre los gobernados de la inteligencia, la actividad y el espíritu crítico».

Más que la igualdad meramente material le preocupa a Mill la igual capacidad de cada individuo para desarrollar sus potencialidades. Así en el capítulo XI del libro cuarto de Principles of Political Economy, indica con claridad que es deber del Estado el intervenir por lo que a la universalización de la educación se refiere. Indica Mill al respecto que «cualquier gobierno bien intencionado y más o menos civilizado puede creer que… posee o puede poseer un grado de cultura superior al promedio de la comunidad que gobierna, y que por consiguiente debe ser capaz de ofrecer a la gente una instrucción y educación mejores que las que la mayor parte de ésta pediría espontáneamente». El Estado que Mill defiende no es sólo educador sino protector. Los padres, por ejemplo, deben ser tutelados por el gobierno para que traten a sus hijos debidamente, ya que «la autoridad paterna es tan susceptible de abuso como otra cualquiera», por lo tanto «es muy justo que se proteja a los niños y a los jóvenes, hasta donde pueda alcanzar el ojo y la mano del Estado, contra el peligro de hacerlos trabajar con exceso… tampoco deben tener los padres la libertad de privar a sus hijos de una educación conveniente, la mejor que las circunstancias les permitan recibir y que aquéllos podrían negarles por su indiferencia, sus recelos o su avaricia».

En suma, el gobierno se justifica por su contribución a la igualdad en libertad de sus ciudadanos, haciendo lo posible para que los individuos se impliquen personalmente en el desarrollo de las condiciones sociales, educacionales y económicas capaces de proveer los medios para la prosperidad física y moral. Con palabras de Mill: «Un buen gobierno prestará su ayuda en forma tal que estimule y eduque todo elemento de esfuerzo individual que pueda encontrar». La ayuda oficial cuando obedezca al hecho de faltar la iniciativa privada debe darse en forma que constituya, en cuanto sea posible, un curso de educación para el pueblo en el arte de realizar grandes objetivos por medio de la energía individual y la cooperación voluntaria. El párrafo final de Principles of Political Economy, es una muestra clara del principio de igual libertad para el desarrollo, moral y material. Allí afirma Mill: «No he creído necesario insistir aquí en aquella parte de las funciones del gobierno que todos admiten como indispensables: la función de prohibir y castigar todo aquello que en la conducta de los individuos que ejerzan su libertad es a todas luces perjudicial para otras personas, ya se trate de violencia, de fraude o de negligencia. Aun en el mejor Estado alcanzado hasta ahora por la civilización, es lamentable pensar cuán grande es la proporción de todos los esfuerzos y talentos del mundo que se emplean en neutralizarse unos a otros. Ninguna finalidad más propia del gobierno que la de reducir este ruinoso despilfarro lo más posible, tomando las medidas apropiadas para que las energías que hasta ahora gasta la humanidad en perjudicarse unos a otros, o en protegerse contra el daño, se dirijan hacia las fuerzas de la naturaleza para estar cada día más subordinado a la propiedad física y moral».

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