Por Italo Pallotti.-

En esta Argentina nuestra, donde la monotonía del absurdo es una constante, hemos entrado en esa especie de realismo casi de tortura que nos ha ido trastornando en lo personal y en la totalidad del cuerpo social. Fueron muchas décadas de pésimas administraciones hasta caer en el ridículo por su manera del manejo de la cosa pública; para llegar a producir un hartazgo y apatía verdaderamente asombrosos. Hay una Patria herida en su concepto de tal. Una nación dispersa en el estricto sentido. Un Estado que de tanta negligencia lo han conducido a una perversión dañina y escandalosa. Cuando tanto se habla de hambre, es una verdad irrebatible. Pero de lo que poco se dice, porque hay un acostumbramiento rutinario a su escasez, es de la otra carencia; la de la paz social, de la justicia, de la dignidad. Porque cuando tantas veces nos martillaron nuestros pensamientos y sentimientos con la retórica de la “paz de los argentinos”, bien nos ha quedado claro que no era sino una frase llena de hipocresía. De cinismo. De un pésimo mal gusto. Porque bien es sabido que los gobiernos han transitado ese abominable irrespeto entre sus miembros (rencillas, anti diálogos, ocultamiento de Vices por parte de sus Presidentes, desconocimiento de sus méritos, etc.). Más la apatía y abandono hacia las clases menos favorecidas de la sociedad; producto de una dejadez a extremos de tener que calificarlos como seres que pasan por la vida¸ antes que vivir; con algo de dignidad, con autoestima, ese espacio de tiempo.

Frente a esto, los ciudadanos se interrogan hasta cuando las situaciones anómalas que de a poco van tergiversando el curso normal de la relación gobierno y gobernados. De matriz intolerable, en la medida que unos y otros no se den las señales necesarias para el clima de armonía. Cuando el contrato social se desestructura, las consecuencias son muy graves. Hace décadas que por acción u omisión hemos retrogradado varios casilleros, como en un juego perverso de la “Oca”, permitiéndonos toda clase de arbitrariedades y abusos de poder, tan malsanos, que han denigrado no solo la condición del ciudadano; sino la de los propios gobernantes. La Política, como tal, debe asumir el costo de esta historia triste de ser contada. Porque si hoy tenemos un país en ruinas; que trata desesperadamente aferrarse a una especie de quimera, ilusión o sueño, es porque esa calamidad que tiene que ver con la pérdida de las necesidades básicas insatisfechas deja, fatalmente, nombres y apellidos. “Célebres” unos; desconocidos otros; incompetentes una mayoría; pero igual de dañinos. Y tan solo un ostracismo voluntario de por vida o la cárcel pueden redimir las conductas evidenciadas por esa nefasta dirigencia. El pueblo, hoy, está intentando salir de ese fastidioso letargo; de los controversiales temas que nos han dividido por tanto tiempo. Ojalá sea, y escapemos, por fin, de una indiferencia tóxica que tanto daño causó.

El penoso espectáculo, ya desgastante por lo grosero, torpe y amañado de los miércoles, frente al Congreso, con la marcha de los jubilados, no es sino una muestra pequeña y desoladora de lo que se reseñó más arriba. El tema es histórica y plenamente repudiable por el punto al que se dejó llegar. Un pésimo tratamiento del asunto (jubilados) lo hizo crónico. Un rosario cruel de promesas incumplidas cierran el cuadro de lo injusto y reprochable. Pero, dicho esto, la secuencia de cada “marcha” donde lo que menos hay son jubilados, copados por infames mercaderes del decoro de ellos, conforman un escenario patético. Conmovedor y peligroso. Un signo patoteril de agresión a las fuerzas del orden, por una turba de exaltados militantes de gremios, DDHH., y algún infiltrado, en un bochornoso espectáculo de despiadada embestida que nada tiene que ver con un reclamo auténtico, justo; conformando, como se dice en el titulo, “Escenas para el olvido”.

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