Por Hernán Andrés Kruse.-

El 10 de abril se conmemora el día del investigador científico. La elección de esa fecha lejos está de ser casual, porque un 10 de abril de 1887 nacía en Buenos Aires Bernardo Houssay, el científico más relevante de la Argentina hasta el presente.

Luego de recibirse de bachiller a los 13 años, ingresó a la Escuela de Farmacia y Bioquímica de la UBA, graduándose a los 17 años. Luego ingresó en Medicina, donde se recibió de médico a los 23 años con una tesis merecedora de un diploma de honor. La lectura del libro de Claude Bernard “Introducción a la medicina experimental” le despertó la vocación por el estudio de las funciones de los seres orgánicos (la fisiología). Dedicó toda su energía y su inconmensurable talento a la investigación en animales del funcionamiento de la hipófisis, sus relaciones con el metabolismo de los carbohidratos y las disfunciones de esa glándula. Sus descubrimientos hicieron posible el avance en el tratamiento de una feroz enfermedad: la diabetes.

En 1919 formó parte de la creación del Instituto de Fisiología que funcionó en la Facultad de Medicina. En 1922 recibió el Premio Nacional de Ciencias por sus investigaciones sobre la acción fisiológica de los extractos hipofisiarios. Un año antes los doctores Frederick Banting y Charles Best aislaron la insulina siendo inyectada por primera vez el 11 de enero de 1922 a un joven que padecía un grave cuadro de acidosis diabética. Estos galenos canadienses, con el apoyo de otros expertos, lograron purificar la insulina obtenida del páncreas ovino. A partir de este hallazgo científico, Houssay se convirtió en el primer investigador en purificar insulina en América Latina.

El 4 de junio de 1943 se produjo un golpe de estado propiciado por el GOU. Houssay fue uno de los firmantes de un manifiesto titulado “Democracia efectiva y solidaridad americana” en un escenario político caracterizado por el antagonismo entre los aliadófilos y los partidarios del Eje. El ministro de Justicia e Instrucción Pública Gustavo Martínez Zuviría acusó a los firmantes de “agitadores antisociales y antiargentinos”. La UBA no soportó la presión del gobierno de facto y expulsó a Houssay. Negándose al exilio, con el aporte de fondos privados tomó la conducción del Instituto de Biología y Medicina Experimental junto a destacados científicos como Eduardo Braun Menéndez, Juan Treharne Lewis, Virgilio Foglia y Oscar Orías.

Houssay recibió el Premio Nobel de Fisiología en 1947 por sus investigaciones y descubrimientos sobre el rol desempeñado por la hipófisis en la regulación de la cantidad de azúcar en la sangre. Compartió el galardón con los investigadores checoslovacos nacionalizados estadounidenses, Gerty y Carl Jovi. Mientras tanto, su cátedra de fisiología en la Facultad de Medicina pasó a denominarse “Fisiología Peronista”. Recién durante la presidencia de Menem logró repararse semejante atrocidad. En 1958 creó el Conicet, al que dirigió hasta su fallecimiento el 21 de septiembre de 1971 (fuente: Infobae, Adrián Pignatelli, 10/4/025).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de uno de los discípulos más relevantes de Houssay, el doctor Alberto C. Taquini. Se titula “Bernardo Houssay: cómo lo conocí y lo recuerdo”. Retrata de manera magistral no sólo el aspecto profesional del Nobel de Fisiología sino también su aspecto humano, el más relevante. Escribió el doctor Taquini:

“Ejemplo de conducta, maestro e investigador singular, promotor de la enseñanza superior y de la investigación científica, tutor de generaciones sucesivas, Houssay, sin caer en sentimentalismos, debe ser incorporado al pequeño cuadro de auténticos prohombres argentinos. Sirvió a la nación durante más de 60 años con el poderoso recurso de la ciencia y con su obra contribuyó a prestigiarla en el orden internacional. A medida que los años van alejando su presencia física, Houssay se va transformando en un modelo para los científicos y los universitarios y en un personaje de nuestra historia para la mayoría de los argentinos. Aulas, Institutos, Hospitales, una Plaza solar que ocupó el recordado Hospital de Clínica por la vieja y mutilada Facultad de Ciencias Médicas, hoy Facultad de Ciencias Económicas, por el Hospital Escuela José de San Martín y por la actual Facultad de Medicina, llevan su nombre.

Las figuras alegóricas “Prevenir” y “Curar” e Hipócrates, Paracelso, Claudio Bernard y Luis Pasteur, de pie en el frontispicio de la Facultad, simbólicamente son un homenaje permanente de la medicina y de la ciencia universales. Para quienes hoy transitan por “su plaza” y para los que seguirán haciéndolo en el futuro queda grabado en el mármol con caracteres indelebles, “Bernardo Houssay 1887-1971. Insigne médico y fisiólogo argentino. Académico y Doctor Honoris Causa de las más importantes Universidades del Mundo. Docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires. Sus relevantes investigaciones lo hicieron merecedor entre otros del Premio Nobel de Medicina y Fisiología 1947”. Síntesis apretada de lo que al fin ha de perdurar; porque, aunque sea triste reconocerlo, los años borrarán paulatinamente lo perecedero: su personalidad, sus desvelos, sus virtudes, el fruto de su experiencia; convertirán sus trabajos en silenciosos expedientes archivados en los anaqueles y su contribución científica-materia imprecisa-en parte inidentificable del progreso.

Conocí a Houssay en marzo de 1924 cuando asistí a la primera clase del curso de fisiología. Tenía él, entonces, 36 años, hacía tres que ocupaba como titular la cátedra y su prestigio ya se había expandido por todo el ámbito de la facultad, como el murmullo confidente de los barrios. Houssay daba clase en el aula principal del edificio de la vieja Facultad, a la que se accedía desde el primer peldaño de la escalera principal, por una puerta coronada con una gran reproducción del famoso cuadro de Rembrandt “La clase de anatomía”. Era un aula digna, silenciosa y acogedora; vestida de madera con gradas empinadas. Lucía en el frente un gran pizarrón enmarcado por dos puertas; encima de él otro cuadro clásico: “El médico y el niño enfermo”; delante, una larga mesa.

En pocos minutos todos los asientos se cubrieron de alumnos y los pasillos central y superior se llenaron con los rezagados. A las 11 en punto apareció Houssay por una de las puertas del frente, sin que casi se lo sintiera. Vestía un guardapolvo blanco cerrado hasta el cuello con tablones y cinturón. Su cara era serena y poco expresiva; como si estuviese de paso, sus ojos, detrás de lentes con armadura de acero, parecían no mirar. Sin preámbulos entró directamente en tema: su voz era monocorde, se movía poco y sus ademanes eran casi imperceptibles. Sin embargo su exposición se hizo clara y penetrante. A las 12 horas, puntualmente, dio por terminada la clase. Como todos, dejé el aula sin esa euforia que deja el orador lúcido, pero con la profunda sensación de haber aprendido. Le seguí durante todo el año desde el mismo asiento y cada nueva clase que le escuchaba más crecía mi interés por la fisiología.

Poco antes de terminar el curso, Houssay viajó a España. Le reemplazó en la Cátedra su discípulo preferido, Juan T. Lewis, que en ese entonces era un muchacho, pero que ya había dado muestras de laboriosidad, bonhomía e inteligencia. El interinato de Lewis duró muy poco. La trágica muerte de O’Farrel, practicante del Hospital Parmenio Piñero-triste derivación de los tradicionales manteos estudiantiles-llevó a la inmediata supresión del internado en los Hospitales municipales, medida que derivó en huelgas y tumultos estudiantiles que condujeron al cierre de la facultad al promediar el mes de octubre.

Recién en marzo de 1925, a la finalización del período de vacaciones, la facultad reabrió sus puertas para exámenes. En ese entonces fisiología se estudiaba conjuntamente con física biológica, materia que estaba a cargo del profesor Raúl Wernicke y con química biológica, a cargo del profesor Alfredo Sordelli. La mesa examinadora la integraban estos y la presidía Houssay como titular de la materia y director del Instituto. Por la importancia y extensión de la asignatura y por la rigurosidad de los examinadores, Fisiología había pasado a ser la valla más difícil de salvar de la carrera. Para nuestro curso, interrumpido y teñido por disturbios estudiantiles, había adquirido características aterradoras. Houssay daba la impresión que, para él, tomar examen era una obligación que había que cumplir celosamente, con “pulcritud”. Sus preguntas eran precisas, claras, concretas y sus calificaciones justas-.

Con expresión invariable escuchaba contestaciones brillantes y atrocidades; reprobaba o aprobaba. En los muchos exámenes que le vi tornar jamás observé que influyeran el azar para el alumno y las razones de simpatía para su veredicto. La máxima deferencia que le conocí la tuvo con un amigo mío, hijo de uno de los miembros del Consejo Directivo de la Facultad que lo apoyó en la pareja votación en que Houssay ganó la Cátedra de Fisiología. Juntos veníamos cursando los años con regularidad desde el secundario. En ese turno de exámenes de marzo de 1925 mi condiscípulo sufrió el primer traspié; en julio, el segundo y en diciembre, el tercero. Al término de este último Houssay, posiblemente en atención al padre para quien obviamente tenía gratitud, se sintió obligado a darle aliento. Luego de aplazarlo lo llamó y le dijo: “Lo siento pero todavía le falta un poco más”. Probablemente mi amigo ya había dado todo lo que podía dar y dejó la medicina.

Años más tarde, como miembro del Instituto, tuve oportunidad de asistir a muchas clases de Houssay. Siempre fue igual: la misma expresión, la misma voz, la misma forma, los mismos modos; hasta las mismas hojas con apuntes que le hacían de muletilla, hojas que año a año se iban amarillentando y cubriendo en los rincones de notas nuevas; con su misma permanente sólida necesidad de enseñar. Días después de dar examen volví al Instituto de Fisiología para informarme como se cubrían las ayudantías. Houssay me vio, me llamó y cuando le expliqué el motivo que me llevaba me ofreció incorporarme a la cátedra con carácter condicional. Lamentablemente cuando debía hacerlo en forma definitiva motivos de salud me lo impidieron. Cuando le comuniqué que renunciaba a la ayudantía Houssay, en forma que me llenó de dudas, me dijo: “Lo siento porque quizá hubiese llegado a ser un buen colaborador”.

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