Por Otto Schmucler.-

Hace muuucho tiempo, desde que el presidente, asesorado por no sé quién, decidió que una de las dos vacantes de la Corte Suprema sea ocupada por el Juez Ariel Lijo (y envió su pliego al Senado de la Nación) produjo una ola de impugnaciones que no recuerdo que alguna vez se haya producido un rechazo “ni de lejos parecido a este».

Esos rechazos no están fundados en habladurías o chismes de entrecasa sino que, aquellos que lo impugnaron aportaron datos duros, irrefutables, sobre su performance como juez federal (es el juez que no llega nunca a las condenas, las causas duermen cómodamente en sus cajones hasta el día que pasados los tiempos razonables, terminan prescribiendo por inactividad).

Además, quienes lo impugnaban no eran “unos pocos” sino muchas centros, colegios y asociaciones de abogados y fiscales que veían en esa postulación un severo daño a la institución.

Ante tantas objeciones, rechazos y advertencias (muchas han apuntado a la necesidad de dotar a la Corte de la mirada femenina que se perdió con las ausencias de Carmen Argibay y Highton de Nolasco) me pregunto: “¿Es acaso un dechado de virtudes (morales y profesionales), alguien irreemplazable, porque nadie como él da la talla para semejante función, alguien al que en el “rioba” dirían que “es Gardel”?

¿O será que nadie como él podrá agradar con sus decisiones a quienes asesoran al Presidente para que las mismas tengan una nueva mayoría dado que con Lorenzetti (uno de los que lo propusieron) imaginan un nuevo tándem para desbancar a Rosatti-Rosenkrantz?

Sería bueno que alguien aclarara esto, antes de que sea demasiado tarde para lágrimas.

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