Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 7 de diciembre Clarín publicó un artículo de Ricardo Roa titulado “Milei ayuda a Cristina, la Corte no. ¿Se viene un nuevo pacto de Olivos?” Luego de hacer un balance del primer año de gestión del gobierno de Milei, el autor expresa: “El programa económico pasó la peor etapa y Milei, con motivos para agrandarse, se agranda. Y juega con fuego: acuerda con el cristinismo sin admitir que acuerda con el cristinismo: pactar con la casta es un quiebre con sus votantes. Aceptó cajonear Ficha Limpia, que impediría a Cristina ser candidata y que no pudo ser tratada por falta de quórum. Milei dijo que no tuvo nada que ver con eso pero se autoincriminó en un chat a Lospennato, la autora del proyecto, al reconocer que para tratarlo había que hacerle cambios. Otros puntos del acuerdo: mantener a Martín Menem al frente de Diputados, patear hacia adelante el lío judicial, a ver si pueden encontrarle la vuelta juntos y voltear las PASO, que Cristina ahora quiere acompañar de ¡una reforma constitucional! para que coincidan los mandatos de diputados y senadores. ¿Habrá un Pacto de Olivos 2?”

Qué duda cabe que en los últimos días se destapó una olla podrida hasta la médula que sacudió a la opinión pública. ¿Quién hubiera imaginado que los líderes de dos fuerzas políticas antagónicas, como lo son LLA y el kirchnerismo, decidieran sentarse en una mesa para negociar favores políticos? Resulta harto evidente que Milei y Cristina, en una vergonzosa demostración de subestimación de nuestro coeficiente intelectual, están decididos a imponer un nuevo bipartidismo en la Argentina: por un lado, LLA; por el otro, el cristinismo. Las restantes fuerzas políticas serían, por ende, historia. Cristina, consciente de que su protagonismo es funcional a los intereses políticos de Milei, estaría dispuesta a garantizar en 2027 la reelección del libertario. ¿A cambio de qué? A cambio, como lo reconoció Mayans, de una profunda renovación de la Corte Suprema y del nombramiento del Procurador General de la Nación y de más de un centenar de jueves federales, la mayoría, obviamente, afines al cristinismo. Es un típico “toma y daca” de la política que insulta la dignidad de los argentinos.

Sin embargo, y para hacer honor a la verdad histórica, el pacto entre Milei y Cristina no es el primero que tiene lugar en nuestro país y seguramente no será el último. Nuestra ajetreada historia política e institucional está plagada de pactos de todo tipo, la mayoría de ellos celebrados a hurtadillas y éticamente deleznables. Uno de los más relevantes de los últimos cuarenta años fue, como lo recuerda Roa, el pacto celebrado entre el entonces presidente Carlos Menem y su antecesor, Raúl Alfonsín. Tuvo lugar a fines de 1993 y en la práctica significó garantizar a Menem su reelección en las presidenciales de 1995.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Antonio María Hernández (Profesor de Derecho Constitucional y de Derecho Público Provincial y Municipal en la UNCba, Académico de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba y Ex Vicepresidente de la Comisión de Redacción de la Convención Nacional Constituyente de 1994) titulado “A quince años de la reforma constitucional de 1994”. Aconsejo su lectura ya que el autor, actor protagónico, nos hace recordar en qué consistió ese acuerdo entre bambalinas entre los dos políticos más poderosos de aquel momento y que, al tomar estado público, sacudió a la Argentina. Considero que el enfoque del distinguido jurista, cuando se cumplen 31 años del pacto, no fue más que un cúmulo de buenos deseos.

EL PROCESO PRECONSTITUYENTE Y EL ROL DE RAUL ALFONSIN

“Este proceso fue signado por el denominado Acuerdo o Pacto de Olivos, que se concretara en pasos sucesivos, originados en una primera reunión del 4 de noviembre de 1993 entre los líderes de los partidos políticos mayoritarios: Raúl Alfonsín por la Unión Cívica Radical y Carlos Saúl Menem, por el Partido Justicialista, en dicha localidad de la Provincia de Buenos Aires. Posteriormente se produjo la firma de un documento con fecha 14 de noviembre de 1993, que enumeró algunos de los puntos del acuerdo, en la Residencia Presidencial de Olivos.

Ese acuerdo, luego fue precisado y desarrollado mediante la intervención de una Comisión de Juristas de ambas fuerzas políticas, para después ser suscripto formalmente entre los partidos que ya lo habían aprobado por sus órganos respectivos, con fecha 13 de diciembre de 1993, en un acto celebrado en la Casa Rosada. En definitiva, el denominado Pacto o Acuerdo de Olivos con sus contenidos definitivos, fue firmado en el acto previamente mencionado, en el que participaron además de Carlos Menem y Raúl Alfonsín como Presidentes de los partidos, Eduardo Menem, Carlos Ruckauf, Jorge Matzkin, Eduardo Bauzá, Carlos Corach y Alberto García Lema por el Justicialismo y José Genoud, Raúl Galván, Antonio Berhongaray, Ricardo Gil Lavedra, Enrique Paixao, Arnoldo Klainer y el suscripto por el Radicalismo. En base a ello fue sancionada la Ley Declaratoria de la Necesidad de la Reforma Nº 24.309, con los dos tercios de los votos totales de cada una de las Cámaras, con fecha 29 de diciembre de 1993.

El Acuerdo o Pacto de Olivos previó un Núcleo de Coincidencias Básicas, que dieron base al art. 2º de la ley citada, además de los otros temas habilitados para la reforma, incluidos en el art. 3º. Ya una vez electos los Convencionales Constituyentes, una Comisión de ellos trabajó en la redacción del Proyecto de Reforma constitucional relativo al Núcleo de Coincidencias Básicas, que luego fuera tratado por una Comisión del mismo nombre de la Convención. Considero ineludible y de toda justicia histórica, recordar en esta oportunidad a Raúl Alfonsín, fallecido recientemente, que bajo mi punto de vista, coronó su obra institucional y política con la reforma constitucional de 1994, de la cual fue inspirador y artífice fundamental. Ahora, cuando el juicio de la historia sobre su personalidad avanza -luego de la conmovedora ceremonia de despedida que le tributara la ciudadanía argentina-, se destaca su desempeño en la Presidencia de la República y en la Convención Nacional Constituyente y su lucha inclaudicable por la libertad, los derechos humanos, la democracia social y los principios de la república federal. Pero por sobre todo, sus calidades personales de honradez, austeridad y hombría de bien y su compromiso con los valores de la república.

Tanto en su carácter de hombre político como de Estado, los representantes de distintos sectores partidarios, sociales, del periodismo y de la cultura han coincidido en reconocer su excepcional aporte al diálogo y a la búsqueda de los consensos, como camino esencial para profundizar la cultura política democrática en el país. Y en ello debe encontrarse la justificación y fundamentación de su accionar en torno de la reforma constitucional y en particular, del Acuerdo o Pacto de Olivos. Sin lugar a dudas, éste fue uno de los capítulos más complejos y decisivos de su vida. Y la prueba de ello es la especial atención que le dispensara a la cuestión en sus obras “Democracia y consenso” –especialmente- y “Memoria Política”. Es que él percibió el alto precio político que en su momento pagó, –junto al Radicalismo-, por la realización del Acuerdo, ya que no pocos desconocieron su gesto de trascendencia histórica y sostuvieron en cambio, que con ello se perdía el carácter opositor al peronismo.

Creemos que los detractores del Pacto privilegiaron una visión agonal de nuestra política y no comprendieron que era menester considerar la cuestión bajo el punto de vista arquitectónico. Es desde esta perspectiva que se advierte en plenitud la importancia de la obra constituyente en general y de Alfonsín en lo personal. Pero además, ello significó un accionar coherente con las posiciones de su partido, que siempre se manifestó a favor de una reforma de la Constitución Nacional. Y en particular, con su propia obra de gobierno, ya que a través del Consejo de Consolidación de la Democracia, impulsara decididamente dicha tarea.

Por otra parte, es menester recordar la situación política en 1993. En aquél escenario, se encontraba en tratamiento en la Cámara de Diputados de la Nación un proyecto de ley del Diputado Durañona y Vedia, que establecía como interpretación del art. 30 de la Constitución, que los dos tercios requeridos eran de los miembros presentes de cada Cámara. Y además, se proyectaba una Consulta popular sobre la reforma constitucional para posibilitar la reelección del Presidente Menem. A eso hay que agregar que en algunas declaraciones del Bloque de Senadores Nacionales del Justicialismo se sostenía que la Constitución Nacional vigente era la sancionada en la reforma constitucional de 1949. En dicha instancia, con un oficialismo decidido a avanzar en la reforma prácticamente a cualquier precio y con la magnitud de los problemas históricos observados en esta materia, resultó necesario concretar un acuerdo, que modificase el rumbo de los acontecimientos políticos e institucionales, que se tornaban negativos e impredecibles para el país.

Y el camino elegido fue el que correspondía: un acuerdo de dirigentes políticos, redactado por una comisión especializada, luego debatido y aprobado por las instancias institucionales respectivas de los partidos, para lograr el estricto cumplimiento del art. 30 de la Constitución Nacional, en la faz legislativa y preconstituyente, mediante la declaración de la necesidad de la reforma por el Congreso de la Nación. El proceso luego se completaría con la elección democrática de los Convencionales Nacionales Constituyentes, que con muy alto grado de consenso, sancionaran la reforma de 1994, que fuera la más amplia y profunda de la historia argentina.

No obstante ello, creemos que el controvertido juicio histórico y político sobre el Acuerdo de Olivos impidió un análisis correcto de su consecuencia institucional, que fue la reforma constitucional de 1994. Esto se apreció por distintas razones: a) se puso énfasis sólo en el debate por el Pacto de Olivos, prescindiéndose de la reforma que fue su resultado. b) se ha intentado reducir la reforma prácticamente a la posibilidad de la reelección presidencial y c) ha faltado un análisis más objetivo, profundo, sistemático e integral de la reforma. A quince años de la reforma, advertimos que el panorama antes descripto se ha ido modificando….”

LA LEGITIMIDAD DE LA REFORMA

“El problema de la legitimidad de la Constitución -dice Linares Quintana- es de naturaleza esencialmente política, y debe resolverse remontándose hasta la naturaleza del acto constituyente. Este autor coincide con Sánchez Viamonte en que para la legitimidad constitucional, el acto constituyente debe ser la expresión genuina de la voluntad del pueblo, surgida de una libre determinación mayoritaria. Nosotros analizamos detenidamente la legalidad y legitimidad de la reforma constitucional de 1994 en el propio seno de la Convención Nacional Constituyente. Allí recordamos los debates producidos con motivo de las reformas constitucionales, comenzando con la de 1860. Desde la necesidad de sostener que existió ejercicio de poder constituyente originario y abierto -iniciado en 1810 y terminando en 1860 con la incorporación de la provincia de Buenos Aires a la Confederación- ya que de lo contrario debiéramos impugnar la constitucionalidad de la reforma, porque una cláusula del texto de 1853 prohibía que se efectuara dentro de los 10 años. Pasando luego por la cuestión de los dos tercios de votos -presentes o totales- de las cámaras, en relación a la reforma de 1866. Es cierto que la reforma de 1898 no mereció objeción, aunque sabemos que no tenía vigencia la república democrática, pues no se ejercitaba adecuadamente la soberanía popular. Ya en este siglo, el momento de máximo enfrentamiento político fue con motivo de la reforma de 1949, que tuvo el signo partidario del oficialismo y fue impugnada en su legalidad y legitimidad por la oposición y gran parte de la doctrina. Lo mismo ocurrió luego con la reforma de 1957, efectuada con la proscripción del justicialismo. Y por si faltara algo, tuvimos además ejercicio autocrático de poder constituyente, con la reforma de facto de 1972.

Hemos sostenido que este debate permanente sobre el «status constitucional» ha sido la prueba de nuestra falta de cultura política y jurídica. Por ello es conveniente recordar a Joaquín V. González, en su Juicio del Siglo, en 1910, cuando destacó que la ley de la discordia interna había protagonizado la vida política de los argentinos, agregando que no nos comprendíamos porque no nos amamos y no nos amamos porque no nos comprendíamos. Y ello explica nuestra dificultad para alcanzar acuerdos durante nuestra historia que nos permitiesen reformar la Ley Suprema, mientras nos hemos caracterizado por las violaciones permanentes de ella. Recordamos también en la Convención el pensamiento alberdiano sobre la constitución como una transacción política fundamental, y, en consecuencia, que la reforma debía ser el fruto del consenso de las fuerzas políticas y sociales. En este sentido, la ley 24.309 -de declaración de la necesidad de la última reforma-, tuvo las mayorías exigidas constitucionalmente por el art. 30 de la ley suprema, o sea, más de dos tercios de la totalidad de los miembros de cada una de las cámaras; y los convencionales fueron electos en comicios absolutamente limpios, con vigencia del Estado de Derecho y de las libertades públicas.

Más allá de las objeciones efectuadas a la ley -para nosotros superadas con la adopción del Reglamento por parte de la Convención-, hoy parece ya acallado el debate al respecto. La Convención de Santa Fe y Paraná tuvo 305 convencionales -la suma del número de los miembros del Congreso: 257 diputados y 48 senadores-, que representaron a 19 bloques políticos. Fue la Convención más numerosa de la historia argentina, que realizó su tarea en sólo 90 días, en un marco ejemplar de pluralismo democrático -como lo sostuvieron los distintos partidos políticos-, y que produjo la más importante reforma constitucional, tanto en la parte dogmática como en la parte orgánica. Existió muy alto grado de acuerdo para la sanción de 61 normas constitucionales: 20 nuevas, 24 reformadas y 17 disposiciones transitorias. En el amplio contexto de nuestra historia institucional, consideramos que ésta es la reforma con mayor legalidad y legitimidad, y que además debe clausurar dolorosas etapas de frustraciones y desencuentros, que incidieron gravemente en la vida nacional.

No por casualidad la reforma fue efectuada en el proceso democrático más extenso que hemos tenido a partir de 1930 y en tal sentido, creemos que es el punto culminante de dicha experiencia política y jurídica, pues expresa el momento más importante de ejercicio de política arquitectónica en nuestro tiempo. Téngase presente que la política constitucional es la quintaesencia de la política arquitectónica, pues debe basarse en amplios consensos sobre las grandes ideas, valores, objetivos y sueños de una sociedad en su más trascendente proyecto político nacional, que es la Ley Suprema. La Constitución Nacional que nos rige es la de 1853, con las reformas de 1860, 1866, 1898, 1957 y 1994, tal como fue jurada por los convencionales y autoridades federales el 24 de agosto de 1994, en el histórico Palacio de San José, que perteneciera al ilustre general Justo José de Urquiza, el prócer máximo de la organización nacional”.

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