Por Hernán Andrés Kruse.-

LA PERSECUCIÓN CULTURAL

“La mirada fiscalizadora del macartismo recorrió la cultura, la producción intelectual, el sistema educativo y, como un distrito del mismo, a la difusión, producción y enseñanza de la historia. Como en otros, en este ámbito también existía un terreno roturado. Desde fines de los cuarenta, la pulsión persecutoria había intoxicado la atmósfera cultural norteamericana, expandiendo la censura al campo de la educación y, con mayor preocupación, a la superior. Los caminos inquisitoriales ya habían sido transitados por legislaturas de diversos estados. La de Illinois, instituyó la ley Clabaught en julio de 1947, que requería un juramento de lealtad para empleados federales. Prohibía a las autoridades de la Universidad de Illinois extender facilidades a los grupos e individuos que desarrollaran actividades sediciosas o “antiamericanas”. La prohibición apuntaba directamente a la sección local de la Juventud Americana por la Democracia, una agrupación de izquierda, pero se extendía a otras asociaciones similares que actuaban en el campus.

El mismo año se creó la Comisión de Investigación de Actividades Sediciosas, presidida por el senador republicano Paul Broyles, para la persecución de la influencia comunista en el estado. Consideraba al ámbito educativo como el más permeable al discurso radical. En 1949 convocó a sus audiencias a profesores de la Universidad de Chicago para que delataran a los colegas izquierdistas. La Comisión también fijó su interés en las escuelas públicas, contando con la cooperación del Chicago Tribune, cuyas campañas alentaban a exonerar a los profesores comunistas y extirpar los textos que propalaran tales ideas.

En 1950, el presidente de la Oficina de Educación de Chicago puso en funciones un comité para estudiar los métodos de promoción del patriotismo y para combatir el comunismo en las escuelas. Cinco años después, la Oficina Evaluadora de Escuelas intimó a los aspirantes a profesores a que declararan si eran miembros de organizaciones “subversivas”, vetando en algunos casos su capacidad para la docencia. Al formar parte de los trabajadores públicos, también los docentes fueron obligados a realizar el Juramento de Lealtad para con el gobierno, en el que se comprometían a no profesar credos izquierdistas. El Departamento de Policía de Chicago creo el “Red Squad” (Escuadrón caza rojos), autor de miles de prontuarios o listas negras contra simpatizantes comunistas. Aunque en su historia posterior, el CPUSA nunca dejó de ser un pequeño grupo en la ciudad, las actividades del Escuadrón continuaron hasta 1975 y la petición de lealtad hasta 1983. Prácticas similares se extendieron a otros estados. En 1949, la Universidad de Washington, Seattle, se pronunció en contra de que los profesores comunistas enseñaran en esa casa de estudios y en otros establecimientos. En 1947, el HUAC obtuvo de las autoridades de las universidades listas de alumnos afiliados a corrientes de izquierda, principalmente a Student for Democratic Action, para ejercer un estricto control sobre sus miembros y actividades.

Tal como reveló la notable investigación de Sigmund Diamond, la creencia de que las grandes universidades se mantuvieron como santuarios libres del macartismo era, cuanto menos, una exageración. La enseñanza universitaria y los campus fueron vigilados por el FBI y algunas autoridades y docentes colaboraron con la comunidad de inteligencia, principalmente con la CIA. Las fuerzas de represión federal tenían una larga experiencia en este tipo de intromisiones. En los años de la depresión, atacaron sin contemplación al John Reed Club, una organización de profesores y estudiantes defensores del marxismo como teoría social, que realizaba conferencias, grupos de estudio y publicaciones. Las pesquisas de Hoover pusieron bajo observación a algunos miembros del Russian Research Center de Harvard, entre ellos a la esposa del sociólogo Talcott Parsons. Para justificar su inocencia, el teórico funcionalista hizo un descargo a tono con la atmósfera amedrentadora del momento, esforzándose en dar pruebas de su rechazo al marxismo como teoría social y proyecto político.

La coyuntura alimentó conductas mezquinas, también dilemas dolorosos (por ejemplo, delatar para no perder la seguridad y continuidad de una carrera laboral), así como impulsó a algunos a colaborar de buena gana con los organismos de espionaje. Prestigiosos académicos sostenían la incompatibilidad ética y política entre ejercer la enseñanza y profesar ideas comunistas. Para el presidente de la Universidad de Cornell, Edmund Ezra Day, la mente de un profesor comunista estaba esclavizada por la línea del Partido; no era un ser libre ni honesto, lo cual lo descalificaba para ser miembro de toda institución de enseñanza superior. Cientos de profesores fueron conminados a presentarse a las audiencias del HUAC, a delatar, a colaborar con las listas negras que confeccionaba el FBI.

El macartismo habría de acarrear padecimientos mucho más crueles para historiadores y cientistas sociales. Sus carreras fueron tronchadas por las presiones inquisitoriales apañadas por el gobierno. Uno de los epicentros de estos abusos fue la Rutgers Univeristy, de New Jersey, en 1951. Allí, luego de padecer varias citaciones humillantes, en las que se lo obligaba a delatar a compañeros y colegas, el historiador del mundo clásico Moses Finley rechazó el procedimiento inquisitorial, amparándose en la Quinta Enmienda de la Constitución (la garantía de que nadie estaba obligado a declarar contra sí mismo). Un trato idéntico sufrieron los profesores Heimlich y Glasser. Los tres fueron cesanteados por las autoridades de la universidad. Profundamente afectado, Finley abandonó su país para continuar su carrera de investigador en Cambridge, Inglaterra. La causa de su infortunio fue la delación que sufrió en las audiencias del HUAC, el 5 de septiembre de 1951, por parte de otro notable investigador de la historia de las sociedades orientales, Karl Wittfogel. Motivado por el temor o por recelos personales, el profesor Wittfogel lo acusó de participar en los grupos de estudio del CPUSA entre los graduados de Columbia en la década de 1930 y de haber sido organizador de algunos frentes académicos del Partido.

También el especialista en Historia de China, Owen Lattimore, fue presa de la ira de McCarthy. Antes de la caída del régimen de Chiang Kai Schek, Lattimore era el enlace entre el gobierno norteamericano y el líder nacionalista, además de una autoridad en la historia del Lejano Oriente. Esta experticia lo había convertido en director de las publicaciones de la Escuela de Relaciones Internacionales de la Universidad John Hopkins. Las denuncias hechas por el Partido Republicano acerca de que el gobierno de Truman había traicionado al gobierno chino y permitido el triunfo revolucionario de Mao Tse Tung, alentaron a McCarthy a ensañarse con Lattimore. Las opiniones liberales, pero no comunistas, de este último no fueron obstáculo para que el senador lo acusara, en 1950, de espía soviético y perjuro. Aunque no hubo pruebas en su contra, Lattimore debió renunciar a su cargo de consultor del Departamento de Estado. Arruinada su reputación, emigró a Inglaterra, donde se hizo cargo del Departamento de Estudios Chinos de la Universidad de Leeds desde 1963.

Un vejamen similar sufrió el medievalista alemán Ernst Kantorowicz en la Universidad de Berkeley, California. Al oponerse, en 1953, a realizar el juramento de lealtad al gobierno fue exonerado de su cargo y debió continuar su carrera en el Instituto de Estudios Avanzados de la universidad de Princeton. Más drástica fue la persecución del historiador afro trinitense C.L.R. James, que residía en Estados Unidos desde 1938. Además de teórico del anticolonialismo y del panafricanismo, James era un intelectual marxista, crítico del estalinismo y el autor de la obra más celebrada sobre la revolución haitiana. Hostigado por el FBI –que lo acusaba de subversivo y extranjero indeseable-, fue encarcelado en 1952 en la prisión de Ellis Island, y expulsado del país al año siguiente.

Infiltradas por el FBI, las universidades no fueron islas invulnerables a la ola macartista. Investigaciones más recientes demostraron, en base a dos casos muy significativos, Harvard y Yale, la intensa implicación de sus autoridades, profesores y graduados en los staffs de la CIA, del Consejo Nacional de Seguridad y del Departamento de Estado. La asunción de este compromiso era reforzada, además, por tradicionales vínculos de clase: la alta burguesía ilustrada de Nueva Inglaterra era el círculo de reclutamiento habitual de aquellas poderosas agencias estatales”.

CONCLUSIONES

“El macartismo actuó como un instrumento de control, una herramienta disciplinadora, de las manifestaciones de disidencia política y cultural en la sociedad norteamericana. Imbuido de una longeva tradición contrarrevolucionaria, alimentada por instituciones y corporaciones custodias del capitalismo, pretendió implantar la unanimidad ideológica y el inmovilismo doctrinario en una coyuntura histórica internacional aguzada por la polarización de la guerra fría. Se nutrió de una visión fundamentalista religiosa, intolerante contra las expresiones del pensamiento crítico; no solo contra proyectos, partidos e individuos que cuestionaran las relaciones sociales capitalistas, sino aún de aquellas iniciativas reformistas que pretendían corregir sus inequidades y ciertas formas pre democráticas en las que subsistían minorías étnicas y sociales.

La pretensión de erradicar el comunismo se puso en práctica, con todo el potencial de los recursos del Estado, sobre comunidades políticas e individuos cuyas opiniones y actividades ni siquiera estaban inscriptas en el CPUSA. Demócratas, radicales, socialistas, liberales de izquierda, etc., engrosaban las filas de los enemigos de la Nación, de los agentes de la potencia soviética. La situación de la historiografía no fue inmune a las presiones del anticomunismo. El campo cultural sufrió los mismos procedimientos de sospecha, vigilancia, delación y castigo instruidos en otros ámbitos de la vida social. La libertad académica, los derechos a ejercer una profesión y el pluralismo interpretativo sucumbieron ante el rigor implacable de leyes y acciones coercitivas. Las autoridades de las instituciones educativas y de investigación se plegaron, con diferente grado de entusiasmo, oportunismo o temor, a aplicar las drásticas medidas de persecución, censura o segregación de investigadores y profesores. La instigación a delatar “comunistas”, mandato de las instituciones del poder y del saber, sumió en dilemas éticos a los miembros de la comunidad educativa, historiadores e investigadores sociales. Las formas en que estas encrucijadas fueron saldadas fueron disímiles. En algunos individuos, las convicciones solidarias y la conciencia crítica resistieron a las presiones inquisitoriales; en otros, el temor, la preservación de un empleo o la mezquindad los inclinó a las formas más abyectas de la delación.

La agobiante atmósfera incidió en la elección de los temas de investigación y atizó controversias sobre cuáles tradiciones del pasado merecían reivindicarse y cuáles exonerarse. Los progresos en la renovación de la disciplina, impulsados por historiadores progresistas preocupados por cuestiones sociales y económicas y por la actuación de los grupos subalternos de la sociedad, fueron desandados o rechazados, en función de sus directas o tangenciales afinidades marxistizantes. Las interpretaciones que prestaban debida atención a los conflictos sociales, laborales o raciales en la historia nacional suscitaron juicios adversos, condenas enérgicas, que las rechazaban imputándoles lecturas reduccionistas, deterministas o economicistas. Frente al desafío planteado por los estudiosos del conflicto social, las instituciones oficiales de la disciplina ponderaron la primacía del consenso entre las clases y la excepcionalidad de la vía norteamericana hacia el progreso y la opulencia inagotables. El culto a los héroes, a las elites fundacionales y a las virtudes eternas de las instituciones fue la insignia que convocaba a retemplar a la Nación Americana, ahora en la posguerracomprometida en la lucha anticomunista en el plano internacional y doméstico.

En el invernadero del conservadurismo macartista, la historiografía norteamericana distorsionó y trató de amputar de la memoria social de la nación a las corrientes radicales que eslabonaron experiencias de organización y resistencia en el pasado. Los territorios de las luchas del sindicalismo norteamericano y de los movimientos de rebelión contra la esclavitud encendieron las mayores prevenciones e interdicciones. Como una resonancia de tribunales inquisitoriales, los relatos anticomunistas trataron a las fuerzas disidentes y revolucionarias, engendradas en contradicciones inherentes a la sociedad capitalista norteamericana, como elementos foráneos, desleales a la nación, digitados desde el exterior para el espionaje y la conspiración permanente. Cualquier examen medianamente desapasionado sobre la contribución de los comunistas americanos en el campo laboral, cultural o en las relaciones interétnicas, fue incinerado en el caldero ideológico mantenido en ebullición perpetua por la historiografía draperista y su tardío linaje.

En este, como en otros aspectos, la intolerancia doctrinaria, la ortodoxia interpretativa, tenían paralelismos asombrosos con los procedimientos de la historiografía soviética sometida al rigor y a la censura estalinistas. ¿Qué diferencias sustanciales existían entre la censura de los funcionarios de la Academia de Ciencias de la URSS contra las interpretaciones del pasado que se apartaban de la línea interpretativa sancionada por el PCUS (o directamente por su Gran Timonel) y la proclama de las autoridades de la American Historical Association para regimentar una opinión monolítica y patriotera, el “consenso anticomunista”, requerida por el gobierno durante la guerra fría?

Otra inquietante analogía puede hacerse acerca de la conceptualización del disidente o adversario practicada por la historiografía de la guerra fría en cada una de los campos enfrentados. Los disidentes mencheviques que actuaron en el Instituto Marx-Engels (IME) de Moscú o el derrotero de la Oposición de Izquierda relacionada con Trotsky, ¿acaso no fueron desacreditados y perseguidos por la historiografía oficial del PCUS como elementos peligrosos para la seguridad del Estado Soviético y agentes de las naciones capitalistas enemigas? ¿No tenía este procedimiento un aire de familia con la prevaleciente interpretación draperista, según la cual los comunistas norteamericanos eran meros instrumentos del espionaje y de la conspiración tramada por la URSS para subvertir a la nación? Quizás existieron diferencias en las consecuencias de esos actos de segregación y persecución. David Riazanov e Isaak Rubin fueron ejecutados por el régimen estalinista; los historiadores e intelectuales victimas del macartismo fueron encarcelados, cesanteados de sus empleos públicos y privados, obligados a emigrar, raleados de la vida cultural, humillados ante la sociedad, mas no ejecutados, con la excepción del matrimonio Rosenberg, electrocutado por el Estado de Nueva York en Sing Sing, el 19 de junio de 1953. Los resultados de la comparación, sin embargo, no resultan muy reconfortantes para lo que Tocqueville alguna vez celebró como la democracia en América”.

(*) Bozza, Juan Alberto Domingo: “Navegar en la tormenta: El anticomunismo en la historiografía de los Estados Unidos durante la Guerra Fría”-2014 -Documento disponible para su consulta y descarga en Memoria Académica, repositorio institucional de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FaHCE) de la Universidad Nacional de La Plata.

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