Por Hernán Andrés Kruse.-

“Lo que nosotros llamamos “cuerpo legislativo” son de hecho órganos que deciden continuamente sobre medidas particulares, y que autorizan el uso de la coerción para aplicarlas; sobre estas medidas no existe un auténtico acuerdo en la mayoría, sino que para ellas se obtiene el apoyo de una mayoría a través de “negociaciones”. En una asamblea todopoderosa que se ocupa principalmente de medidas particulares y no de principios, las mayorías no se basan, pues, en la concordancia de opiniones, sino que se forman a través de la agregación de intereses especiales de utilidad recíproca. El hecho aparentemente paradójico es que una asamblea nominalmente omnipotente-cuyo poder no se limita a establecer normas generales ni se basa en el propio compromiso de respetarlas-es por necesidad sumamente débil y depende completamente del apoyo de aquellos pequeños grupos que se ven obligados a mantenerse firmes para obtener concesiones que sólo el gobierno puede dar. La imagen de la mayoría de una asamblea así unida por convicciones morales comunes que valore los méritos de las demandas de grupos particulares es, naturalmente, una ilusión. Es una mayoría sólo porque se ha comprometido a no hacer valer un principio, sino a satisfacer demandas particulares. La asamblea soberana es cualquier cosa menos soberana en el uso de sus poderes ilimitados. Es realmente extraño el hecho de que “todas las democracias modernas” hayan considerado esto o aquello como necesario, y se cita a veces como prueba de la deseabilidad de la equidad de algunas medidas. La mayor parte de los miembros de la mayoría se dio cuenta con frecuencia de que una medida era estúpida e injusta, pero igualmente tuvo que declararse de acuerdo para poder seguir formando parte de la mayoría.

Un cuerpo legislativo sin limitaciones, al que no se prohíbe por convenciones o normas constitucionales decretar medidas intencionadas y discriminatorias de coerción, como aranceles o impuestos o subvenciones, actuará inevitablemente sin atender a principios. Aunque no faltan intentos para disfrazar esta compra de apoyo como ayuda beneficiosa a quien lo merece, la apariencia moral no puede ciertamente tomarse en serio. El acuerdo de una mayoría sobre el modo de distribuir beneficios y ventajas arrancadas a una minoría disidente no puede pretender un reconocimiento moral por su modo de obrar, aunque se recurra a la ficción de la “justicia social”. Lo que sucede es que la “necesidad política creada por el actual sistema institucional produce convicciones morales no viables o incluso perjudiciales”. El acuerdo alcanzado por la mayoría sobre el reparto del botín conquistado aplastando a una minoría de conciudadanos, o decidiendo cuánto hay que saquearles, no es democracia, o por lo menos no es aquel ideal de democracia que tiene una justificación moral. La democracia en sí misma no es igualitarismo. Pero la democracia ilimitada está destinada a ser igualitaria. Por lo que respecta a la fundamental inmoralidad de todo igualitarismo, me referiré aquí sólo al hecho de que todo nuestro sentido moral se basa en la distinta estima en que tenemos a las personas según el modo en que se comportan. Mientras que la igualdad ante la ley, es decir, el tratamiento que el gobierno reserva a todos según las mismas normas, es una condición fundamental de la libertad individual, el trato diferente que es necesario para colocar a personas que son individualmente muy distintas en la misma condición material me parece no sólo incompatible con la libertad personal, también altamente inmoral. Pero éste es el tipo de incompatibilidad hacia el que camina la democracia ilimitada.

Repitamos que no es la democracia en sí, sino la democracia ilimitada, la que yo considero no mejor que cualquier otro gobierno ilimitado. El error fatal que ha dado a la asamblea elegida poderes ilimitados es el prejuicio de que una autoridad suprema debe ser ilimitada por su propia naturaleza, en cuanto que cualquier limitación presupondría otra voluntad por encima de ella, en cuyo caso no sería una autoridad suprema. Pero éste es un equívoco que deriva de la concepción totalitaria-positivista de Francis Bacon y Thomas Hobbes, o del constructivismo del racionalismo cartesiano, al que por suerte se opuso durante mucho tiempo, en el mundo anglosajón, el pensamiento más profundo de Sir Edward Coke, Mathew Hale, John Locke y los Old Wighs. A este respecto, los antiguos fueron a menudo más sabios que el pensamiento constructivista moderno. No es necesario que un poder supremo sea un poder ilimitado, sino que puede derivar su propia autoridad de un compromiso para con las normas generales aprobadas por la opinión pública. El rey-juez de la antigüedad no era elegido para que fuera necesariamente justo todo lo que dijera, sino porque sus sentencias se consideraban generalmente justas, y mientras se consideraran tales. Él no era la fuente sino simplemente el intérprete de una ley que se basaba en una opinión difusa, pero que podía inducir a la acción sólo si era articulada por la autoridad aprobada. Y si sólo la autoridad suprema podía ordenar la acción, ésta era válida en la medida en que tenía el apoyo del consenso general respecto a los principios que la inspiraban. La única y suprema autoridad con derecho a tomar decisiones a propósito de una acción común podía ser también una autoridad limitada, es decir, limitada a tomar decisiones comprometiéndose a respetar una norma general aprobada por la opinión pública.

El secreto de un gobierno decente está precisamente en que el poder supremo debe ser un poder limitado, un poder que pueda establecer normas que limiten a otro poder, y que pueda por tanto poner límites pero no dar órdenes al ciudadano privado. Toda otra autoridad se basa así en su compromiso a respetar normas que sus sujetos reconocen: lo que hace una comunidad es el reconocimiento común de las mismas normas. Así, pues, el órgano supremo elegido no tiene necesidad de otro poder que el de hacer leyes en el sentido clásico de normas generales que guían el comportamiento individual. Tampoco tiene necesidad de otro poder de coerción sobre los ciudadanos privados fuera del poder de imponer obediencia a las normas de conducta así establecidas. Así, pues, el órgano supremo elegido no tiene necesidad de otro poder que el de hacer leyes en el sentido clásico de normas generales que guían el comportamiento individual. Tampoco tiene necesidad de otro poder de coerción sobre los ciudadanos privados fuera del poder de imponer obediencia a las normas de conducta así establecidas. Las otras ramas del gobierno, incluida una asamblea gubernativa elegida, deberían estar vinculadas y limitadas por las leyes de la asamblea, limitada a la legislación en sentido propio. Tales son las condiciones que garantizarían un auténtico gobierno sometido a la ley. La solución del problema, como ya sugerí antes, parece estar en la separación de las tareas realmente legislativas de las gubernativas. Naturalmente, poco se ganaría si tuviéramos simplemente dos asambleas con el carácter actual y sólo encargadas de tareas diferentes. Dos asambleas compuestas prácticamente del mismo modo no sólo obrarían inevitablemente en colusión, y por tanto producirían más o menos los mismos resultados que las asambleas actuales, sino que sus características, sus procedimientos y su composición estarían determinados de tal modo por sus tareas prevalentemente gubernamentales que las harían poco idóneas para legislar en sentido propio.

Nada es más iluminador a este respecto que el hecho de que en el siglo XVIII los teóricos del gobierno representativo condenaran casi de manera unánime la organización de la que ellos imaginaban como una asamblea legislativa creada según el modelo de los partidos. Ellos solían hablar de “facciones”, pero el interés de éstas por problemas relativos al gobierno hizo su organización según el modelo de los partidos universalmente necesaria. Un gobierno, para poder cumplir sus deberes, tiene necesidad del apoyo de una mayoría organizada comprometida con un programa de acción. Y para conceder tal opción debe existir una oposición organizada más o menos del mismo modo y que sea capaz de formar un gobierno alternativo. Para sus funciones estrictamente gubernativas, los actuales “cuerpos legislativos” parece que se han adaptado bastante bien, y se podría permitirles que siguieran así, si el poder que tienen sobre el ciudadano privado se limitara por una ley establecida por otra asamblea democrática que ellos no tuvieran posibilidad de alterar. En efecto, esta asamblea administraría los recursos materiales y personales puestos a disposición del gobierno para permitirle prestar diversos servicios a los ciudadanos en general, y podría fijar también la suma total de los ingresos a recaudar de los ciudadanos cada año para financiar esos servicios. Pero sólo mediante una verdadera ley se debería fijar la cuota con que todo ciudadano debería verse obligado a contribuir a este fondo, es decir, con ese tipo de norma obligatoria y uniforme de comportamiento individual que sólo una asamblea legislativa podría establecer.

Es difícil imaginar un control más saludable sobre los gastos que el que ofrece un sistema en el que todo miembro de la asamblea gubernativa supiera que por todo gasto al que hay que hacer frente él mismo y sus electores tendrían que contribuir con una cuota que él no podría alterar. El problema crítico, entonces, es la composición de la asamblea legislativa. ¿Cómo podemos efectivamente hacer que sea representativa de la opinión general sobre lo que es justo y, al mismo tiempo, inmune a toda posesión de intereses especiales? La asamblea legislativa estaría constitucionalmente limitada a aprobar leyes generales, de modo que cualquier orden específico o discriminatorio que emanara debería ser invalidado. Esta asamblea debería derivar su autoridad del propio compromiso de respetar las normas generales. La constitución debería definir las propiedades que deben tener tales normas para tener valor de ley: por ejemplo, su aplicabilidad a un número indeterminado de casos futuros, su uniformidad, su generalidad, etc. Un tribunal constitucional debería elaborar gradualmente esta definición y dirimir cualquier conflicto de competencia entre ambas asambleas. Pero esta limitación a la aprobación de leyes auténticas no sería suficiente para impedir colusiones entre la asamblea legislativa y una asamblea gubernativa compuesta más o menos del mismo modo, a la cual probablemente proporcionaría las leyes que necesita para sus propios fines particulares, con resultados poco diferentes de los del sistema actual. Lo que nosotros entendemos por asamblea legislativa es claramente un organismo que representa la opinión general y no intereses particulares; debería estar compuesta, pues, por individuos que, una vez encargados de esta función, fueran independientes del apoyo de grupos particulares y debería también estar constituida por hombres y mujeres que puedan situarse en una perspectiva de largo plazo, y no estén sujetos a la fluctuación de pasiones y modas temporales que tuvieran que complacer.

Todo esto, al parecer, requeriría, en primer lugar, la independencia respecto a los partidos, lo cual podría asegurarse mediante una segunda condición igualmente necesaria: la de no ser influidos por el deseo de ser reelegidos. Me imagino por esta razón una asamblea de hombres y mujeres que, tras haberse ganado confianza y reputación en las actividades ordinarias de su vida, deberían ser elegidos por un único y largo período, por ejemplo para quince años. Para estar seguros de que han obtenido experiencia y respeto suficientes y que no tienen problemas para el período siguiente al vencimiento de su mandato, fijaría una edad relativamente alta para ser elegidos, es decir, en torno a los 45 años, y les aseguraría para otros diez años más tras el vencimiento de su mandato, al cumplir los 60 años, un cargo honorable como jueces laicos o algo por el estilo. La edad media de los miembros de esta asamblea sería inferior a los 53 años, siempre inferior a la de la mayor parte de las asambleas análogas de nuestro tiempo. Evidentemente, los miembros de la asamblea no deberían ser elegidos todos en la misma fecha, sino que cada año quienes han servido durante quince años deberían ser sustituidos por otros de cuarenta y pico. Sería favorable a estas elecciones anuales de un decimoquinto de los miembros de la asamblea reservados a sus coetáneos, de suerte que todo ciudadano votaría una sola vez en su vida a los cuarenta y cinco años, para que uno de sus coetáneos fuera legislador. A mi entender, este método sería válido no sólo porque, como enseña la vieja experiencia en organizaciones militares y semejantes, los coetáneos suelen ser los mejores jueces del carácter y de la capacidad de un hombre, también porque ésta podría convertirse en la ocasión para hacer crecer instituciones tales como las asociaciones locales por grupos de edad, que harían posibles las elecciones sobre la base del conocimiento personal. Puesto que no habría partidos, no se producirían situaciones absurdas acerca de la representación proporcional. Los coetáneos de una región conferirían el honor casi como una especie de premio para el miembro más admirado de la clase.

Existen muchos otros problemas fascinantes planteados por un ordenamiento de este tipo: por ejemplo, si no podría ser preferible, a tal fin, una especie de elección indirecta (con las asociaciones locales que rivalizarían para que uno de sus delegados obtuviera el honor de ser elegido representante), pero que no es el caso de tomar en consideración en una exposición del principio general. No creo que los políticos con experiencia hallen muy inexacta la descripción que ofrezco del modo de proceder de nuestras actuales asambleas legislativas, aunque encontrarán inevitable y beneficioso lo que yo considero evitable o perjudicial. Pero en ningún caso deberían sentirse ofendidos porque yo defina ese modo de proceder como institucionalización del chantaje y la corrupción, porque somos nosotros los que mantenemos instituciones que deben actuar así para poder hacer algo bueno. En cierta medida, las negociaciones que describo son probablemente de hecho inevitables en un “gobierno” democrático. Lo que no apruebo es que las instituciones vigentes extiendan estas negociaciones al interior de aquel órgano supremo que debe formular las reglas del juego y poner limitaciones al gobierno. La desgracia no es que esto suceda-en una administración local probablemente puede evitarse-, sino que suceda en el órgano supremo que debe hacer nuestras leyes, que por el contrario debería protegernos de la opresión y la arbitrariedad. Otro efecto importante y muy deseable de la separación entre el poder legislativo y el poder gubernativo sería la eliminación de la causa principal del proceso cada vez más rápido de centralización y concentración del poder.

Este proceso es hoy resultado del hecho de que, como consecuencia de la fusión del poder legislativo y el gubernativo en la misma asamblea, ésta posee poderes que en una sociedad libre ninguna autoridad debería tener. Obviamente, a este órgano se le reclama un número creciente de tareas gubernativas y puede enfrentarse a demandas particulares que se concretan en leyes especiales. Si los poderes del gobierno central no fueran mayores que los de los gobiernos regionales o locales, el gobierno central se ocuparía sólo de las cuestiones en las que parecería beneficioso para todos un reglamento uniforme a nivel nacional, y muchos problemas dejarían a la competencia de autoridades inferiores. Una vez reconocido por todos que gobierno bajo la ley y poderes ilimitados de los representantes de la mayoría son conceptos inconciliables y que todo gobierno debe estar igualmente sometido a la ley, es suficiente confiar al “gobierno” central-en cuanto distinto de la asamblea legislativa-poco más que la política exterior, y los gobiernos regionales y locales, limitados por las mismas leyes uniformes en lo que respecta al modo en que los habitantes individuales deberían contribuir al fisco, podrían convertirse en compañías de tipo comercial en recíproca competencia para ganarse ciudadanos que podrían expresar su consenso por aquella compañía que les ofreciera los mayores beneficios al precio exigido. De este modo, podemos aún salvar la democracia y, al mismo tiempo, detener el impulso hacia aquella su deformación conocida como “democracia totalitaria”, que algunos consideran ya irresistible”.

(*) Conferencia pronunciada por Hayek el 8 de octubre de 1976 en el Institute of Public Affairs de Sidney titulada “¿Adónde va la democracia?”.

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