Por Hernán Andrés Kruse.-

FUENTE Y ORIGEN DE LA CULTURA

“Las distintas formas y grados de coerción de las tendencias dan como resultado la cultura entendida como “la suma de las producciones e instituciones que distancia nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines; proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí”. La posibilidad de la cultura y de la integración del individuo en ella se funda en el inicio mismo del proceso de constitución del yo, correlativo a la percepción progresiva de otro ser como semejante, como colaborador y como hostil. El estado de desvalimiento radical no le permite al ser humano recién nacido realizar las acciones específicas imprescindibles para la satisfacción de necesidades básicas; nada puede hacer, por ejemplo, para alimentarse cuando siente hambre. Pero la necesidad produce en el organismo del pequeño ser algunas alteraciones, como el grito y el llanto, que llaman la atención de una persona; si ésta es la madre, le presta asistencia acercándolo al seno y le pone así en condiciones de realizar la función apta para calmar la urgencia de los estímulos que produjeron el desasosiego y para alcanzar una experiencia de satisfacción.

Un ser semejante es entonces para el niño “su primer objeto satisfaciente y su única fuerza auxiliar”. Pero el semejante es percibido también como objeto hostil por la demora, así sea pequeña, en prestar la asistencia, o por la suspensión momentánea, o por insuficiencia, etc. En el inicio mismo de la vida extrauterina, el grito o el llanto “adquiere así la importantísima función secundaria de la comprensión (comunicación con el semejante) y el desvalimiento original del ser humano no se convierte de ese modo en la fuente primordial de todas las motivaciones morales”. En el origen de la formación del yo, el otero no es experimentado entonces únicamente como hostil, según llevaría a suponerlo la sentencia homo homini lupus (el hombre, lobo para el hombre), suficientemente respaldada por la experiencia, sino que es percibido también como útil y como fuente de placer. Si se tiene en cuenta, además, que el yo se constituye como proyección de la percepción del propio cuerpo mediada por la percepción del cuerpo del otro, o –dicho de una manera casi equivalente–, si se acepta que es en las primeras relaciones con el otro donde el yo comienza a reconocerse al mismo tiempo que reconoce a un semejante, hay que concluir que es en ese mismo proceso donde el yo integra en sí disposiciones para vinculaciones positivas con los demás, que tendrán que competir por cierto con tendencias hostiles.

Ambos tipos de disposiciones fundan y condicionan los diversos modos de relación de los hombres entre sí. El desarrollo del hombre desde su estado prehistórico hasta el grado de civilización actual no se debe a quién sabe qué instinto de perfeccionamiento que lo haría tender hacia una condición futura de superhombre; su moralidad tampoco se puede atribuir a una supuesta facultad originaria de discernimiento de lo bueno y lo malo. La cultura y la moralidad –cuyo mandato esencial es el de renunciar siempre que lo exija el interés práctico de la humanidad– son, tanto en el individuo como en la sociedad, el resultado complejo de la lucha entre los impulsos eróticos y los impulsos agresivos. El estado inicial de desvalimiento y dependencia impone al niño la necesidad de ser amado y el miedo a no ser reconocido y querido; de allí se sigue que sienta como malo todo lo que genera amenaza: y como bueno todo lo que lo lleva a ser amado; se sigue también cierta disposición para la renuncia a lo que podría aumentar su desamparo.

Por otra parte, el proceso educativo, generalmente largo, y luego el control social tratan de que el individuo acepte las exigencias culturales. En cada caso, el resultado será una mezcla de transformación de tendencias egoístas en tendencias sociales y de sometimiento por conveniencia (ya se trata de obtener algunas ventajas o de evitar males mayores). Si aquella transformación no se da o si alcanza niveles muy bajos, el resultado es el criminal, el individuo prácticamente incapaz de valorar afectivamente a los semejantes. Si la transformación sufre profundas distorsiones por obra de la represión, en su lugar se dan las neurosis, “formaciones asociales” que tienden a eludir como insatisfactoria la realidad –en la cual funcionan las instituciones creadas por el trabajo colectivo–, para refugiarse en un mundo ilusorio en el que sólo tiene valor la intensidad afectiva de lo pensado y no la capacidad de pensar adecuadamente lo real y de hacerle frente”.

EL COMIENZO DE LA EVOLUCIÓN CULTURAL

“También los inicios de la historia de la especie –o, mejor, de su prehistoria– están vinculados con la experiencia del otro como semejante, como colaborador y como enemigo. Para pensar esos inicios, Freud echó mano a dos teorías a las que atribuía considerable verosimilitud y escaso o nulo fundamento documental. Según la primera –de Darwin y completada por oteros–, la horda primitiva habría sido presidida por un padre celoso y violento que, para asegurarse el monopolio de las hembras, expulsaba a los hijos varones a medida que iban entrando en la pubertad. Llegaba un momento en que éstos, condenados a una total continencia sexual o a relaciones poliándricas con alguna hembra prisionera, se unían para asesinar al patriarca y apoderarse de las mujeres. La segunda teoría –de W. Robertson Smith–, afirma sustancialmente que la forma más antigua de sacrificio a la divinidad habría sido la comida totémica, ceremonia colectiva en la que todo el clan o toda la tribu sacrificaba y comía un animal considerado como antepasado y protector (tótem) que no debía ser muerto ni comido en ninguna otra circunstancia.

A partir de allí, Freud conjeturó que los hermanos expulsados se unieron, mataron al padre y –cosa explicable si se tiene en cuenta el canibalismo– comieron su cadáver. Ese sería el origen de la comida totémica, posible primera fiesta de la humanidad. Pero sería también el origen de las organizaciones sociales, de las prohibiciones morales y de la religión. El padre, amado y admirado, era también el gran enemigo. Al asesinarlo, los hijos satisfacían el odio hacia él; al devorarlo, se identificaban con él y con su poderío al que no sólo le atribuían entonces su magnitud real, sino también la de las tendencias agresivas experimentadas que los impulsaron al crimen. Aplacado el odio, resurgían los sentimientos afectuosos robustecidos por la identificación; pero con ellos nacían el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad que agigantarían la figura del padre y darían nacimiento a la necesidad de obedecerle.

Los hijos prohibieron entonces la muerte del tótem, figura sustitutiva del padre, y decidieron abstenerse del contacto sexual con las mujeres sobre las que él podía reclamar un derecho absoluto. Así habrían nacido el tabú totémico (prohibición de hacer daño o matar al tótem y de comerlo, excepto en las ocasiones rituales que conmemoraban y renovaban el primer banquete) y la rigurosa prohibición del incesto, con la consiguiente necesidad de la exogamia. Esta interdicción tenía un interés práctico fundamental: los hermanos habían vivido la experiencia de las ventajas de una organización social en la que ninguno tenía dominio sobre los demás; esa organización los había hecho fuertes y la rivalidad por la posesión de las mujeres que había pertenecido al padre podía acabar con la unión: “la necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide”.

Por otra parte, supone Freud, estaban apegados a esa organización que se apoyaba en sentimientos y prácticas homosexuales de la época en la que se vieron obligados al destierro, y que había sido reforzada por la experiencia de lo útil que era el auxilio de los demás para asegurar lo necesario para la subsistencia. El tabú totémico, como tentativa de apaciguar los sentimientos de culpabilidad y de reconciliarse con el padre mediante la obediencia y el rito, sería el modelo primitivo de toda religión posterior; a la vez, la forma primera del “Derecho” en cuanto restricción que los primeros hombres se impusieron recíprocamente, sustituyendo así el poderío individual del más fuerte por el poderío de la comunidad”.

EL MALESTAR EN LA CULTURA

“Freud veía en esa primera tentativa de regular las relaciones sociales la determinación del sentido posterior de toda evolución cultural, que tiende “a que este derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo –casta, tribu, clase social–, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, contra otras masas quizás más numerosas”. Esta tendencia a que las restricciones estén más ampliamente distribuidas para que el mismo derecho cobije a todos puede liberar a la cultura de estancamientos corrompidos y hacerla más justa; pero también puede ser distorsionada por una profunda hostilidad contra toda la cultura: no hay que asombrarse que esto suceda, puesto que, por una parte, la comunidad humana impone severas renuncias por las que con frecuencia es incapaz de ofrecer a los individuos compensaciones razonables; y por otra, las pulsiones de muerte y destrucción atentan continuamente contra el propósito fundamental de la cultura, que es el de lograr una unión cada vez más amplia.

Freud no consideraba la cultura como algo exterior al hombre y, por lo tanto, o como corruptora o como un mero conjunto de medios para alcanzar algunos fines; la pensaba como un proceso inmanente a la humanidad puesto al servicio del Eros, y estimulado por la necesidad exterior real, destinado a condensar en una unidad vasta a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones. Esta “obra del Eros” es, en su contenido esencial, una confrontación constante entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte; por eso, la evolución cultural puede ser definida como “la lucha de la especie humana por la vida” o, más precisamente, como esa forma de lucha que el antagonismo radical de las pulsiones asumió a partir de algún acontecimiento fundamental y desconocido por nosotros.

La cultura cuenta con algunos medios para controlar la agresión, para atenuarla y para neutralizarla en parte; son los que utiliza para integrar en sí al individuo: consunción de las pulsiones, represión y sublimación: además, todos los métodos destinados a generar entre los hombres procesos de identificación, con el fin de acrecentar la unión entre ellos. Pero el medio que parece ser el más decisivo es la introyección de la agresión mediante el super-yo que, alojado en el interior del individuo, lo desarma y lo vigila “como una guarnición militar en la ciudad conquistada”. El hombre renuncia a muchas satisfacciones por miedo a no ser amado, por medio al castigo; pero el deseo prohibido de tales satisfacciones perdura y su insistencia indomable no pasa desapercibida al super-yo.

Eso crea el sentimiento de culpabilidad, que no es sino la tensión entre el yo y la instancia crítica, implacable con las tendencias ocultas. Este sentimiento procede entonces de la cultura: se lo puede suponer heredero del sentimiento de culpabilidad de toda la especie –originario por el parricidio primitivo y acrecentado por la renovada agresividad contra el padre a lo largo de la historia– y es, de todos modos, el resultado de las exigencias de la cultura representadas por el super-yo. Aun cuando sea en gran parte inconsciente, se lo percibe como un malestar. Hay que tener en cuenta, además, que mientras que el individuo busca su felicidad y tiende a integrarse en la comunidad humana, sin la cual aquella es imposible, el proceso cultural se propone más la unidad de los hombres que la felicidad individual”.

FREUD Y LA FILOSOFÍA

“Freud estaba por cumplir treinta años cuando le escribió a un amigo: “en mi juventud no conocí más anhelo que el del saber filosófico; anhelo que estoy a punto de realizar ahora, cuando me dispongo a pasar de la medicina a la psicología”. Años después le confió también a su biógrafo, Ernst Jones, que en la adolescencia había sentido una fuerte atracción por la especulación, pero que se había dedicado a dominarla sin contemplaciones. En su “Autobiografía” reconoció que escritos como “Más allá del principio del placer”, “Psicología de las masas” y “Análisis del yo” y “El yo y el ello” son el resultado de una decidida especulación. Sin embargo, una página más adelante, Freud asegura que siempre evitó aproximarse a la filosofía propiamente dicha y que esa actitud habría sido facilitada por cierta incapacidad constitucional.

Para acercarse a la comprensión de la coherencia de estas revelaciones fragmentarias, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que la expresión “el saber filosófico” era una comodidad verbal para designar un conocimiento cuyo objeto eran problemas acerca del hombre –no sobre objetos naturales–, que parecían ser el dominio privilegiado, si no exclusivo, de la filosofía. Freud asociaba los orígenes de su deseo de tal saber con una lectura intensa de la Biblia en la niñez. En segundo lugar, hay que recordar que en la época de ese “pasaje de la medicina a la psicología”, la filosofía alemana se ramificaba en “ciencias” que eran objeto de estudio por parte de especialistas. La ciencia psicológica de Fechner, de Weber, de Wundt era “filosofía”. Por último –y sobre todo–, es necesario tener presente que Freud entendía por especulación una actividad intelectual que procura alcanzar puntos de vista generales sobre conjuntos de problemas y que puede dar lugar tanto a construcciones abstractas basadas en conceptos precisos y claros, y poco inclinadas a la verificación, cuanto a un trabajo teórico que tiende a integrar conjuntos de hechos en una construcción sistemática, utilizando algunas ideas a modo de convenciones –inevitablemente muy imprecisas en las primeras etapas de la constitución de una disciplina científica– y algunos postulados de diverso grado de complicación. Una forma de la especulación entendida en este último sentido en la aplicación de hipótesis tomadas de otra disciplina científica a un conjunto de descripciones de fenómenos, con el fin de dar una respuesta, imposible desde la mera observación y descripción, a problemas que el investigador se plantea.

Lo que era para Freud “la filosofía propiamente dicha” –y las razones que tenía para eludirla– aparece en el veredicto que expresó en una de las “Nuevas lecciones introductorias al Psicoanálisis”: “La filosofía no es contraria a la ciencia; labora en parte con los mismos métodos; pero se aleja de ella en cuanto sustenta la ilusión de poder procurar una imagen completa y coherente del Universo, cuando lo cierto es que tal imagen queda forzosamente rota a cada nuevo progreso de nuestro saber. Metodológicamente yerra en cuanto sobreestima el valor epistemológico de nuestras operaciones lógicas y reconoce otras distintas fuentes del saber, tales como la intuición”. Freud descreía de lo que el término Weltanschauung (cosmovisión) designaba: una construcción intelectual que, en nombre de una hipótesis superior, de conceptos fundamentales precisos, responde a todas las cuestiones y obtura el surgimiento de cualquier problema teórico o práctico. En este sentido, rechazaba la especulación.

Indudablemente, Freud participó del espíritu de su tiempo, que rechazaba sin más a la filosofía alemana de fines del siglo XVIII y de las tres primeras décadas del siglo XIX (Hegel, el más decisivo pensador de ese período, sólo mereció de Freud una alusión accidental a “su oscura filosofía”). La crítica de Freud no se limitaba, sin embargo, a la filosofía del pasado; el contexto de ese juicio escrito en 1932 y el de otro en el mismo sentido, aunque más cáustico, en “Inhibición, síntoma y angustia”, indican que estaba pensando en contemporáneos suyos; especialmente en algunos que, desde el psicoanálisis, o utilizándolo, pretendían construir una cosmovisión irracionalista, exaltando las fuerzas de lo inconsciente y demoníaco sobre una supuesta impotencia de lo racional. No quedaban por fuera de esta crítica a la especulación Jung y Adler –antiguos discípulos disidentes–: en una clara alusión a las teorías de ambos, Freud señaló a los psicólogos el peligro de conformarse con “rascar” ligeramente la vida psíquica de cierto número de sujetos y suplir con la especulación filosófica las exigencias de una investigación larga y difícil.

Pero la esquivez de Freud hacia la filosofía tuvo también otro motivo, al menos tan hondo como su aversión a los sistemas cerrados: fue el deseo de evitar que la viva atracción que sentía por la especulación sobre el hombre y la cultura facilitase el influjo de otros pensadores en la orientación y en los resultados de sus propias investigaciones. En dos brevísimos escritos –“Para la prehistoria de la técnica psicoanalítica” y “J. Popper-Lynkeus y la teoría onírica”–, Freud advirtió que los descubrimientos científicos auténticos suelen ser deudores de ideas ajenas que han sido absorbidas por una memoria desapercibida –“de modo criptomnésico”–, pero que han sido modificadas en la aplicación a un nuevo asunto y han sido desarrolladas con rigor en una investigación que sigue caminos propios. De todos modos, prefirió evitar, por cuanto era posible, esa forma de deuda con los filósofos. Eso no obstante, cada vez que creyó advertir cierta coincidencia de nociones fundamentales de la teoría psicoanalítica con el pensamiento de algún filósofo, lo hizo notar con satisfacción. Platón, Schopenhauer –el filósofo más citado por él–, porque lo que de ellos sabía le hacía conjeturar semejanzas importantes con su propio pensamiento.

En un artículo sobre “El múltiple interés del psicoanálisis”, Freud dedica una escasa página al interés filosófico de sus teorías. Se trata de unas líneas que pueden aparecer más bien decepcionantes: si la filosofía acepta la teoría psicoanalítica, tendrá que pensar de una manera distinta la relación entre lo psíquico y lo físico; además, tendrá que admitir que el estudio psicoanalítico de la personalidad de los filósofos ponga en evidencia ciertos puntos débiles de sus teorías, debido al peso de las motivaciones subjetivas sobre la reflexión. El sentido del ensayo se aprecia mejor si se advierte que fue escrito poco antes de la primera guerra mundial, época en la que el pensamiento alemán privilegiaba las ciencias psicológicas cuyos especialistas no eran ajenos a la filosofía. De hecho, las páginas en las que Freud se queja de la incomprensión y rechazo de la teoría del inconsciente por parte de los filósofos parecen apuntar hacia los psicólogos-filósofos de la escuela de Wundt”.

Lelio Fernández (Profesor Jubilado del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle- Colombia) titulado “Sigmund Freud” (Praxis Filosófica Nueva Serie-2018).

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