Por Hernán Andrés Kruse.-

Finalmente el Cónclave eligió al sucesor de Francisco. Se trata de Robert Prevost, de nacionalidad estadounidense-peruana. En sus primeras palabras ante una colmada Plaza San Pedro, el flamante papa León XIV recordó a su antecesor: “Todavía conservamos en nuestros oídos esa voz débil, pero siempre valiente del Papa Francisco que bendecía a Roma”. “El papa que bendecía a Roma y daba su bendición al mundo entero esa mañana del día de Pascua. Permítanme darle continuidad a esa misma bendición que Dios nos quiere mucho, Dios nos ama a todos. El mal no prevalecerá”. “Estamos todos en las manos de Dios, por lo tanto, sin miedo, unidos, mano a mano con Dios y entre nosotros vayamos adelante. Seamos discípulos de Cristo, Él nos precede. El mundo necesita de su luz, la humanidad necesita de él como el puente para ser alcanzado por su amor”. “Gracias al papa Francisco” (fuente: Infobae, 8/5/025). El mensaje del papa León XIV es claro y contundente: “queridos fieles, mi papado será una continuación y profundización del papado de Francisco”.

Otro asunto relevante ha sido la decisión de Robert Prevost de elegir el nombre “León XIV”. El papa lo tomó de León XIII, quien estuvo al frente del Vaticano entre 1878 y 1903. Se trata de un Pontífice muy reconocido por su encíclica “Rerum Novarum”, que centraba su enfoque en las condiciones de los trabajadores. Buceando en Google me encontré con una versión resumida de la famosa encíclica. A continuación paso a transcribir, por razones de espacio, partes de la misma.

“El ardiente afán de novedades que hace ya tiempo agita a los pueblos, necesariamente tenía que pasar del orden político al de la economía social, tan unido a aquél. La verdad es que las nuevas tendencias de las artes y los nuevos métodos de las industrias; el cambio de las relaciones entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en pocas manos, y la pobreza ampliamente extendida; la mayor conciencia de su valer en los obreros, y su mutua unión más íntima; todo ello, junto con la progresiva corrupción de costumbres han hecho estallar la guerra. Cuán suma gravedad entrañe esa guerra, se colige de la viva expectación que tiene suspensos los ánimos, y de cómo ocupa los ingenios de los doctos, las reuniones de los sabios, las asambleas populares, el juicio de los legisladores, los consejos de los príncipes; de tal manera, que no hay cuestión alguna, por grande que sea, que más que ésta preocupe los ánimos de los hombres.

LA “CUESTIÓN OBRERA”

“Por esto, pensando sólo en el bien de la Iglesia y en el bienestar común, así como otras veces os hemos escrito sobre el Poder político, la Libertad humana, la Constitución cristiana de los Estados y otros temas semejantes, cuanto parecía a propósito para refutar las opiniones engañosas, así ahora y por las mismas razones creemos deber escribiros algo sobre la cuestión obrera. Materia ésta, que ya otras veces ocasionalmente hemos tocado; mas en esta Encíclica la conciencia de Nuestro Apostólico oficio Nos incita a tratar la cuestión de propósito y por completo, de modo que aparezcan claros los principios que han de dar a esta contienda la solución que exigen la verdad y la justicia.

Cuestión tan difícil de resolver como peligrosa. Porque es difícil señalar la medida justa de los derechos y las obligaciones que regulan las relaciones entre los ricos y los proletarios, entre los que aportan el capital y los que contribuyen con su trabajo. Y peligrosa esta contienda, porque hombres turbulentos y maliciosos frecuentemente la retuercen para pervertir el juicio de la verdad y mover la multitud a sediciones. Como quiera que sea, vemos claramente, y en esto convienen todos, que es preciso auxiliar, pronta y oportunamente, a los hombres de la ínfima clase, pues la mayoría de ellos se resuelve indignamente en una miserable y calamitosa situación. Pues, destruidos en el pasado siglo los antiguos gremios de obreros, sin ser sustituidos por nada, y al haberse apartado las naciones y las leyes civiles de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido que los obreros se han encontrado entregados, solos e indefensos, a la inhumanidad de sus patronos y a la desenfrenada codicia de los competidores.

A aumentar el mal, vino voraz la usura, la cual, más de una vez condenada por sentencia de la Iglesia, sigue siempre, bajo diversas formas, la misma en su ser, ejercida por hombres avaros y codiciosos. Júntase a esto que los contratos de las obras y el comercio de todas las cosas están, casi por completo, en manos de unos pocos, de tal suerte que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre los hombros de la innumerable multitud de proletarios un yugo casi de esclavos”.

SOCIALISMO

“Para remedio de este mal los Socialistas, después de excitar en los pobres el odio a los ricos, pretenden que es preciso acabar con la propiedad privada y sustituirla por la colectiva, en la que los bienes de cada uno sean comunes a todos, atendiendo a su conservación y distribución los que rigen el municipio o tienen el gobierno general del Estado. Pasados así los bienes de manos de los particulares a las de la comunidad y repartidos, por igual, los bienes y sus productos, entre todos los ciudadanos, creen ellos que pueden curar radicalmente el mal hoy día existente. Pero este su método para resolver la cuestión es tan poco a propósito para ello, que más bien no hace sino dañar a los mismos obreros; es, además, injusto por muchos títulos, pues conculca los derechos de los propietarios legítimos, altera la competencia y misión del Estado y trastorna por completo el orden social la propiedad privada.

Fácil es, en verdad, el comprender que la finalidad del trabajo y su intención próxima es, en el obrero, el procurarse las cosas que pueda poseer como suyas propias. Si él emplea sus fuerzas y su actividad en beneficio de otro, lo hace a fin de procurarse todo lo necesario para su alimentación y su vida; y por ello, mediante su trabajo, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo de exigir su salario, sino también de emplear éste luego como quiera. Luego si gastando poco lograre ahorrar algo y, para mejor guardar lo ahorrado, lo colocare en adquirir una finca, es indudable que esta finca no es sino el mismo salario bajo otra especie; y, por lo tanto, la finca, así comprada por el obrero, debe ser tan suya propia como el salario ganado por su trabajo. Ahora bien: precisamente en esto consiste, como fácilmente entienden todos, el dominio de los bienes, sean muebles o inmuebles. Por lo tanto, al hacer común toda propiedad particular, los socialistas empeoran la condición de los obreros porque, al quitarles la libertad de emplear sus salarios como quisieren, por ello mismo les quitan el derecho y hasta la esperanza de aumentar el patrimonio doméstico y de mejorar con sus utilidades su propio estado.

Pero lo más grave es que el remedio por ellos propuesto es una clara injusticia, porque la propiedad privada es un derecho natural del hombre. -Porque en esto es, en efecto, muy grande la diferencia entre el hombre y los brutos. Estos no se gobiernan a sí mismos, sino que les gobiernan y rigen dos instintos naturales: de una parte, mantienen en ellos despierta la facultad de obrar y desarrollan sus fuerzas oportunamente; y de otra, provocan y limitan cada uno de sus movimientos. Con un instinto atienden a su propia conservación, por el otro se inclinan a conservar la especie. Para conseguir los dos fines perfectamente les basta el uso de las cosas ya existentes, que están a su alcance; y no podrían ir más allá, porque se mueven sólo por el sentido y por las sensaciones particulares de las cosas.

Muy distinta es la naturaleza del hombre. En él se halla la plenitud de la vida sensitiva, y por ello puede, como los otros animales, gozar los bienes de la naturaleza material. Pero la naturaleza animal, aún poseída en toda perfección, dista tanto de circunscribir a la naturaleza humana, que le queda muy inferior y aun ha nacido para estarle sujeta y obedecerla. Lo que por antonomasia distingue al hombre, dándole el carácter de tal -y en lo que se diferencia completamente de los demás animales- es la inteligencia, esto es, la razón. Y precisamente porque el hombre es animal razonable, necesario es atribuirle no sólo el uso de los bienes presentes, que es común a todos los animales, sino también el usarlos estable y perpetuamente, ya se trate de las cosas que se consumen con el uso, ya de las que permanecen, aunque se usen los bienes creados.

Y todo esto resulta aun más evidente, cuando se estudia en sí y más profundamente la naturaleza humana. El hombre, pues, al abarcar con su inteligencia cosas innumerables, al unir y encadenar también las futuras con las presentes y al ser dueño de sus acciones, es -él mismo- quien bajo la ley eterna y bajo la providencia universal de Dios se gobierna a sí mismo con la providencia de su albedrío: por ello en su poder está el escoger lo que juzgare más conveniente para su propio bien, no sólo en el momento presente sino también para el futuro. De donde se exige que en el hombre ha de existir no sólo el dominio de los frutos de la tierra sino también la propiedad de la misma tierra, pues de su fertilidad ve cómo se le suministran las cosas necesarias para el porvenir.

Las exigencias de cada hombre tienen, por decirlo así, un sucederse de vueltas perpetuas de tal modo que, satisfechas hoy, tornan mañana a aparecer imperiosas. Luego la naturaleza ha tenido que dar al hombre el derecho a bienes estables y perpetuos, que correspondan a la perpetuidad del socorro que necesita. Y semejantes bienes únicamente los puede suministrar la tierra con su inagotable fecundidad. No hay razón alguna para recurrir a la providencia del Estado; porque, siendo el hombre anterior al Estado, recibió aquél de la naturaleza el derecho de proveer a sí mismo, aun antes de que se constituyese la sociedad. Pero el hecho de que Dios haya dado la tierra a todo el linaje humano, para usarla y disfrutarla, no se opone en modo alguno al derecho de la propiedad privada. Al decir que Dios concedió en común la tierra al linaje humano, no se quiere significar que todos los hombres tengan indistintamente dicho dominio, sino que, al no haber señalado a ninguno, en particular, su parte propia, dejó dicha delimitación a la propia actividad de los hombres y a la legislación de cada pueblo.

Por lo demás, la tierra, aunque esté dividida entre particulares, continúa sirviendo al beneficio de todos, pues nadie hay en el mundo que de aquélla no reciba su sustento. Quienes carecen de capital, lo suplen con su trabajo: y así, puede afirmarse la verdad de que el medio de proveer de lo necesario se halla en el trabajo empleado o en trabajar la propia finca o en el ejercicio de alguna actividad, cuyo salario -en último término- se saca de los múltiples frutos de la tierra o se permuta por ellos. De todo esto se deduce, una vez más, que la propiedad privada es indudablemente conforme a la naturaleza. Porque las cosas necesarias para la vida y para su perfección son ciertamente producidas por la tierra, con gran abundancia, pero a condición de que el hombre la cultive y la cuide con todo empeño. Ahora bien: cuando en preparar estos bienes materiales emplea el hombre la actividad de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por ello mismo se aplica a sí mismo aquella parte de la naturaleza material que cultivó y en la que dejó impresa como una figura de su propia persona: y así justamente el hombre puede reclamarla como suya, sin que en modo alguno pueda nadie violentar su derecho”.

LA IGLESIA Y EL PROBLEMA SOCIAL

“Con plena confianza, y por propio derecho Nuestro, entramos a tratar de esta materia: se trata ciertamente de una cuestión en la que no es aceptable ninguna solución si no se recurre a la religión y a la Iglesia. Y como quiera que la defensa de la religión y la administración de los bienes que la Iglesia tiene en su poder, se halla de modo muy principal en Nos, faltaríamos a Nuestro deber si calláramos. Problema éste tan grande, que ciertamente exige la cooperación y máxima actividad de otros también: Nos referimos a los gobernantes, a los amos y a los ricos, pero también a los mismos obreros, de cuya causa se trata; y afirmamos con toda verdad que serán inútiles todos los esfuerzos futuros que se hagan, si se prescinde de la Iglesia. De hecho la Iglesia es la que saca del Evangelio las doctrinas, gracias a las cuales, o ciertamente se resolverá el conflicto, o al menos podrá lograrse que, limando asperezas, se haga más suave: ella -la Iglesia-procura con sus enseñanzas no tan sólo iluminar las inteligencias, sino también regir la vida y costumbres de cada uno con sus preceptos; ella, mediante un gran número de benéficas instituciones, mejora la condición misma de las clases proletarias; ella quiere y solicita que los pensamientos y actividad de todas las clases sociales se unan y conspiren juntos para mejorar en cuanto sea posible la condición de los obreros; y piensa ella también que, dentro de los debidos límites en las soluciones y en su aplicación, el Estado mismo ha de dirigir a esta finalidad sus mismas leyes y toda su autoridad, pero con la debida justicia y moderación”.

CONCORDIA, NO LUCHA

“Como primer principio, pues, debe establecerse que hay que respetar la condición propia de la humanidad, es decir, que es imposible el quitar, en la sociedad civil, toda desigualdad. Lo andan intentando, es verdad, los socialistas; pero toda tentativa contra la misma naturaleza de las cosas resultará inútil. En la naturaleza de los hombres existe la mayor variedad: no todos poseen el mismo ingenio, ni la misma actividad, salud o fuerza: y de diferencias tan inevitables síguense necesariamente las diferencias de las condiciones sociales, sobre todo en la fortuna. Y ello es en beneficio así de los particulares como de la misma sociedad; pues la vida común necesita aptitudes varias y oficios diversos; y es la misma diferencia de fortuna, en cada uno, la que sobre todo impulsa a los hombres a ejercitar tales oficios. Y por lo que toca al trabajo corporal, el hombre en el estado mismo de inocencia no hubiese permanecido inactivo por completo: la realidad es que entonces su voluntad hubiese deseado como un natural deleite de su alma aquello que después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia, para expiación de su culpa: Maldita sea la tierra en tu trabajo, tú comerás de ella fatigosamente todos los días de tu vida.

Por igual razón en la tierra no habrá fin para los demás dolores, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles para sufrirse; y necesariamente acompañarán al hombre hasta el último momento de su vida. Y, por lo tanto, el sufrir y el padecer es herencia humana; pues de ningún modo podrán los hombres lograr, cualesquiera que sean sus experiencias e intentos, el que desaparezcan del mundo tales sufrimientos. Quienes dicen que lo pueden hacer, quienes a las clases pobres prometen una vida libre de todo sufrimiento y molestias, y llena de descanso y perpetuas alegrías, engañan miserablemente al pueblo arrastrándolo a males mayores aún que los presentes. Lo mejor es enfrentarse con las cosas humanas tal como son; y al mismo tiempo buscar en otra parte, según dijimos, el remedio de los males. En la presente cuestión, la mayor equivocación es suponer que una clase social necesariamente sea enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese hecho a los ricos y a los proletarios para luchar entre sí con una guerra siempre incesante.

Esto es tan contrario a la verdad y a la razón que más bien es verdad el hecho de que, así como en el cuerpo humano los diversos miembros se ajustan entre sí dando como resultado cierta moderada disposición que podríamos llamar simetría, del mismo modo la naturaleza ha cuidado de que en la sociedad dichas dos clases hayan de armonizarse concordes entre sí, correspondiéndose oportunamente para lograr el equilibrio. Una clase tiene absoluta necesidad de la otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia engendra la hermosura y el orden de las cosas; por lo contrario, de una lucha perpetua necesariamente ha de surgir la confusión y la barbarie. Ahora bien: para acabar con la lucha, cortando hasta sus raíces mismas, el cristianismo tiene una fuerza exuberante y maravillosa. Y, en primer lugar, toda la enseñanza cristiana, cuyo intérprete y depositaria es la Iglesia, puede en alto grado conciliar y poner acordes mutuamente a ricos y proletarios, recordando a unos y a otros sus mutuos deberes, y ante todo los que la justicia les impone”.

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