Por Hernán Andrés Kruse.-

“Él tuvo una concepción particular de la Reforma. Yo no sé si estoy totalmente capacitado para diagnosticar acerca de ella porque reconozco ahora que no he profundizado en el asunto tanto como debiera. Pero me inclino a creer, sobre la base de alguna experiencia personal, que de todas las cosas que él descubrió en el movimiento reformista lo que más le sedujo y le atrajo fue lo que consideró en ella una nueva actitud moral. Palacios era esencialmente un hombre moral. Era esencialmente un hombre moral porque vivía los valores morales, cualquiera fuera la contingencia, cualquiera fuera el tipo de factores que entraban en juego. Este problema insurgía y se levantaba frente a él como una especie de problema clave. Y cuando vio la actitud del movimiento juvenil, que era capaz de anteponer, como decía él, los ideales a los intereses materiales, se volcó a esa causa y la siguió, pero afirmando siempre este principio fundamental que, sospecho, más le seducía. Y cuando empezó a descubrir que en el movimiento reformista se producían abusos y desvíos y corrupciones, fue inflexible y se levantó de la manera más tremenda para condenarlo porque le parecía una doble traición, no sólo porque toda corrupción le parecía traición, sino porque esta lo era más en la medida en que, a sus ojos, constituía fundamentalmente un movimiento moral.

Pero, naturalmente, no era esto solo. También vio en la Reforma, como efectivamente era perceptible, una revolución intelectual y educacional. Sería largo explicar la coyuntura cultural del año 18, pero podría resumirse la situación diciendo que la Argentina vivía el clima de la descendencia indirecta de la Generación del Ochenta. Es decir, vivía un mundo de ideas muy firme, muy consustanciado con la vieja oligarquía y naturalmente muy susceptible de ser atacado a la luz de un pensamiento que la guerra y los acontecimientos sociales y políticos de esos años ponían sobre el tapete. Él pensó que la Reforma Universitaria podía renovar todo este cuadro de ideas, podía aventar esta especie de fantasma de una cultura muy propia de la belle époque, muy propia de los años prósperos de la burguesía europea de preguerra, y sacudirla con ciertas ideas que circulaban en Europa hacía tiempo, pero que en la Argentina circulaban poco y muy difícilmente.

Desde fines del siglo pasado socialistas y anarquistas habían introducido algunos autores, habían comenzado a difundir ciertas ideas trabajosamente, con escasa receptividad; y sólo la infatigable constancia de un hombre como Juan B. Justo pudo hacerle sobrepasar esta especie de indiferencia de un ambiente acostumbrado a una vida holgada de las altas clases y totalmente insensible a los problemas sociales. Él creyó que todo este pensamiento nuevo que había descubierto en los círculos en que actuaba políticamente, este pensamiento nuevo que él había empezado a descubrir en los libros pero que también descubrió sobre todo al lado de hombres como Justo y Dickman, este pensamiento que flotaba en las páginas de Marx, que flotaba en las páginas de su muy amado Llovet, que flotaba en las páginas de las polémicas del revisionismo, en las de Bernstein o las de Kautsky, que todo este pensamiento, inclusive el pensamiento anarquista, al que no se cerró, como no se cerró nunca a ningún pensamiento, que todo esto podía reverdecer, de alguna manera, y tonificar esta especie de cultura académica y estancada que prevalecía en los cenáculos académicos.

En otros que no eran académicos, en los cenáculos literarios, vibraba esta nueva sensibilidad del modernismo que en Buenos Aires encarnaron Darío y Lugones. Pero en el ambiente académico lo que predominaba era ese pensamiento estancado, y él creyó que había la posibilidad de modificarlo, transformándolo y refrescándolo. Principalmente con estas ideas que provenían del pensamiento social, pero además con otras que empezaban a flotar en la Europa de la Primera Guerra en relación con la sacudida tremenda producida en los años 17 y 18, y que empezaba a canalizarse a través de algunas experiencias: la experiencia que provenía del «affaire» Dreyfus en Francia, la influencia que se concretaba alrededor del grupo Pelloutier, en Francia también. Y al cabo de muy poco tiempo otras ideas un poco más exquisitas, como las que empezaba a elaborar esa filosofía que empieza a contraponerse a la del positivismo. Todo esto le parecía imprescindible que circulara en un mundo académico en el que circulaban todavía textos del siglo XVII, como denunció Juan B. Justo en un famoso informe acerca de la Universidad de Córdoba.

Pero el caso es que además de que circularan estas nuevas ideas, además de la esperanza de que al calor de estas nuevas ideas circularan otras que se elaboraran en este ambiente de rebelión, mejor dicho, en ese ambiente de disconformismo, junto con todo esto pensó que era imprescindible que quienes quisieran elaborar esas ideas, y vivir esas ideas y transformar esas ideas en acción las volcaran sobre este país, sobre su país. De todo esto deducía que se requería un cambio sustancial en la actitud educativa. Una actitud educativa caracterizada en el mundo académico hasta entonces por lo que llamaríamos la «enseñanza autoritaria» que se reflejaba en la clase magistral y que él quiso reemplazar por un tipo de educación, como se diría luego en todos los movimientos de la «escuela nueva», en un tipo de aprendizaje fundado en la propia experiencia, que hiciera amar la aventura del pensamiento, como dijo una vez glosando una frase de Bertrand Russell. Esto era lo importante para él. No sólo aprender ciertas cosas, sino despertar un estado de inquietud espiritual, un estado de «hambre» cognoscitiva que le permitiera al estudiante apoderarse a través de esta metodología, que tal vez él no profundizó nunca muy bien, pero que intuía, una capacidad para transformarse en creador de pensamiento, sin desdeñar, naturalmente, todo lo que pudiera ser recibido, pero haciéndose fuerte en su propia elaboración.

Era al fin de cuentas su propia experiencia. No era exactamente un autodidacta pero no estaba muy lejos, y no tanto porque le faltaran consejeros sino porque su curiosidad solía sobrepasar los límites de los consejos que recibía. Y sobre la base de esta concepción apoyó este movimiento en lo que tenía de afirmación moral frente a lo que él creía que era Universidad inmoral y en lo que tenía de renovación intelectual, y muy especialmente de renovación educacional. Pero la apoyó también por algo que no puede olvidarse. Lo apoyó porque también vio que era un movimiento con implicaciones políticas. Porque en él, en que la universidad y la política eran inseparables, no hubiera cabido la posibilidad de encontrar, de ofrecer apoyo a un movimiento que pretendiera aislarse de la agitada realidad del país y del mundo. Él creyó que eso era un movimiento político. Lo era, efectivamente. Y lo apoyó porque lo era, y si bien es cierto que no habría estimulado cierto tipo de extralimitaciones, no habría tampoco respetado a jóvenes asépticos para quienes el saber fuera algo ajeno a la vida y ajeno a los compromisos con su sociedad.

Vio en la Reforma un movimiento político. Estimuló la preocupación de la universidad por los problemas de la vida política, con la sola condición de que se entendiera la política como la entendía él, llena de dignidad. Como entendía la cátedra universitaria, regida exclusivamente por los principios más incuestionables, nunca manchados por el arribismo ni por la ambición personal. Entendía de esta manera la política como un compromiso militante, compromiso dramático. Él no pudo entender jamás que un universitario se desentendiera de los compromisos morales y políticos con el país. Ahí está su famosa actuación como decano en la Facultad de Derecho en 1930, su reacción contra el gobierno del presidente Yrigoyen y su reacción inmediata y tremenda contra el gobierno de Uriburu. Cada vez que la universidad se sacudía, la voz de Palacios era la primera que resonaba. Cuando la Universidad de La Plata vio cercenada su autonomía y luego vio la intervención de Walker, Palacios fue el primero que habló, el primero que convocó a los profesores, y él fue el que estimuló a todos a que ninguno declinara en la defensa de lo que consideraba era la condición fundamental de la universidad. Se opuso, es bien sabido, a todas las dictaduras, a todos los atropellos contra el derecho y pensó que su misión era la de fiscal de la República. Él creyó que el movimiento juvenil lo apoyaba en esta actitud, coincidía con él en ella y él apoyó en el movimiento juvenil no sólo al movimiento de reacción moral, no sólo al movimiento de renovación intelectual y educacional, sino que apoyó también el movimiento político.

Naturalmente que esta universidad, la que él pensaba, no era una universidad profesionalista, no podía serlo. Su imagen de la universidad la expuso tres o cuatro veces y en cierto modo quedó definida en el famoso proyecto de ley, breve, por cierto, que presentó en la Cámara en 1932. Allí Palacios concibe la universidad, como concibe la cultura, como una totalidad indisoluble. Y a quienes defendían la universidad profesional, los increpaba sosteniendo que esta no podía ser un lugar donde se forjaran técnicos que ignoraran los fines a los que servían. Por el contrario, la profesión y la técnica tenían que estar impregnadas, profunda y definitivamente, de un sistema de fines que sólo una universidad integrada podía dar. Esa universidad en la que él pensaba; esa universidad por la cual él trabajó en la cátedra, en el decanato, en el rectorado; esa universidad por la cual trabajó cotidianamente en su casa, en la que no faltaron nunca grupos estudiantiles que venían en busca de su opinión y consejo; esa universidad en la que él pensaba no era una universidad abstracta, así como no era abstracto el conocimiento que debía obtenerse de ella. Tampoco era abstracta la misión que la universidad tenía dentro de la sociedad en que vivía.

En el último artículo de su proyecto de ley del año 32 propone Palacios la formación de unas residencias de estudiantes en las que —puntualiza— se ofrecerá a los jóvenes una formación cultural, física, estética, patriótica. Ese es un tema singular en el pensamiento de Palacios. La universidad era una universidad para el país. Él la definía diciendo que era una institución para el mejoramiento humano y el perfeccionamiento social. Pero le interesaba fundamentalmente que estuviera intensa y entrañablemente unida a los problemas de su país. Ese país que él no cavilaba en llamar Mi patria. En un debate famoso, en 1912, dijo: «Soy argentino antes que socialista» y recordó después que Juan B. Justo se acercó y le estrechó cálidamente su mano. Esta vocación argentina de Alfredo Palacios inspira y enmarca su concepción de la universidad, como inspira y enmarca su concepción de la política. Era un patriota, sin retórica, sin patrioterismo, pero con una densidad que a veces producía cierto escalofrío. Porque no sólo conocía la historia argentina como pocos, sino que la vivía como yo he visto pocos que la vivieran.

Confieso que una de las emociones más grandes que he sentido, sentado en esta mesa, fue una vez en que sacudiendo los brazos con cierta vehemencia, dijo: «Cuando yo impugné el diploma de diputado de Carlos Pellegrini…». Yo tuve la sensación de que estaba delante de la historia. Porque al fin de cuentas, sería 1930 y tantos, no hacía de aquello más de treinta años. ¡Qué poco para la memoria de un hombre!, pero lo cierto es que su vehemencia era no sólo la del militante, la del militante que se siente en posesión de la verdad y percibe que tiene acosado al adversario que está en débil posición. Era mucho más que eso. Era el sentirse en posesión de una tradición argentina que en esos momentos estaba en las mejores manos que él creía podía estar, que eran las suyas. Y él lo creía fervientemente. Y recogía la totalidad de la tradición histórica argentina de una manera realmente ciclópea. Desde los remotos orígenes coloniales, con ese conjunto de matices que traía la apelación a los comuneros paraguayos o colombianos, o a los actos de rebeldía de los viejos colonos españoles que sostenían que la disposición emanada del Rey se acataba pero no se cumplía. Desde allí a la Revolución de Mayo y al pensamiento de Moreno, al pensamiento de los hombres de Caseros, a Mitre y a Sarmiento, a los hombres de la organización nacional, al general Roca, por quien tenía extraordinaria admiración, y que se enorgullecía de que había querido conocerlo a él, a ese joven diputado de quien tanto se hablaba.

Todo esto vivía en su conciencia y se reunía con una tradición que aparentemente él no compartía, que era la de las viejas clases conservadoras de la generación de su padre y de la época de su adolescencia y su juventud. ¡Qué decir de la formidable admiración que tenía por Joaquín V. González!, o la que tenía por Roque Sáenz Peña, o que tenía por Drago, por todos aquellos en quienes había visto alguna vez un gesto noble, un gesto magnánimo, una actitud desinteresada. Todo esto le parecía a él que era lo específicamente argentino y se enorgullecía de serlo y daba como razones el predominio fundamental de esta tradición en la vida argentina. Y hasta tal punto vivía intensamente esta tradición argentina, que no pudo sentirse socialista con absoluta tranquilidad de ánimo hasta que no descubrió, hasta que no creyó descubrir por lo menos que el socialismo tenía una raíz argentina. Es curioso; treinta años antes, Alejandro Korn había afirmado, en su famoso libro sobre las influencias filosóficas en la Argentina, que Alberdi había descubierto el positivismo avant la lettre.

Palacios decidió rastrear en la tradición argentina los principios del socialismo y desembocó en ese estudio minucioso y prolijo sobre Esteban Echeverría, albacea del pensamiento de Mayo. Era, sin duda, una versión un poco libre de la palabra socialismo. Era, sin duda, una concepción muy laxa en la que socialismo se confundía, en cierto modo, con justicia. Esta idea trabajó mucho en su pensamiento, y reunió el texto de todas las leyes que él había propuesto y obtenido, de todos los campos en los que él había luchado por la justicia social, en ese libro que se llamó luego La justicia social. Cuando reunió todo eso, incorporó un prólogo que es una historia de la justicia social, curiosísimo ensayo en el que se decantan innumerables lecturas, innumerables reflexiones, algunas de ellas de extraordinaria originalidad. Lo escribió acuciado por esta perspectiva, por esta posibilidad, seguro de que la justicia social había funcionado por lo menos desde la fundación de su partido hasta el año 1943, a través de la labor de hombres como él, y de él mismo. Lo hizo acaso para probar que antes del 43 había habido una intensa lucha en la Argentina por la justicia social.

Una vez alcanzada esta convicción, o mientras esta convicción era amasada, Alfredo Palacios dedicó largo tiempo a estudiar cuidadosamente la obra de Esteban Echeverría, la obra de la generación del 37, todo ese cúmulo de pensamiento que aparece en la Argentina precisamente en el momento en que emerge la dictadura, y cuando determinados grupos empiezan a recibir la influencia de los llamados socialistas románticos, cuyos textos comenzaron a circular por aquella época y que han dejado no pocos rastros en la obra de los hombres del 37. El libro de Palacios es, desde el punto de vista intelectual, un libro ejemplar. Pero es mucho más ejemplar por otras cosas. Porque no es frecuente encontrar una militancia intelectual que esté indisolublemente unida a una conducta y a una militancia política. Su pensamiento avalaba su obra y su acción. Cuando se decidía a obrar según eso, era porque todo ese caudal de ideas, que eran las suyas; las que él había elaborado durante años pero que eran también las de su patria; las que se habían elaborado en su país a través de grupos que cumplieron en su momento el mismo papel que él estaba cumpliendo en su época. Se decidía a obrar cuando todo esto estaba absolutamente internalizado en su conciencia y funcionaba como una especie de carga que le da naturalmente a su pensamiento y a su acción no sólo una extraordinaria dignidad sino, sobre todo, una extraordinaria fuerza.

Nosotros éramos treinta o cuarenta años más jóvenes que él cuando lo oíamos inflexible, cuando lo oíamos irreductible, cuando sabíamos todo lo que en él había de capacidad para otras muchas cosas que él sacrificaba a esta especie de misión que se había adjudicado. Él era un temperamento ético, pero al mismo tiempo un temperamento misionario. Y dentro de esta concepción argentina, dentro de esta vocación argentina incluyó lo que él creía que era lo más importante que podía tener un país desde el punto de vista de la educación y de la cultura, que era la universidad. Y, cierto es, incluyó también dentro de esta vocación argentina su política, esa política a la que él le quiso buscar raíces en la tradición argentina a pesar de que los textos clásicos eran naturalmente extranjeros. Su socialismo, cuando tuvo que definirlo alguna vez, fue llamado Socialismo Argentino. Pero aunque él no le hubiera llamado así, allá por el año 15 o 17 o 18 —no recuerdo bien—, su socialismo fue siempre argentino. Era una modalidad de su mente, era una vocación de su conciencia. Quizá fuera también una tradición de unas raíces que no sabemos bien, pero que corresponden a su formación familiar. Este profundo sentido que lo hace sentirse heredero nato y legítimo de todo lo que constituía la tradición nacional, esto le daba una fuerza extraordinaria, una autoridad extraordinaria, y con esta autoridad no sólo actuó en la universidad sino que actuó también en la política.

No fue un político vulgar. No fue un político cualquiera. No porque haya sido más o menos inteligente que otros, sino porque introdujo una variante singular en la política. Estuvo siempre apoyado por masas populares. Conoció el halago de la gloria. Supo, y declaraba entre sonrisas, que había «palacistas»; se burlaba del personalismo, a pesar de que no le faltaba cierta soberbia, y operó dentro de la política argentina, y dentro de su partido, de una manera singular. Gran parte fue la escuela política en que se formó y la enseñanza de los hombres a quienes él respetó, inclusive cuando disentían con él. Otra parte es su genio personal que le dio a su conducta un aire diferente. Quizá lo más diferente fuera este sentimiento de que había que operar inmediatamente sobre la realidad y no perder de vista los grandes objetivos. Quizá su singularidad fuera el elemento pasional o emotivo que hacía intervenir en su acción política, pero de todos modos hay algo que le dio a Palacios durante esos años una fisonomía que no tuvo ningún otro político.

Cualquiera fuera su grado de capacidad, fue una figura original. En la política operó de la misma manera que en la universidad, y de la comparación de su acción en ambos campos acaso pudiera salir el argumento más fuerte para reclamar que Palacios salga del olvido. Porque de su manera de actuar —esta profunda apelación a la conciencia y a la razón para encaminar su comportamiento—, de esto salió una manera de entender la acción renovadora, que puede ser reformista o revolucionaria, según se quiera y según sea la moda de los tiempos, pero que en todo caso es la acción de quien se encuentra con una estructura dada y quiere transformarla. La acción renovadora se ha dado casi siempre en la historia, con triste frecuencia, envuelta en una especie de confusión que ha hecho suponer que no se puede renovar el mundo sin caer en cierto tipo de inmoralidad”.

(*) José Luis Romero: “La figura de Alfredo Palacios” (Redacción, Volumen 5, Número 51, 1977).

Share