Por Hernán Andrés Kruse.-

“Por su parte, y como era de prever, Estados Unidos fue el más interesados en manejar el capítulo del control de la energía atómica conforme a sus intereses nacionales. En el diario estadounidense Evening Star se estipulaba que el control de la energía atómica era el suceso más importante en la vida y que, si no se llegaba a un acuerdo, otra bomba los iba a destruir en el marco de una nueva guerra atómica. Como vimos en párrafos anteriores, el miedo y la incertidumbre eran noticia de portada en los principales periódicos del momento, donde se podían leer titulares como: “Una sola bomba atómica podría destruir 40 millones de vidas en los Estados Unidos si fracasa la diplomacia internacional”. A ello se unían constantes declaraciones poco o nada alentadoras, como aquéllas de Robert P. Patterson, secretario de Guerra estadounidense: “Hasta que podamos estar seguros de que nuestras relaciones internacionales han progresado al punto de que la guerra no vuelva otra vez más a oscurecer el mundo, es imperativo que los Estados Unidos continúen vigorosamente con sus actividades de investigación y desarrollo en todas las ramas de la ciencia, vitales a la defensa nacional”. A futuro, el Departamento de Guerra abogaba por un control aliado de la bomba atómica, ya que, “si caía en malas manos, podría ser el arma ideal para un ataque a traición en el futuro”.

Las discusiones sobre el control llegaron al Congreso de los Estados Unidos, quienes esperaban recomendaciones del presidente Harry S. Truman acerca de lo que debía hacerse con la bomba atómica. El senador Arthur H. Vandenberg, republicano de Michigan, pidió mientras tanto que se creara una comisión mixta, compuesta por seis miembros del Senado y otros tantos de la Cámara, para que hiciera “un cabal y completo estudio e investigación referente al invento y manejo de la bomba atómica”. A su vez, el senador McMahon, demócrata de Connecticut, presentó una iniciativa señalando que el uso y aplicación de la energía atómica debían ser “vigilados por el gobierno federal para beneficio del país”, exigiendo además “la prohibición de la explotación privada del invento”.Mientras tanto, el Senado estadounidense venía recibiendo innumerables demandas de la población para que la bomba atómica fuera definitivamente proscrita mediante un convenio internacional, por tratarse de un arma “demasiado terrible para ser usada otra vez”.

Sin embargo, la tesis gubernamental se mantuvo firme, en el sentido de que la bomba atómica debía quedar bajo el estricto control de los Estados Unidos. Así lo dejaba en claro el periódico Excélsior, al reportar que gente en el país consideraban “como una misión sagrada la posesión por los Estados Unidos de esta nueva fuerza de destrucción. Y porque amamos la paz, los pueblos conscientes del mundo saben que esa confianza no será violada, que será una misión ejecutada fielmente”. Dos días después, el Senado norteamericano acordó la creación de una comisión de nueve personas para el control de la bomba atómica y para velar por la preservación de los múltiples secretos de la energía nuclear.

La tesis de que el control atómico quedase en manos de Estados Unidos mereció el beneplácito de la prensa mexicana. El periódico El Universal consideraba que el vecino del norte era —“por ahora” [sic]— uno de los países más seguros del mundo para conservar el secreto de la bomba atómica y una de las naciones “que menores probabilidades tienen de abusar de él”. No obstante, las dudas parecían emerger de dicha constatación, ya que la simple posesión del secreto llevaría a Estados Unidos a convertirse en “una potencia imperialista obligada a seguir de conquista en conquista para conservar la ventaja que tienen ahora”. Por su parte, Excélsior era también partidario de que los norteamericanos fueras “custodios de la bomba atómica”, si bien se hacía eco de las iniciativas estadounidenses por aquellos proyectos encaminados a averiguar lo que era “capaz de hacer ésta [bomba atómica] a los barcos de guerra, las ciudades y las personas”.

Ciertamente, y en materia de investigación, existían dos opiniones respecto a la forma en que la energía atómica debía ser estudiada: mientras que la primera abogaba por un uso para fines industriales, la otra sostenía que debía emplearse para la fabricación de bombas atómicas con el fin de “exterminar a Rusia antes de que Rusia los exterminara a ellos”. Por su parte, Gran Bretaña quería apoyar la investigación experimental en todos los aspectos vinculados con la energía atómica, tal y como hizo público el primer ministro Clement R. Atlee. Fue así como en el aeródromo de Harwell, cerca de Didcot, se empezó a construir la primera factoría del mundo para la obtención de energía atómica para usos de paz, volviendo la espalda a la producción de bombas atómicas para encadenar esta energía y hacerla útil para el progreso y el mejoramiento de la humanidad. Esto implicaba que Gran Bretaña debía ayudar a Estados Unidos a guardar el secreto de la bomba atómica como una garantía sagrada para conservar la paz, una de las premisas defendidas a fines de 1945 por el que fuera primer ministro británico y líder del Partido Conservador Winston Churchill. Para él, Gran Bretaña debía hacer “sus propias bombas atómicas y tenerlas aquí, aunque sean fabricadas en otras partes, lo más pronto posible”. Afirmó que el futuro de la bomba atómica debía ser decidido por los parlamentos y los gobiernos responsables y no por los hombres de ciencia, “por ilustres o entusiastas que sean”.

Por de pronto, la tesis que gozaba de más adeptos era depositar la confianza en Naciones Unidas, lo que suponía quitar el monopolio del secreto y control atómicos a Estados Unidos. Sometidas las plantas industriales a la inspección internacional, se creía en ese entonces que se pondría el fin definitivo a la fabricación de bombas atómicas. La apuesta no sólo incluía el control de la energía nuclear, sino también, sobre todos los inventos científicos militarmente estratégicos que quedarían bajo la supervisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Recordemos que esta organización internacional se creó el 24 de octubre de 1945, y desde el primer día tuvo el gran reto de configurar el mundo de la posguerra, incluido el gran desafío de controlar la energía atómica. Tras una cruenta guerra mundial, fueron muchas las esperanzas depositadas en esta nueva organización. Según Excélsior, “es más importante, hoy que nunca, que la nueva agrupación internacional de seguridad se ponga a trabajar. Ahora se trata de la paz y la seguridad o de la destrucción total de la civilización”. Si la bomba atómica había puesto fin a la Segunda Guerra Mundial, este artefacto pondría una negra y alargada sombra sobre el nuevo tiempo de posguerra.

Entre los partidarios de depositar la confianza en las Naciones Unidas se encontraba el primer ministro británico Attlee, tanto así que se creó un plan —mereció el nombre de Plan Attlee— para que el Consejo de Seguridad de la ONU concentrara los informes científicos con vistas a establecer un estricto control sobre la bomba atómica. Para ello se hacía la recomendación de que la organización fuera reforzada mediante una cooperación más estrecha entre los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética. Por su parte, entre los hombres de ciencia se encontraban los partidarios de difundir el secreto atómico como pauta común para la normalización de las relaciones internacionales, a fin de que laboratorios, industrias e instalaciones militares pudieran tener libre acceso a la energía atómica, aunque bajo la estricta supervisión de las Naciones Unidas. Por ejemplo, el Dr. D. Q. Posin, encargado del Laboratorio de Radiación del Instituto de Tecnología de Massachusetts, abogaba por un plan maestro de control internacional, mediante el cual la producción de la energía atómica a gran escala se encontraría en una estación mundial aislada —se pensó en una isla lejana—, donde los sabios de las naciones interesadas pudieran reunirse allí e investigar sobre los pormenores de la energía atómica. Esta concentración espacial supondría que, “en ningún otro lugar del mundo debía concentrarse la energía atómica en cantidades que pudiera destinarse a fines militares”.

El debate sobre el manejo, experimentación y control de la energía nuclear no sólo quedó en manos de políticos y científicos, sino también contó con la aportación de la sociedad civil, por ejemplo, a través de la Conferencia Mundial de la Juventud, celebrada a principios de noviembre de 1945. A su término, se consensuó un documento donde se exigía, primero, que el control de la energía atómica fuese internacionalizado y administrado por las Naciones Unidas; segundo, que los descubrimientos científicos y técnicos fuesen utilizados en bien de la humanidad, y, por último, que los criminales de guerra fuesen castigados sin demora. A su vez, no faltaron colectivos de sacerdotes, profesores, miembros de asociaciones culturales y de agrupaciones pacifistas, que alzaron su voz en contra del monopolio del “inhumano elemento de destrucción”, reclamando su entrega a la jurisdicción internacional. Así, también se dio el caso de aquellos que abogaron por la desaparición de los archivos secretos que contenían planes, estudios y todo tipo de cálculos para la fabricación de la bomba atómica.

Como vimos anteriormente, Estados Unidos fue partidario de ser el único guardián del secreto atómico y, en todo caso, hacían depender su revelación a la presencia de un marco de garantías, consensuado y aprobado por todas las naciones. De entrada, y esto es importante subrayarlo, ello significaba que sería la gran potencia norteamericana la que decidiría cuándo las condiciones eran las idóneas para compartir el secreto atómico. Así, y frente al requerimiento de una aprobación conjunta por parte de las naciones, los Estados Unidos se reservaban el derecho a veto, por más de que hubiera una mayoría en contra, dejando muy en claro que la gestión del control atómico ya se había convertido en un arma claramente ofensiva. Aquello no era sino una expresión de poder y fuerza de la nueva política estadounidense, ya que los Estados Unidos siguieron fabricando bombas atómicas, de la misma manera que en Inglaterra, y como se ha mencionado, Winston Churchill hacía la notificación de que su país debía también producir bombas atómicas. La discrepancia entre las palabras y los hechos era total.

A pesar de todo esto, en noviembre de 1945, los Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá reconocieron que, si bien era indispensable intercambiar con ciertas naciones los conocimientos científicos en torno a la energía nuclear, se tornaba muy peligroso revelar el secreto de la fabricación de la bomba atómica en aquellos primeros momentos de la posguerra. Además, se reveló que sería creada una comisión especial en el seno de Naciones Unidas a fin de hacer desaparecer la amenaza atómica, precisando las proposiciones que debía hacer. Dicho comunicado estipulaba: “Estamos dispuestos a compartir sobre la base de la reciprocidad con las Naciones Unidas las informaciones detalladas sobre las aplicaciones industriales de la energía atómica en cuanto los medios de protección contra la utilización de sus propiedades destructivas puedan ser formulados”.

Aun así, el choque de opiniones era evidente en Estados Unidos. Por una parte, el presidente Truman anunciaba al Congreso que el control de la bomba atómica se encontraba en buenas manos y que nadie podía temer por un uso ilegal del secreto; por la otra, el jefe de la delegación norteamericana en las Naciones Unidas, Edward Stettinius, se mostraba partidario de que la bomba atómica, al igual que el resto de las armas modernas, debían quedar bajo jurisdicción exclusiva de Naciones Unidas, en su condición de organismo internacional encargado de la preservación de la paz. Eso sí, éste fijaba como condición indispensable un correcto funcionamiento de este organismo internacional. Sin embargo, a pesar de que Naciones Unidas surgió como resultado de grandes expectativas, la recién creada organización tendría mucho trabajo por delante para eliminar el gran escepticismo reinante tras la guerra, ya que la humanidad tenía muchos motivos para sentirse desilusionada en cuanto a la sinceridad y efectividad de los acuerdos internacionales como la ya mencionada Acta McMahon.

En ese momento, las opiniones se centraban en que la organización pudiera invocar a los Estados a respetar la normatividad comunitaria e incluso a reclamar a sus respectivos gobiernos a que sus conciudadanos actuaran conforme al espíritu común. Una violación de los acuerdos supondría incurrir en un crimen por el cual los individuos podían ser juzgados y castigados. Para muchas personas, el hecho de que Naciones Unidas guardara el secreto de la bomba atómica era la única manera de preservar la paz, ya que vigilaría puntualmente la maquinaria industrial y científica de “los agresores del pasado y posibles agresores del futuro” y, por consiguiente, “todo peligro de una futura conflagración quedaría eliminado”. De cualquier modo, a nadie se le escapaba que Naciones Unidas sólo podía tener el control sobre la bomba atómica en la medida en que se diera la tan necesaria cooperación internacional. En los estertores de la Segunda Guerra Mundial, éste fue el verdadero mensaje que cruzó la faz de la tierra: “Debemos encontrar la paz o encontraremos la destrucción completa”.

Sin embargo, los resultados no llegaban y las naciones más poderosas, lejos de unirse, se inclinaban a una definitiva separación para dar lugar a lo que después sería conocida como la Guerra Fría. Ejemplo de esto se vio en la Conferencia Atómica de Washington, llevada a cabo en diciembre de 1945, donde se acordó llevar a cabo una división de los países miembros de la ONU en dos clases diferenciadas: los que afirmaban ser depositarios exclusivos de la bomba atómica y los demás, a quienes se les suponía ignorantes del secreto. Esto evidenció una peligrosa división, enteramente contraria a las ideas de cooperación que inspiraron la formación de la ONU. No obstante, los más tenaces internacionalistas se dieron cuenta de que era excesivamente utópica y hasta ridícula la idea de que los que poseían el arma atómica y sus múltiples secretos fueran a depositarlos en algún emporio del internacionalismo jurídico como Ginebra o La Haya.Y es que todo lo anteriormente mencionado se enfocaba a controlar y regular la investigación y fabricación en torno al artefacto nuclear. A su vez, pronto se barajó la idea de que el Consejo de Seguridad también controlase la extracción de uranio, por lo que las minas debían quedar bajo la supervisión de una comisión conjunta de representantes de otras naciones, con inspectores residentes en cada país donde existieran depósitos del mineral como, por ejemplo, el Congo Belga.

A pesar de la bondad de la idea, y de las dificultades que enredaban cualquier propuesta de control sobre la energía atómica, los responsables de las relaciones exteriores de los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética anunciaron en diciembre de 1945 los acuerdos a los cuales llegaron respecto a los gobiernos de Japón y Corea y sobre la vigilancia de Naciones Unidas en relación con la energía atómica. En un largo parte, los ministros propusieron que Naciones Unidas, por medio de sus organismos de seguridad y vigilancia, habrían de procurar que la energía atómica fuese usada únicamente para fines pacíficos.

En resumen, el control de la bomba atómica venía siendo un tema muy difícil de manejar, y más tomando en cuenta de que Naciones Unidas no era sino un organismo internacional de reciente creación y con un nivel de desarrollo y hasta de compromiso institucional aún incipiente. Se trataba, eso sí, de un primer paso hacia la cooperación internacional, por medio de la cual los pueblos del mundo podían concebir nuevas instituciones y acuerdos que la paz y la seguridad requerían de ahí en adelante. En aquel tiempo de posguerra, aunque de antesala de la Guerra Fría, la diplomacia hubiera tenido una agenda de trabajo más fácil, si no fuera por la existencia de un arma tan devastadora como la bomba atómica. Esto hubiera sido así o, por el contrario, de haber encontrado una fórmula conjunta que la hubiera sometido a algún tipo de control internacional que, entre otras múltiples ventajas, la hubiera eliminado como factor determinante en las relaciones diplomáticas entre las grandes potencias”.

(*) Carlos Sola Ayape (Tecnológico de Monterrey, México) y María Fernanda Sotelo Fuentes (Tecnológico de Monterrey, México): “La bomba atómica después de Hiroshima y Nagasaki. El difícil camino hacia el control de la energía nuclear” (2020).

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