Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del domingo 13 de octubre Infobae publicó un artículo de Jesica Bossi titulado “Saquen al pingüino del cajón”, metáfora del nuevo clima de época”. Escribió la columnista política: “Saquen al pingüino del cajón para que vea que los pibes cambiaron de idea, llevan las banderas que trajo el león”. Así dice una de las canciones favoritas entonadas por militantes de la Libertad Avanza en los actos partidarios de los últimos meses. El repertorio, todavía escaso, se complementa con otro tema cuya estrofa principal sostiene: “Me chupa la pija la opinión de los kukas. ¡Para hablar hay que ganar!” Está claro que no hay pretensión alguna en la prosa, que es tan contundente como agresiva y grosera. El mensaje es marcar que la juventud ya no levanta hace tiempo la leyenda del “Nestornauta”-aquella figura que usó La Cámpora tras la muerte del ex presidente-y que sólo importa lo que dice el que venció. Esto último, un razonamiento completamente antidemocrático”.

Para la juventud mileísta, entonces, sólo tienen derecho a expresar sus ideas quienes triunfaron en las elecciones. Quienes perdieron, están obligados a guardar silencio. Este razonamiento implica la negación del liberalismo como filosofía de vida porque pulveriza una de sus columnas vertebrales: el derecho de cada hombre a expresar libremente sus ideas. Este derecho jamás puede ser conculcado por ninguna mayoría circunstancial fruto de la decisión del pueblo en una elección determinada. Cuando ello sucede la democracia liberal es reemplazada por el despotismo democrático, es decir, por la voluntad omnímoda de quienes resultaron victoriosos en las urnas. El silencio cómplice del presidente de la nación no hace más que confirmar su desprecio por el liberalismo como filosofía de vida.

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Juan Antonio González de Requena Farré titulado “Nuestras tiranías: Tocqueville acerca del despotismo democrático” (Universidad Austral de Chile-Areté-Revista de Filosofía, 2013). Analiza el pensamiento del inmenso Alexis de Tocqueville del drama de las sociedades democráticas e industrializadas modernas: el imperio del despotismo democrático, de la voluntad omnímoda de la mayoría surgida luego de una elección.

LA TIRANÍA DE LA MAYORÍA Y EL DESPOTISMO DEMOCRÁTICO

“Podríamos considerar –con Pierre Manent– a Tocqueville como un heredero de la filosofía política clásica, quien sigue interrogándose sobre las opciones de los regímenes políticos en tanto que estados sociales y tipos humanos. Concretamente, Tocqueville nos enfrenta a cierto dilema filosófico-político entre aristocracia y democracia, pero también a la disyuntiva entre dos figuras humanas y dos configuraciones del ēthos compartido, a saber: la justicia del derecho igualitario y, por otra parte, la magnanimidad de la libertad y la independencia espiritual. Así, pues, si enmarcamos su pensamiento en la tradición de la filosofía política, no será extraño encontrar en Tocqueville el vocabulario clásico de los tipos de gobiernos, ni nos sorprenderá hallar referencias a uno de los regímenes menos apreciados y, sin embargo, más sutilmente caracterizado como comunidad política injusta y sumamente imperfecta, es decir, la tiranía. Tocqueville comparte las aprehensiones clásicas hacia un régimen que impugna la comunidad de los hombres libres, y, aunque se muestra reservado con respecto a si los términos “tiranía” o “despotismo” son adecuados para nombrar las formas de opresión implícitas en la revolución democrática moderna, no por ello deja de señalar los riesgos de una tiranía de la mayoría o de un despotismo blando, tal vez más temibles que las tiranías despóticas de la Antigüedad. Al fin y al cabo, la revolución democrática moderna ha de optar entre desarrollar instituciones y hábitos de libertad o, en caso contrario, desplegar la tiranía bajo una igualdad irrestricta; se trata de establecer el “imperio pacífico de la mayoría” o de ceder al “poder ilimitado de uno solo”.

Bajo la denominación de “tiranía de la mayoría”, Tocqueville conjura por primera vez el fantasma del despotismo democrático, en el contexto de la discusión de las ventajas de la democracia americana. En ese sentido, habría que entender los riesgos del despotismo democrático a partir de la denegación de las principales fortalezas y fuentes de autoridad de la sociedad democrática; no se trata de una admonición externa ni de un peligro consumado, sino que estamos ante un dilema que suscita la adhesión irrestricta a las propias premisas de la igualdad democrática. La primera ventaja de la democracia consiste –según Tocqueville– en la creación de un nuevo espíritu público y de un ēthos cívico ligado al ejercicio de derechos políticos. En segundo lugar, Tocqueville elogia en la democracia una concepción del derecho que permite aunar racionalmente el interés personal bien entendido y el respeto a los derechos ajenos; pero, también, saluda el respeto a la ley en la sociedad democrática, en la medida en que se considera que el poder de la legislación deriva de un ejercicio de autolegislación y, por ende, de nuestro compromiso voluntario con un contrato del que somos parte. Por último, una de las más sorprendentes ventajas de la democracia radica en la incesante actividad política que genera, la cual se refleja y permea en todos los ámbitos de la vida cotidiana, incesantemente agitada por la búsqueda del bienestar y la prosperidad.

Pues bien, el primer riesgo de un despotismo eminentemente democrático se deriva de la misma premisa de la soberanía popular, y consiste en la omnipotencia que la mayoría ejerce en el gobierno. No en vano, el gobierno democrático se sostiene en el imperio moral de la mayoría y, por tanto, en la asunción de que todos los ciudadanos son iguales, de modo que la reunión de todos tiene más sabiduría que uno solo, y la mayoría termina creyéndose infalible. El problema radica en que, de no tener freno, semejante poder de la mayoría podría hacerse irresistible, aplastando las voces minoritarias; eso es lo que ocurre cuando la opinión pública se conforma con los dictados de la mayoría, cuando tanto el poder legislativo como el ejecutivo representan, complacen y obedecen a una mayoría impetuosa (con una consiguiente inestabilidad legislativa y administrativa). De ese modo, la omnipotencia de la mayoría favorece el despotismo del legislador, al controlar plenamente a los gobernantes y ser dueña de hacer la ley y de velar por su ejecución. En ese sentido, Tocqueville considera que la soberanía popular ha de encontrar su límite en una justicia humana cuya razón es más universal; y es que la omnipotencia y la fuerza irresistible de la mayoría encierran el germen de la tiranía. De ahí la importancia de establecer garantías contra la misma omnipotencia de la mayoría que constituye una fuente de autoridad democrática.

Sin duda, la forma más insidiosa de tiranía de la mayoría en una sociedad democrática se ejerce –según Tocqueville– sobre el pensamiento. La omnipotencia de la mayoría, su fuerza material y moral, se traduce en una capacidad de censura intelectual y de cerco al pensamiento nunca antes conocida: cuando la mayoría se pronuncia de modo irrevocable, se genera cierto consenso forzoso, ante el cual no queda sino doblegarse y callar, si no se quiere ser excluido e ignorado. En ese sentido, la tiranía de la mayoría introduce un despotismo inmaterial, que no actúa sobre los cuerpos (con violencia, cadenas y verdugos) para sojuzgar el alma, sino que somete directamente el intelecto y la voluntad. Como Tocqueville pudo apreciar en la democracia americana, la sociedad democrática generaliza un espíritu cortesano de adulación a la mayoría, de fingimiento de que se aprueba la opinión mayoritaria, prostituyendo así la opinión propia. De esa manera, el despotismo inmaterial de la mayoría podría lograr desactivar el potencial crítico y la eficacia política de la participación en el espacio público; se malograría así ese activismo públicopolítico que constituye una de las premisas ventajosas de la democracia.

Se ha observado con justa razón cómo –entre los dos volúmenes de La democracia en América– Tocqueville introdujo una diferencia de énfasis en las descripciones del despotismo que amenaza internamente a la sociedad democrática: si, en el primer volumen (publicado en 1835), los riesgos del despotismo democrático se asociaban a la tiranía de la mayoría, el segundo volumen (de 1840) se centra en la posibilidad de que irrumpa un despotismo blando y tutelar, basado en una concentración tal del poder que resulta posible la administración exhaustiva de todos los asuntos de la vida, con el beneplácito conformista de todos. Si en 1835 Tocqueville temía un abuso desmedido de la soberanía popular y se enfocaba en el carácter omnipotente, absoluto e irresistible de la voluntad de la mayoría, en 1840 expresa su preocupación por la atomización, retraimiento y complacencia de la masa, despojada de su iniciativa política e intelectual. Así pues, con el paso del tiempo, Tocqueville ya no conjura el fantasma de una mayoría vigorosa e impetuosa, sino que parece más preocupado por la impotencia y alienación políticas de una masa feble, sujeta a una democracia paternalista y únicamente sumida en la búsqueda de pequeños placeres materiales y de un frívolo bienestar. Análogamente, Tocqueville desplazará progresivamente su atención del pionero americano, ese individuo inquieto, emprendedor y deliberante, con orgullo propio y pasiones encendidas, que se afirmaba en la agitación general de una muchedumbre ruidosa y participativa.

En el segundo volumen de La democracia en América, se concentrará en los efectos del “individualismo”; esto es, describirá el repliegue de los individuos en su vida privada, el aislamiento impotente y la desintegración de la vida pública, así como la desaparición de las grandes pasiones e iniciativas políticas. En fin, si en 1835 Tocqueville planteaba un dilema entre la libertad democrática y la férrea tiranía opresiva, en 1840 el despotismo se presenta como una impersonal y desapasionada tutela burocrática, que complace las pequeñas necesidades de una masa indiferente y garantiza benévolamente su frívolo bienestar. Así como en el primer volumen de La democracia en América los riesgos de una tiranía de la mayoría se enmarcaban en el reconocimiento de ciertas ventajas de la soberanía popular que rige en democracia, la anticipación de un despotismo blando –en el segundo volumen– tiene como antecedente una descripción de las tendencias a la concentración del poder soberano y a la centralización administrativa, que son propias de la democracia.

Ya en el primer volumen de La democracia en América, Tocqueville hizo referencia a los riesgos de que la centralización gubernamental (la unificación del poder político que decide los asuntos generales y los intereses estatales) se confundiera con la centralización administrativa (la concentración de la dirección de los asuntos particulares y de las empresas locales). Al sobreponerse la centralización administrativa y la gubernamental, se consolida una fuerza inmensa e impersonal, que encuadra incluso los hábitos cotidianos y sujeta plenamente a los individuos, al aislarlos en una masa indiferente. Por eso, Tocqueville considera que un estado vigoroso no puede prosperar sin la capacidad de decisión soberana que le suministra la centralización gubernamental; sin embargo, una centralización administrativa desmedida tiende a irritar a los pueblos y erosiona el espíritu cívico (aunque sea útil para movilizar recursos y fuerzas al servicio de alguna empresa puntual). Y es que un poder altamente centralizado nunca es lo suficientemente omnisciente como para planificar todos los detalles de la vida cotidiana y todos los asuntos de una comunidad política.

En ese sentido, la centralización administrativa solo es capaz de multiplicar las regulaciones, organizar la gestión del orden público y de la seguridad social, así como mantener el statu quo en una cierta inercia administrativa. Pero –para Tocqueville– de nada sirve que un poder tutelar asegure un frívolo bienestar individual y regule todos los detalles de la existencia cotidiana, si el precio a pagar es la pérdida del espíritu cívico y de la iniciativa responsable de los ciudadanos, de manera que finalmente solo exista una masa de súbditos tan iguales como políticamente impotentes. La concentración del poder también resulta caracterizada en el segundo volumen de La democracia en América; en este caso, se trata de una tendencia arraigada en el propio ēthos democrático y en el clima intelectual de las sociedades igualitarias, que inducen el gusto por las ideas simples y generales, así como por las reglas uniformes.

De ese modo, en las sociedades democráticas se impone la representación de que el todo de la sociedad y su poder único son más importantes que los derechos del individuo y las asociaciones intermedias. Según Tocqueville, las opiniones democráticas favorecen las imágenes de unidad, ubicuidad y uniformidad del poder social; pero, además, los sentimientos de una sociedad igualitaria, es decir, el temor al desorden y el amor al bienestar, impulsan a los individuos a incrementar progresivamente el gobierno central. De ahí que el Estado termine concibiéndose como un poder único, central y uniforme, el cual sería capaz de regular el orden social y de velar providencialmente por las pequeñas necesidades de los individuos, aislados y replegados en su privacidad.

Para Tocqueville, los indicios de la centralización administrativa y de la desaparición de los poderes intermedios son múltiples: la caridad y la asistencia social dependen cada vez más del Estado; la educación se torna uniforme, a medida que el Estado asume su dirección; la religión es cada vez más dependiente de un Estado que convierte al clero en funcionario; el Estado se transforma en el principal financista y en el mayor industrial. En ese sentido, la administración pública asume un control cada vez más exhaustivo e ilimitado de la vida social, concentra cada vez más poderes gubernamentales e incluso restringe la jurisdicción del poder judicial. En fin, el Estado no cesa de atribuirse prerrogativas; se hace más extenso y centralizado, emprendedor y providencial, en tanto que los ciudadanos van perdiendo libertades públicas e iniciativa política.

En ese contexto de descripción de la creciente centralización administrativa y concentración del poder social, Tocqueville expresa su temor ante un tipo de sometimiento eminentemente igualitario, y expone su prognosis de las características que tendría semejante despotismo democrático. A diferencia de las tiranías clásicas (cuyo poder unipersonal, descomunal, opresivo y violento, era restringido y no podía ocuparse de todos los detalles de la vida social o de los hábitos cotidianos), el despotismo igualitario será más extenso, uniforme y benevolente. Según Tocqueville, el despotismo democrático responderá al ēthos moderado, laborioso, desapasionado y mediocre de las sociedades igualitarias, de modo que, en vez de tiranos, verá surgir un poder paternalista y tutelar. El despotismo democrático llevará hasta sus últimas consecuencias uno de los procedimientos de las tiranías clásicas: la erosión del espacio público y el aislamiento de los ciudadanos en su privacidad”.

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