Por Hernán Andrés Kruse.-

El 1 de enero el presidente de la nación posteó dos mensajes en sus redes sociales. En el primero juró que “se vienen tiempos felices para la Argentina”. “Estamos saliendo del desierto: la recesión terminó y el país finalmente ha comenzado a crecer. Gracias por confiar en nosotros”. Pura demagogia, impropia de un dirigente que se proclama liberal.

El segundo posteo es más extenso. Lo dividió en tres subtítulos: “Reflexión empírica”, “Corolario” y “De cara al futuro”. En el primero afirmó sin ruborizarse que su gobierno logró demostrar “que se puede hacer un ajuste fiscal de 15% del PIB” y agregó que “cerca del 95% del ajuste cayó sobre la casta política y la financiera” y que “se logró bajar cerca de 20 puntos porcentuales la pobreza, lo cual deja en claro el daño que produce la inflación sobre los sectores más vulnerables”, afirmaciones que insultan nuestra inteligencia. En el apartado “Corolario” arremetió contra la “casta” y contra aquellos que “proponen políticas de mayor gasto público y de emisión monetaria inflacionaria (léase: kirchnerismo)”. Finalmente, afirmó que para que sigan mejorando “los indicadores sociales se requiere de crecimiento económico”, para lo cual será fundamental continuar con la baja de la inflación y la reducción del riesgo país y el gasto público, y continuar con las reformas estructurales que garanticen mayor libertad para el pueblo (fuente: Página/12, 2/1/024).

Para el presidente de la nación todo marcha viento en popa. El problema es que su obsesión por la macroeconomía le impide percatarse de una cuestión central: el ciudadano de a pie que todos los días se levanta bien temprano para ganarse el pan. Este enfoque ultraortodoxo hace caso omiso de las deletéreas consecuencias del ajuste que, desde su óptica, es el más relevante de la historia universal: indigencia, pobreza, desocupación, exclusión social. Para el presidente de la nación sólo importa que la macroeconomía funcione (disminución del riesgo país, de la inflación y del déficit fiscal). El precio que paga la inmensa mayoría del pueblo lo tiene absolutamente sin cuidado.

Javier Milei reniega de un aspecto fundamental de la economía: su cariz humanista. En su libro “La re-creación del liberalismo” (Ed. Ediar, Buenos Aires, 1982) Germán Bidart Campos dedica varias páginas a analizar esta relevante cuestión. Si bien coincide con Milei en considerar al “socialismo” un régimen contrario a la democracia liberal, reconoce que ciertas dosis de planificación estatal son esenciales para garantizar al pueblo un digno nivel de vida.

REFLEXIONES PARA UNA ECONOMÍA HUMANISTA

“El consumo es el fin inmediato de toda actividad económica. El fin mediato sería el abastecimiento de las necesidades. Si se produce o se intercambia, parece que es para consumir lo producido o lo intercambiado. No puede existir noción más simple ni más humanista. La economía no tiene fines transpersonales: está al servicio del hombre. Y el hombre quiere hoy vivir mejor cada día, lo que de alguna manera significa producir más para consumir más, crear mayor cantidad de bienes y servicios para uso y provecho de los hombres (…) El progreso técnico es, por otra parte, un factor primordial de la producción, pero debe redundar en progreso económico al alcance de todos, o sea, en un mayor nivel de vida y un mejor género de vida con los que, poco a poco, se superen los sectores marginales. De lo contrario, la productividad del trabajo pierde su sentido humanista (…) Si para consumir hay que producir, y para producir hay que trabajar, el trabajo es un factor humano y social de eminente dignidad y prioridad en el proceso económico. Mucho más que el capital, que es cosa, que es objeto, que es materia, en especie o en dinero. De ahí que el trabajo deba llevar una parte de la ganancia para sí, porque sin trabajo no hay ganancia (…).

Aun quien no tiene propiedad, aun quien no tiene patrimonio, debe poder vivir como hombre de su trabajo por “el nivel nacional de producción”. La economía toda, el estado, la empresa, tienen la función social de asegurar ese aspecto humano de la producción (…) Aquí llega el turno al “mercado”, que es imprescindible al intercambio y a la libertad misma, así como a la economía monetaria. Todos los hombres sienten y tienen necesidad de iniciativa. Es esta idea, más que la de competencia en el juego de oferta y demanda, la que ha de computarse como originaria y prioritaria en la economía de mercado. Iniciativa para producir, para vender, para comprar, para trabajar, lo cual no significa que todo eso se haga irracionalmente, o que no se pueda o deba planificar (…).

Entre las demandas de la justicia y las de la eficacia hay que buscar un justo medio. Si en un momento dado son injustos los salarios y hay que elevarlos, debe preverse a plazo mediato la incidencia de la productividad, porque no se trata de que por inflar artificialmente los sueldos la producción se resienta y, con ella, el reparto, y con él vuelvan los hombres a estar igual o peor que antes (…) Sin eficacia, no se puede hacer justicia; pero la eficacia no es un criterio supremo ni aislado que deba descoordinarse de la justicia” (…).

No parece verosímil que en cualquier actividad haya que prever y preordenar objetivos, fines y medios, y que en la actividad económica no sea así. De este modo se pone por delante el problema de la planificación o del planeamiento (…) Desde ya se advierte que planificar supone alguna dosis de intervención en la actividad económica, y esa intervención del sujeto planificador es fundamentalmente intervención del estado. Eso sí, no toda intervención es coordinadamente planificada ni planificadora, por lo que “intervención no es igual a planificación”. De modo que si partimos de la idea de que planificar es aspirar a un orden futuro eficaz para difundir bienestar y progreso, nada hay de nocivo o repudiable en la propuesta. Todo depende del modo como se planifica, de los medios, de la intensidad, es decir, en suma, del margen o de la zona que la planificación deja a la libertad y a la iniciativa de los hombres y de los grupos (…) Lo que no puede tolerarse es que una planificación suprima o coarte arbitrariamente la libertad y los derechos. De donde la única planificación justa es la que se da en la democracia.

No en vano Gordillo trae la cita de Laubadère en el sentido de que los métodos propios de la planificación indicativa son más efectivos y dan mayores frutos en la práctica en relación con los particulares. Pero es verificable que toda planificación, por indicativa que sea, contiene algunas pautas mínimas de imperatividad. Es cuestión de dosis en el juego de ella con la libertad. Los planificadores socialistas no son, como principio, democráticos. Menos aún si socialismo quiere decir propiedad estatal de los medios de producción y concentración del poder económico en el poder político. La separación entre uno y otro, al modo como la señalaba Mauricio Hauriou, sigue siendo un postulado de la libertad. De esa idea se desprende otra: un “cierto” liberalismo económico es necesario, al menos, para que tenga sentido el liberalismo político, porque no hay verdadera libertad (no a pedazos, sino total y coherente) donde hay una total planificación rígida e imperativa en el proceso económico. “Dicho en otras palabras: no encontraremos ninguna planificación socialista, rígida, total, que no sea al mismo tiempo políticamente autoritaria (Gordillo)” (me tomo el atrevimiento de agregar que el gobierno de Milei está demostrando que un gobierno anarcocapitalista en lo económico es al mismo tiempo políticamente autoritario).

En su libro “A time for truth”, William E. Simon dice que los sistemas polares de organización político-económica son, en un extremo, un mercado libre, no planificado, basado en decisiones individuales, en una sociedad libre y que respeta a las personas, que crea un sistema económico poderoso e inventivo y que produce riqueza; en el otro, la planificación totalitario-colectivista que destruye tanto la libertad política como la económica y produce pobreza colectiva y hambre. La mayor parte de las personas no llega a percibir-añade- que cuando una sociedad política y económicamente libre comienza a cercenar la iniciativa individual, a restringir la libertad de mercado, la libertad política comienza entonces a declinar, la inventiva decae forzosamente y la riqueza disminuye ineludiblemente. Un estado que disminuya su libertad económica debe ser menos libre políticamente. Y dado que la libertad es una pre-condición para la creatividad económica y la riqueza, ese estado debe volverse más pobre.

Parece verdad lo que sintetiza Fourastié: es engañoso esperarlo todo de la planificación, pero es un error no esperar nada de ella; la planificación es necesaria y útil pero, con todo, no puede reemplazar al mercado. El ala extrema liberal (el anarcocapitalismo, me tomo el atrevimiento de agregar) supone que la armonía deriva de la competencia absolutamente libre; diríamos que la planificación se produce sola y espontáneamente en el mercado, donde la producción provee al consumo satisfactoriamente. Hay una parte de verdad en la afirmación de que es muy difícil hallar un mecanismo de adjudicación de recursos mejor que el que resulta del mercado.

Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno, dice que “aun cuando la libre concurrencia, dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía…Es, pues, completamente necesario que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y eficaz principio directivo”. Pero a continuación advierte que mucho menos puede desempeñar esa función la dictadura económica en sustitución de la libre concurrencia. Años más tarde, el magisterio de Juan XXIII aleccionaba en la “Mater et Magistra” que “el mundo económico es creación de la iniciativa personal de los ciudadanos, ya en su actividad individual, ya en el seno de las diversas asociaciones para la prosecución de intereses comunes. Sin embargo…deben estar también activamente presentes los poderes públicos a fin de promover debidamente el desarrollo de la producción en función del progreso social en beneficio de todos los ciudadanos. Su acción, que tiene el carácter de orientación, de estímulo, de coordinación, de suplencia y de integración, debe inspirarse en el principio de subsidiaridad formulado por Pío XI…”.

La misma encíclica dice que la presencia del estado en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no se encamina a empequeñecer cada vez más la esfera de la libertad en la iniciativa de los ciudadanos particulares, sino antes a garantizar a esa esfera la mayor amplitud posible, tutelando efectivamente, para todos y cada uno, los derechos esenciales de la personalidad, entre los cuales hay que reconocer el derecho que cada persona tiene de ser estable y normalmente el primer responsable de su propia manutención y la de su propia familia, lo cual implica que en los sistemas económicos esté permitido y facilitado el libre desarrollo de las actividades de producción”.

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