Por Hernán Andrés Kruse.-

“Late en estos párrafos la noción ya anunciada de que es el hombre, y no el estado, el sujeto de la gestión económica, pero también la de que “la libre competencia contenida dentro de límites razonables y justos, y sobre todo el poder económico, estén sometidos efectivamente a la autoridad pública en todo aquello que le está peculiarmente encomendado” (Pío XI en la Quadragesimo Anno). Volvemos así al punto de la intervención del estado en la economía. Teóricamente es fácil admitir que esa intervención se justifica, como toda otra, para el bien común y se dosifica según el principio de subsidiaridad. Messner (“Ética social, política y económica a la luz del derecho natural”) enseña que la finalidad de la llamada economía social exige el mayor grado de libertad de consumo y de acceso a la adquisición de bienes que se pueda compaginar con el bien común. La competencia en el mercado libre cumple un papel ordenador, pero, al contrario de lo que supone un liberalismo extremo, no acarrea automáticamente y siempre la armonía justa. Tampoco la origina una planificación centralista y total. El principio ordenador viene de la subordinación de la economía al bien común, cuya gestión es propia del estado. La tutela del bien común es la que proporciona título al estado para intervenir en la economía. Intervención moderada y prudente, porque si llega al dirigismo de establecer lo que se tiene que producir, vender o consumir, la libertad se aniquila. Y ese tipo de intervención es intolerable porque no se concilia con la libertad ni con el bien común.

Dice Valsecchi que “la política orientadora de la economía racional no está encaminada a empequeñecer la esfera de la libertad en las actividades económicas de los ciudadanos, sino antes bien dirigida a ampliarla y favorecerla mediante una acción coadyuvante del poder público, que incide positivamente en asegurar el recto funcionamiento del sistema económico de la nación”. “El estado debe “dejar hacer” lo que la iniciativa privada es capaz de hacer sola, debe “ayudar a hacer” lo que la iniciativa privada por sí misma no alcanza a hacer, y “debe hacer” lo que la iniciativa privada no puede o no debe hacer” (“Economía “nacional”, planificación y libertad económica”).

Si hemos dicho que la economía tiene como fin producir para consumir, hay un paso más que dar para adelante. El hombre consume para satisfacer sus necesidades, para asegurar su vida, para emplear los recursos económicos en orden a su subsistencia, su confort, su felicidad. O sea que el proceso económico empieza y concluye en el hombre, se ordena al bien de la persona, de su naturaleza-corporal y espiritual-. “La producción y el consumo de bienes naturales se ordena al bien de la naturaleza humana”, dice Marcel De Corte. Esto es muy importante cuando se pone por delante la meta del crecimiento y del desarrollo económico. Nosotros no imaginamos ese crecimiento y ese desarrollo más que en función de un mejor nivel y género de vida para todos los hombres. Multiplicar la producción de bienes y promover la justa distribución, tienen sentido cuando se pone como término final a la persona humana. El engrandecimiento de la economía llamada “nacional”, o la conversión del estado en potencia económica, no son fines en modo alguno aceptables si el logro apetecido, propuesto o logrado no es participado efectivamente por la población O sea, si el fin de la actividad económica se desvía de su único sujeto beneficiario, que es el hombre y su progreso personal (…)”.

EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD

“El citado principio fue enunciado por Pío XI en su encíclica “Quadragesimo Anno” y reiterado en la “Mater et Magistra” por Juan XXIII. Dice así, según los textos papales. “Debe quedar a salvo el principio importantísimo en la filosofía social, que así como no es lícito quitar a los individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias fuerzas e industria para confiarlo a la comunidad, así también es injusto reservar a una sociedad mayor o más elevada lo que las comunidades menores e inferiores pueden hacer. Y eso es juntamente un grave daño y un trastorno del recto orden de la sociedad, porque el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad misma es el de ayudar de manera supletoria a los miembros del cuerpo social, y no el de destruirlos y absorberlos”.

La primera base de este principio parece radicar en el reconocimiento de que en la sociedad hay personas físicas y grupos sociales. A ello le damos el nombre de “pluralismo social”: muchos actores y protagonistas, que son los hombres y las llamadas sociedades intermedias. La segunda base se apoya en la libertad. Ese espectro dinámico de fuerzas impelidas por los protagonistas naturales que hemos mencionado, requiere moverse y desplegarse en un ámbito de libertad para obrar según sus fines propios. La tercera base, conciliando las otras dos, consiste en reconocer a los mismos protagonistas que actúan en libertad, su iniciativa privada (…).

¿Y qué quiere decir el principio? Messner recuerda que, en latín, la voz “subsidiarius” deriva de “subsidium”, término con el que, en lenguaje militar, se alude a “servir como reserva”. El estado-y su fin de bien común-actúan como reserva que conforta y suple a la iniciativa privada de los hombres y de los grupos menores. ¿Cuándo? Cuando estos actores, con su obrar propio, y con esa iniciativa privada, resultan insuficientes, incapaces, ineptos, o remisos. Ahí viene, entonces, el estado. Pero, ¿es que el estado aparece recién y sólo cuando se ha frustrado la iniciativa privada? ¿Es que mientras esa iniciativa actúa con eficiencia el estado no tiene nada que hacer? No es así, porque en tanto la iniciativa privada se mueve eficazmente, el estado también debe estar presente para depararle ayuda y medios. Lo de que el estado es la “reserva” implica que desde ese lugar promueve activamente el bien común, empezando por situar plenamente-y no atropellar-la zona de la libertad social y de la autonomía particular, y, a la vez, siendo parco en su intervención directa sobre las esferas que, originariamente, pertenecen a la sociedad libre (…).

¿De qué modo, pues, “viene” el estado a hacer presencia según el principio de subsidiaridad? Viene con distintas actitudes: viene a auxiliar, a apoyar, a coordinar, a fomentar, a estimular, a promover, a completar, a suplir. Todo ello, como lo recuerdan los Pontífices, sin absorber, sin anular, sin desplazar al hombre y a las sociedades intermedias. Aparece acá, como corolario de lo expuesto, la idea de “eficacia”. La dinámica social que se proyecta desde la iniciativa privada a través de sus gestores naturales, y a la que subsidiariamente-ya con naturaleza política-proviene del estado, tienen que ser eficaces, o sea aptas para alcanzar el objetivo a que los respectivos obrares tienden y aspiran. Cuando la eficacia se logra en el ámbito de la sociedad, le basta al estado quedar como reserva, pero no en forma pasiva o de abstención, sino con el estímulo, el fomento, el socorro, la coordinación. Y por razón de eficacia, cuando la sociedad es ineficaz, el estado suple a la iniciativa privada. Con las bases del pluralismo de la libertad, de la iniciativa privada y de la eficacia, se entronca la idea de “responsabilidad”. Los hombres y grupos que, primariamente, son los actores de la dinámica social con su iniciativa particular dentro del pluralismo en libertad, tienen que ser responsables, precisamente para asumir las tareas que le son propias y para cumplirlas con eficacia. Y el estado, a su vez, tiene que ser responsable y eficaz, primero en su actividad de fomento, coordinación, guía y estímulo, y luego en la de suplencia (…).

Vista así la problemática, nadie duda que el principio de subsidiaridad entraña una división de competencias entre sociedad y estado, entre libertad y autoridad. Dice Sánchez Agesta que “el principio de subsidiaridad, al definir las competencias, define al mismo tiempo las relaciones entre diversos elementos. El estado comprende los fines y misiones de las comunidades menores, pero los comprende en el modo que corresponde a su realización del bien común; su misión no es realizarlos de una manera inmediata, sino hacer posible, dirigir, fomentar y garantizar la acción de las comunidades menores y, en su caso, suplirlas” (“Los principios cristianos del orden político”). De tal interpretación se infiere que el principio de subsidiaridad no anula ni margina la noción del bien común público como fin indeclinable del estado. Pero también se comprende que el bien común exige una acumulación real de libertad y de derechos a favor de las personas y de los grupos (…) Por otro lado, el principio instiga a solidificar las estructuras sociales pluralistas, a incitar su actividad y su creatividad. ¡Tanto traemos repetido que, en muchos casos, es a la iniciativa social a la que corresponde hacer posibles los derechos humanos! Las sociedades que, de primera actitud, todo lo impetran del estado, son sociedades débiles que se convierten en presas fáciles del paternalismo, del estatismo, de la demagogia de los gobernantes. No debe confundirse el estado de gestión óptima con el estado que lo hace todo por sí mismo; es un juego armonioso y mutuo entre sociedad y estado el que, en su reparto de competencias delineado por el principio de subsidiaridad, equilibra a cada parte sin invadir a la otra, les hace asumir su propia responsabilidad sin transferirla, pero simultáneamente defiende y reivindica esa responsabilidad para sí sin tolerar el avasallamiento”.

(*) Germán Bidart Campos: “La re-creación del liberalismo”, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1982.

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