Por Hernán Andrés Kruse.-

Ante la crème de la crème del empresariado vernáculo reunido en Mar del Plata, Federico Sturzenegger afirmó sin anestesia: “La motosierra hasta ahora cortó en línea horizontal, ahora va a ir a las vísceras”. Ello significa que a partir de ahora el gobierno libertario aplicará un ajuste impiadoso, utilizará la motosierra para desangrar al pueblo con tal de garantizar el déficit O. Estaremos en presencia de la dramática ejecución de lo que se está dando en denominar “la deep motosierra”. El ajuste inclemente avanzará sobre cuestiones regulatorias, el empleo público, las privatizaciones y la puesta en marcha de reformas aprobadas por el Congreso (fuente: Mariano Boettner, Infobae, 19/10/024).

La primera víctima de la “deep motosierra” ha sido la AFIP. En las últimas horas el gobierno nacional anunció la disolución de la administración Federal de Ingresos públicos (AFIP) y la creación de la Agencia Nacional de Recaudación y Control Aduanero (ARCA). Un Manuel Adorni exultante sentenció: “El gobierno anuncia muy felizmente que la AFIP dejará de existir”. “La Argentina de la voracidad fiscal se terminó. Lo que es de cada argentino es suyo y de nadie más, ningún burócrata del Estado tiene por qué delegarse el poder de decirle a un argentino qué hacer con su propiedad” (fuente: Sebastián Catalano, Infobae, 21/10/024).

La “deep motosierra” no es más que la expresión menemista “cirugía sin anestesia” multiplicada por mil. Implica la puesta en ejecución de la ideología anarcocapitalista, cuya idea medular es hacer añicos todo lo que huela a “estado”. Para Milei y Sturzenegger lo único relevante es la pulverización de la burocracia del estado, aunque ello implique el despido de miles de trabajadores. En la sociedad anarcocapitalista la salud, la justicia, la seguridad y la educación están en manos privadas.

Es cierto que a Milei le provoca un inmenso placer ser el topo dentro del estado. Es, qué duda cabe, un psicópata. Pero es, además, un ideólogo del anarcocapitalismo, un economista que cree que la única solución para nuestros endémicos problemas es “la deep motosierra”. El estado es el “mal absoluto”. Por ende, debe ser aniquilado. Quienes más influyeron en su pensamiento fueron Ludwig Von Mises, Friedrich Von Hayek, Murray Rothbard Alberto Benegas Lynch y un catedrático español que es uno de los emblemas del anarcocapitalismo europeo: Jesús Huerta de Soto.

Huerta de Soto nació en Madrid el 23 de diciembre de 1956. En 1978 obtuvo las Licenciaturas en Ciencias Económicas y empresariales, y en Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. En 1983 culminó un Master of Business Administration en la Universidad de Stanford (California). Al año siguiente, obtuvo el doctorado en Derecho en la Universidad Complutense de Madrid- Becado por el Banco de España obtuvo en 1985 el título de MBA en Ciencias Actuariales en la Universidad de Stanford. En 1992 se doctoró en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Madrid cuya tesis se titula “socialismo, cálculo económico y función empresarial”.

Se desempeña como profesor de Economía Política en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid desde 1979. A partir del año 2000 es profesor de Economía Política en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos. Además, es fundador, director y profesor del Máster Oficial de Economía de la Escuela Austríaca de la Universidad Rey Juan Carlos, es miembro del Instituto Mises y fue vicepresidente de la Sociedad Mont Pelerin entre 2000 y 2004 (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Huerta de Soto aborrece el estado. Sueña con una sociedad sin estado, con su privatización total y absoluta. Considera al anarcocapitalismo la única versión legítima y verdadera del liberalismo. Estamos en presencia, qué duda cabe, de uno de los mayores emblemas del fundamentalismo libertario. Para tener una idea cabal de su pensamiento anarcocapitalista nada mejor que leer su ensayo de 2007 titulado “Liberalismo versus anarcocapitalismo” (Procesos de Mercado-Revista Europea de Economía Política-volumen IV-número 2).

EL ERROR FATAL DEL LIBERALISMO CLÁSICO

“El error fatal de los liberales clásicos radica en no haberse dado cuenta de que el programa del ideario liberal es teóricamente imposible pues incorpora dentro de sí mismo la semilla de su propia destrucción, precisamente en la medida en que considera necesaria y acepta la existencia de un estado (aunque sea mínimo) entendido como la agencia monopolista de la coacción institucional. Por tanto, el gran error de los liberales es de planteamiento: piensan que el liberalismo es un programa de acción política y doctrina económica que tiene por objetivo limitar el poder del estado, pero aceptándolo e incluso considerando necesaria su existencia. Sin embargo, hoy (en la primera década del siglo XXI), la Ciencia Económica ya ha puesto de manifiesto: (a) que el estado no es necesario; (b) que el estatismo (aunque sea mínimo) es teóricamente imposible; y (c) que, dada la naturaleza del ser humano, una vez que existe el estado es imposible limitar su poder. Comentaremos por separado cada uno de estos aspectos”.

EL ESTADO COMO ENTE INNECESARIO

“Desde el punto de vista científico, solo desde el equivocado paradigma del equilibrio puede llegar a pensarse que exista una categoría de «bienes públicos» en los que, por darse los requisitos de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, se justificaría prima facie la existencia de una agencia monopolista de la coacción institucional (estado) que obligara a todos a financiarlos. Sin embargo, la concepción dinámica del orden espontáneo impulsado por la función empresarial que ha desarrollado la Escuela Austriaca de Economía ha echado por tierra toda esta teoría justificativa del estado: siempre que surge una situación (aparente o real) de «bien público», i.e. de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, surgen los incentivos necesarios para que el ímpetu de la creatividad empresarial la supere mediante las innovaciones tecnológicas, jurídicas y los descubrimientos empresariales que hacen posible la solución de cualesquiera problemas que pudieran plantearse (siempre y cuando el recurso no sea declarado «público» y se permita el libre ejercicio de la función empresarial y la concomitante apropiación privada de los resultados de cada acto de creatividad empresarial).

Así, por ejemplo, el sistema de faros marítimos fue durante mucho tiempo de titularidad y financiación privada en el Reino Unido, lográndose por procedimientos privados (asociaciones de navegantes, precios portuarios, control social espontáneo, etc.) solventar el «problema» de lo que se considera en los libros de texto de economía «estatistas» el caso más típico de «bien público». Igualmente, en el lejano oeste norteamericano se planteó el problema de la definición y defensa del derecho de propiedad de, por ejemplo, las reses de ganado en amplísimas extensiones de tierra, introduciéndose paulatinamente diversas innovaciones empresariales («marcaje» de las reses, vigilancia continua por «cow-boys» a caballo armados y, finalmente, el descubrimiento e introducción del alambre de espino que, por primera vez, permitió la separación efectiva de grandes extensiones de tierra a un precio muy asequible) que solucionaron los problemas conforme se iban planteando.

Todo este flujo creativo de innovaciones empresariales se habría bloqueado por completo si los recursos hubieran sido declarados «públicos», excluidos de la propiedad privada y gestionados burocráticamente por una agencia estatal. (Y así, hoy en día, por ejemplo, la mayoría de calles y carreteras están cerradas a la introducción de innumerables innovaciones empresariales —como el cobro de precio por vehículo y hora, la gestión privada de la seguridad, de la polución acústica, etc.— y ello a pesar de que la mayoría ya no plantean problema tecnológico alguno, pues dichos bienes han sido declarados «públicos» imposibilitándose así su privatización y gestión creativa empresarial). Además, a nivel popular se piensa que el estado es necesario porque se confunde la existencia del mismo (innecesaria) con el carácter imprescindible de muchos de los servicios y recursos que hoy (malamente) oferta (casi siempre so pretexto de su carácter público) con carácter exclusivo. Los seres humanos observan que hoy en día las carreteras, los hospitales, las escuelas, el orden público, etc. etc., son proporcionados en gran (sino en exclusiva) medida por el estado, y como son muy necesarios, concluyen sin más análisis que el estado es también imprescindible.

No se dan cuenta de que los recursos citados pueden producirse con mucha más calidad y de forma más eficiente, barata, y conforme con las cambiantes y variadas necesidades de cada persona, a través del orden espontáneo del mercado, la creatividad empresarial y la propiedad privada. Además, caen en la trampa de creer que el estado es también necesario para proteger a los indefensos, pobres y desvalidos (sean «pequeños» accionistas, consumidores de a pie, trabajadores, etc.) sin entender que las supuestas medidas de protección sistemáticamente tienen el efecto, como demuestra la teoría económica, de perjudicar en cada caso precisamente a aquellos a los que se dice proteger, por lo que desaparece también una de las más burdas y manidas justificaciones de la existencia del estado.

Decía Rothbard que el conjunto de los bienes y servicios que actualmente proporciona el estado se dividen, a su vez, en dos subconjuntos: el de aquellos que hay que eliminar y el de aquellos que es preciso privatizar. Es claro que los bienes citados en el párrafo anterior pertenecen al segundo grupo y que la desaparición del estado, lejos de significar la desaparición de carreteras, hospitales, escuelas, orden público, etc., implicaría su provisión con más abundancia, calidad y a un precio más asequible (siempre en comparación con el coste real que vía impuestos actualmente pagan los ciudadanos). Además, hay que señalar que los casos históricos de caos institucional y desorden público que puedan señalarse (por ejemplo, en muchas ocasiones durante los años previos y durante la Guerra Civil en la Segunda República española, u hoy en día en amplias zonas de Colombia o en Irak) se deben al vacío de provisión de estos bienes creado por los propios estados que ni hacen con un mínimo de eficiencia lo que en teoría deberían hacer según sus propios seguidores, ni dejan hacer al sector privado y empresarial, pues el estado prefiere el desorden (que, además, parece legitimar su presencia coactiva con más intensidad) a su desmantelamiento y privatización a todos los niveles.

Es especialmente importante entender que la definición, adquisición, transmisión, intercambio y defensa de los derechos de propiedad que articulan e impulsan el proceso social, no requieren de una agencia monopolista de la violencia (estado). Y no sólo no la requieren sino que, por el contrario, el estado siempre actúa pisoteando múltiples títulos legítimos de propiedad, defendiéndolos de forma muy deficiente y corrompiendo el comportamiento individual (moral y jurídico) de respeto a los derechos de propiedad privada ajena. El sistema jurídico es la plasmación evolutiva que integra los principios generales del derecho (especialmente de propiedad) compatibles con la naturaleza del ser humano. El derecho, por tanto, no es lo que el estado decide (democráticamente o no), sino que está ahí, inserto en la naturaleza del ser humano, aunque se descubra y consolide jurisprudencial y, sobre todo, doctrinalmente de forma evolutiva (en este sentido consideramos que el sistema jurídico de tradición romana y continental, por su carácter más abstracto y doctrinal, es muy superior al sistema anglosajón del common law, que surge de un desproporcionado respaldo del estado a las decisiones o fallos judiciales que, a través del «binding case», introducen en el sistema legal todo tipo de disfunciones provenientes de las circunstancias e intereses particulares que preponderan en cada proceso).

El derecho es evolutivo y consuetudinario y, por tanto, es previo e independiente del estado y no requiere para su definición y descubrimiento de ninguna agencia monopolista de la coacción. Y el estado no sólo no es preciso para definir el derecho. Tampoco lo es para hacerlo valer y defenderlo, y esto debe resultar especialmente obvio en los tiempos actuales, en los que el uso —incluso, paradójicamente, por muchos organismos gubernamentales— de empresas privadas de seguridad, está a la orden del día. No puede pretenderse que expongamos aquí con detalle cómo funcionaría la provisión privada de los que hoy se consideran como «bienes públicos» (aunque el no saber a priori cómo solucionaría el mercado infinidad de problemas concretos es la objeción ingenua y fácil de aquellos que prefieren el statu quo actual so pretexto de que «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer»). De hecho, no pueden conocerse hoy las soluciones empresariales que un ejército de emprendedores daría a los problemas planteados —si se les dejase hacerlo—. Pero lo que hasta los más escépticos han de reconocer es que «lo que hoy ya se sabe» es que el mercado, impulsado por la empresarialidad creativa, funciona y precisamente lo hace en la medida en que el estado no interviene coactivamente en su proceso social. Y que las dificultades y conflictos siempre surgen precisamente allí donde no se deja que se desarrolle libremente el orden espontáneo del mercado.

Por eso, los teóricos de la libertad (y con independencia del esfuerzo realizado desde Gustav de Molinari hasta hoy imaginando cómo funcionaría la red anarcocapitalista de agencias privadas de seguridad y defensa patrocinadoras cada una de ellas de sistemas jurídicos más o menos marginalmente alternativos) nunca deben de olvidar que precisamente lo que nos impide conocer con exactitud cómo sería un futuro sin estado (el carácter creativo de la función empresarial), es lo que nos da la tranquilidad de saber que cualquier problema tenderá a ser superado al dedicarse a su solución todo el esfuerzo y la creatividad de los seres humanos implicados. Ahora bien, gracias a la Ciencia Económica no sólo sabemos que el mercado funciona, también sabemos que el estatismo es teóricamente imposible”.

POR QUÉ EL ESTATISMO ES TEÓRICAMENTE IMPOSIBLE

“La teoría económica de la Escuela Austriaca sobre la imposibilidad del socialismo se generaliza y convierte en toda una teoría sobre la imposibilidad del estatismo, entendido como el intento de organizar cualquier parcela de la vida en sociedad mediante los mandatos coactivos de intervención, regulación y control procedentes del órgano monopolista de la agresión institucional (estado). Y es imposible que el estado cumpla sus objetivos coordinadores en cualquier parcela del proceso de cooperación social en que pretenda intervenir, incluyendo especialmente los ámbitos del dinero y la banca, del descubrimiento del derecho, de la impartición de Justicia y del orden público (entendido como la prevención, represión y sanción de los actos criminales), por los siguientes cuatro motivos:

a) Por el enorme volumen de información que necesitaría para ello y que sólo se encuentra de forma dispersa o diseminada en los millones de personas que cada día participan en el proceso social.

b) Dado el carácter predominantemente tácito y no articulable (y, por tanto, no transmisible de forma inequívoca) de la información que necesitaría el órgano de intervención para dar un contenido coordinador a sus mandatos.

c) Porque la información que se utiliza a nivel social no está «dada» sino que cambia continuamente como consecuencia de la creatividad humana, siendo obviamente imposible transmitir hoy una información que sólo será creada mañana y que es la que necesita el órgano de intervención estatal para que mañana pueda lograr sus objetivos; y

d) Sobre todo porque el carácter coactivo de los mandatos del estado, y en la medida en que sean cumplidos e incidan con éxito en el cuerpo social, bloquea la actividad empresarial de creación de esa información que es precisamente la que necesita como «agua de mayo» la organización estatal de intervención para dar un contenido coordinador (y no desajustador) a sus propios mandatos.

Además de ser teóricamente imposible, el estatismo genera toda una serie de efectos distorsionadores periféricos muy dañinos: fomento de la irresponsabilidad (al no conocer el estado el coste real de su intervención actúa de forma irresponsable); destrucción del medio ambiente cuando éste es declarado bien público y se impide su privatización; corrupción de los conceptos tradicionales de Ley y Justicia que pasan a ser sustituidos por los de mandato y justicia «social»; corrupción mimética del comportamiento individual que cada vez se hace más agresivo y respeta menos la moral y el derecho. Este análisis nos permite concluir también que si en la actualidad determinadas sociedades prosperan ello no es por el estado sino, precisamente, a pesar de él, pues todavía muchos seres humanos conservan la inercia del comportamiento pautado sometido a leyes en sentido material, siguen existiendo parcelas de mayor libertad relativa y el estado suele ser muy ineficiente a la hora de imponer sus forzosamente torpes y ciegos mandatos. Además, incluso hasta los incrementos más marginales de libertad generan notables impulsos de prosperidad, lo que ilustra hasta qué punto podría avanzar la civilización si pudiera desembarazarse de la rémora del estatismo.

Finalmente, ya hemos comentado el espejismo que afecta a todos aquellos que identifican al estado con la provisión de los bienes («públicos») que hoy (costosa y malamente) proporciona, concluyendo erróneamente que la desaparición del estado implicaría necesariamente la desaparición de sus preciados servicios, y ello en un entorno de continuo adoctrinamiento político a todos los niveles (y, especialmente, a través del sistema educativo que ningún estado, por razones obvias, quiere dejar de controlar), de imposición totalitaria de los criterios «políticamente correctos», y de racionalización autocomplaciente del statu quo por parte de una mayoría que se niega a ver lo obvio: que el estado no es sino una entelequia constituida por una minoría para vivir a costa de los demás, a los que primero explota, luego corrompe y después compra con recursos ajenos (impuestos) «favores» políticos de todo tipo”.

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