Por Hernán Andrés Kruse.-

“Lo cierto es que en enero de 1989, cuando no había transcurrido ni la mitad del Acuerdo Stand By que debía estar vigente hasta mayo, el FMI lo canceló, tornando mucho más grave el cuadro existente. En pocos días, hacia fines de aquel enero, las reservas bajaron unos U$S 900 millones. Esto hizo que el BCRA (presidido por José Luis Machinea) decidiera el 6 de febrero no vender más dólares por el riesgo que significaba, precisamente, agotar las reservas. El Austral comenzaba así una importante devaluación que fue antesala de una remarcación de precios verdaderamente alocada. ¿Esa fiebre por comprar dólares que parecía no calmarse se debió a la gente común (asalariados, amas de casa, jubilados entre otros) que acudía masivamente a las casas de cambio a reemplazar sus australes sin valor por dólares fuertes? Desmitifiquemos esta idea instalada desde siempre: el mercado cambiario -antes, ahora- no eleva su temperatura por personas que forman largas filas para comprar 200, 300, 500 o más dólares (el comúnmente llamado “chiquitaje”) sino por grandes empresas, grupos, holdings, que en una mañana son capaces de adquirir decenas de millones de dólares. Atrás, lejos, cuando la suerte de la devaluación está echada, las familias intentarán preservar sus ahorros dolarizándolos. Los argentinos, acostumbrados desde varios años atrás a la inflación alta, experimentaban por primera vez la hiperinflación. Este fenómeno se da cuando hay un proceso acelerado de aumento del nivel general de precios, en que los agentes económicos (consumidores, empresarios entre otros) pierden noción del valor real de las mercancías porque éste se eleva en tal magnitud y con tanta rapidez que no permite determinar una relación de equivalencia cierta con la moneda.

La manifestación más explícita y penosa de la hiperinflación fueron los saqueos a comercios. Si bien en otros tiempos en el país ocurrieron saqueos (Rosario en 1969, Jujuy en 1945 en torno a la fecha histórica del 17 de octubre, algunos puntos de la ciudad de Buenos Aires como Avenida Corrientes y Canning -hoy Scalabrini Ortiz- en la década de 1930 con motivo de la crisis), ninguno de ellos fueron como en 1989 el eje central de una protesta que hizo ver la desesperación e impotencia de sectores poblacionales de bajos recursos que no podían comprar alimentos por el aumento desenfrenado de los mismos. Mayo fue el mes en que principalmente se registraron estos hechos. Primero, con manifestaciones frente a supermercados en Rosario, posteriormente cacerolazos en Córdoba, alcanzando plena repercusión pública cuando ocurrieron en el Gran Buenos Aires -San Miguel, General Sarmiento, entre otros partidos- y también en Tucumán, Mendoza y la Capital Federal. Alrededor de los saqueos y otros hechos violentos se tejieron distintas versiones acerca de si fueron acciones espontáneas o impulsadas por grupos (políticos, gremiales o de otra naturaleza) que tenían especial interés en fomentar el caos. En 2001, días antes de la caída del Gobierno de Fernando de la Rúa se reflotó la misma hipótesis. En ambos casos nunca se probó fehacientemente la instigación, lo que no significa que pueda haber existido. Ahora bien: repasando las filmaciones que cada tanto proyectan los medios de comunicación, se ve con nitidez que madres o padres, acompañados por sus niños, todos de condición humilde, ingresan a un comercio y salen con alimentos básicos. También se observan personas que salían con bebidas alcohólicas o con mobiliario del supermercado saqueado, pero fueron casos muy puntuales y claramente minoritarios. Como en todos los ámbitos (incluido el universitario) siempre hay espurios intereses que animan a una agrupación a fomentar hechos violentos, porque su razón de existencia pasa por desestabilizar y sacar provecho del conflicto. Pero una acción instigadora de estas características sólo tiene eco cuando hay una situación límite que no puede soportarse más.

Durante estos fatídicos meses, el país vio pasar a dos Presidentes del Banco Central (Machinea, quien estaba desde agosto de 1986, renunciando en abril de 1989 y luego Adolfo García Vázquez, quien ya había cumplido esa función entre diciembre de 1983 y febrero de 1985, renunciando días antes de que llegara Menem al Gobierno). También en esos meses hubo tres Ministros de Economía. Primero se fue Juan Sourrouille, en una suerte de golpe de timón del Presidente Alfonsín con el objeto de que la economía fuera manejada con la mirada de un político y no de un técnico. A Sourrouille lo sucedió alguien con el perfil buscado: Juan Carlos Pugliese, histórico dirigente de la UCR, ex Ministro de Economía durante la presidencia de Arturo U. Illia y Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación desde 1983. Nada pudo hacer porque evidentemente la situación era incontrolable. En esos días -durante una rueda de prensa- cuando se le preguntó por la escalada del dólar pese a su exhortación a quienes mantenían en estado de ebullición el mercado cambiario, para que reduzcan los niveles de compra, pronunció una frase que quedó grabada para los tiempos no sólo por la simpleza de sus términos sino también por lo sincera y directa que fue: “les hablé con el corazón y me respondieron con el bolsillo”. Pugliese finalmente renunció, siendo reemplazado por un por entonces joven economista radical de la Capital Federal y diputado nacional: Jesús Rodríguez. Esto fue en junio, cuando se registró una inflación del 114%. Todavía faltaba lo peor: el más alto índice de inflación de la historia argentina llegaría en junio con un 196, 6%”.

CAMINO A LA HIPERINFLACIÓN DE 1990. EL PLAN BONEX

“Ya triunfante Carlos Menem, varió su orientación en el discurso que había sostenido hasta ese momento. Donde se leía salariazo, revolución productiva y retorno al Peronismo originario de la soberanía política, independencia económica y justicia social, ahora debía leerse: de la crisis se sale con mercado y no con un Estado ocupándose como hasta el presente de funciones económicas y sociales; y en caso que el país volviera a crecer, la teoría del derrame haría que todos reciban lo que les corresponda de los frutos de ese crecimiento. Esta nueva postura ideológica significó además un alineamiento incondicional con EEUU (graficado por el Gobierno sin pudor con la desagradable frase de las “relaciones carnales”) y la entrega de la conducción económica a la multinacional argentina más importante en aquellos años: Bunge y Born. El país tuvo entre julio y diciembre de 1989 dos Ministros de Economía provenientes de ByB: Miguel Roig -vicepresidente ejecutivo de la empresa, que murió a los seis días de asumir- y Néstor Rapanelli, quien había sucedido a Roig en ByB. El Plan fue bautizado “BB” y consistía en acuerdos con las empresas formadoras de precios (lo más urgente para descomprimir la hiperinflación), un tipo de cambio único con el dólar cotizando a 650 australes, combinado con medidas que “caerían bien a los mercados”: la privatización de prácticamente todas las empresas públicas -mal llamada Reforma del Estado- y avanzar en la desregulación económica. En palabras de Mario Rapoport: “Se produjo una reorientación en la política económica pasando a favorecer a otros sectores del poder económico: el de los acreedores externos y de manera secundaria el de los exportadores. Los grandes contratistas del Estado también se beneficiarían participando de las privatizaciones”.

La hiperinflación se dio en el ámbito de un Gobierno debilitado, sin capacidad de respuestas, derrotado en las urnas y con un candidato ganador que irresponsablemente decía que estaba esperando un gesto de Raúl Alfonsín para adelantar la entrega del poder y así asumir la administración del país el partido triunfante, que tenía los equipos y las ideas para mejorar la grave situación. Conclusión: el problema era el Gobierno que tozudamente resiste irse antes, el Gobierno que “no supo, no quiso, no pudo”. El gesto del Presidente Alfonsín tuvo lugar el 12 de junio cuando anunció su renuncia anticipada a partir del 8 de julio, día en que asumió el Presidente Menem. Las leyes de Emergencia Económica y Reforma del Estado fueron aprobadas por un Congreso que pese a todavía no reflejar numéricamente los resultados electorales de mayo (los mandatos de la mitad de los diputados terminaban en diciembre), acompañó con voto positivo o dando quórum para permitir la sanción de las normas pedidas por Menem. A su vez, el empresariado veía con simpatía al nuevo Mandatario y particularmente a algunos de sus Ministros/Funcionarios: Domingo Felipe Cavallo como Canciller, María Julia Alsogaray como interventora/privatizadora de la empresa de teléfonos estatal ENTEL, su padre Álvaro -referente máximo de las ideas de libertad económica y Estado mínimo en Argentina- como asesor presidencial y Ricardo Zinn -el mismo que secundó a Celestino Rodrigo en aquel nefasto 1975- aportando sus “conocimientos” para llevar adelante el plan de privatizaciones, entre otros. Además, en el plano político, embanderado en un falso mensaje de reconciliación nacional y con el propósito de caer bien en sectores económicos poderosos, el Presidente extendió la impunidad que antes se impuso por la Ley de Obediencia Debida, ahora por Decreto de Indulto a los ex Comandantes de las Juntas Militares, al cerebro del plan económico de la Dictadura, José A. Martínez de Hoz, a represores como Camps y Suárez Mason y a personajes como Mario Firmenich o Rodolfo Galimberti de la organización Montoneros, caracterizada por sus métodos violentos de acción política en la década de 1970.

Evidentemente el capital del Gobierno era enorme, con el Radicalismo intentando acomodarse en el rol de oposición, sindicatos afines al Partido Justicialista e incluso importantes comunicadores de los medios que expresamente acompañaron las medidas adoptadas en materia económica y política. Sin embargo, paradójicamente, más allá de una momentánea desaceleración en el nivel de precios, la devaluación del austral -factor principal que potenciaba a la inflación- continuó sin detenerse. Igual que el Gobierno de Alfonsín, Menem apeló a encajes bancarios altos animado por dos motivos: la necesidad de financiar el déficit fiscal, que era preocupante aunque equivalía a la mitad del registrado en comienzos de la etapa democrática (14,5% del PBI); y como herramienta de política monetaria restrictiva, para evitar la expansión de dinero. Esto significó que, por ejemplo, de cada 1000 australes depositados en cuentas bancarias aproximadamente un 80/85% no pudiera ser prestado por las entidades. En verdad con este mecanismo el Estado se convirtió en el principal (y compulsivo) tomador de préstamos. Los encajes eran remunerados, de modo que el Banco Central les pagaba a los bancos por tener congelado un porcentaje tan alto de los depósitos. El país estaba fuera de los mercados internacionales con motivo de la moratoria dispuesta en abril de 1988 por Alfonsín, y por la gran cantidad de bonos emitidos a tasas altas tenía también agotada su capacidad de tomar deuda interna. Así transcurrió la segunda mitad de 1989. Hacia diciembre, el clima de incertidumbre y desconfianza se acentuaron. Los argumentos de quienes sostenían que en realidad Argentina no lograba salir del fenomenal descalabro cambiario, fiscal y de precios por los desaciertos del anterior Gobierno parecían desvanecerse. El Ministro Rapanelli era funcional a un modelo económico típicamente liberal, estaban vigentes las leyes de Emergencia y Privatizaciones, la relación entre Carlos Menem y George H.W. Bush (padre) pasaba de ser protocolar a una obsecuente amistad y se anunciaba el fin de la moratoria de abril de 1988, reanudando los pagos a los acreedores externos. Pese a todo, no retornaba la confianza a los mercados. Basta mencionar como ejemplo a la devaluación de la moneda que parecía no tener techo: el año 1989 había comenzado con un dólar cotizando entre 20 y 25 australes (recordemos que en 1985 un austral equivalía a U$S 0,80), llegó a los 400/500 australes en oportunidad del cambio de Gobierno y trepó hasta los 1950 australes en diciembre. El total anual de la depreciación de la moneda fue 8000% aproximadamente”.

EL FRACASO DEL PLAN BONEX

“Cuando avanzado diciembre de 1989 la presunción de que los ahorristas podían retirar masivamente sus depósitos se convirtió en una realidad de inminente concreción, Rapanelli se alejó del cargo siendo reemplazado por Antonio Erman González, contador riojano como el Presidente y ex colaborador suyo en funciones variadas de gobierno a nivel provincial y nacional. Es así que, con el Canciller Cavallo como autor en las sombras, empezó a pensarse en un plan que por un lado limitara el retiro de depósitos bancarios a plazo y por el otro concentrara en un solo título a la inmensa variedad de bonos en australes que habían sido emitidos en los últimos años. El bono pensado para esos fines fue el Bonex (Bonos Externos) que existía desde la década del 70, siempre en dólares y siempre honrado por el Estado, algo que lo hacía gozar de reputación en el mercado. Los depósitos bancarios, casi en su totalidad constituidos a tan sólo siete días (lo que revela el excesivo cortoplacismo con que se manejaban los inversores) serían devueltos en efectivo hasta la cifra de un millón de australes y el resto en Bonex. El monto involucrado en la operación rondó los U$S 3.000 millones. El plan despertó muchas críticas, principalmente porque se veía afectado el derecho de propiedad al impedírsele a los ahorristas retirar en dinero el capital más los intereses de sus ahorros depositados en una entidad financiera. A partir de que -ya emitidos los Bonex- los ahorristas comenzaron a recibirlos, la inmensa mayoría (gente de clase media) salió a venderlos. Sabido es que en estos casos existe un valor nominal (expresado en la lámina del bono) y un valor real (el que efectivamente tiene si su tenedor lo vende en el mercado). Hacia abril de 1990, el valor real de los Bonex era de entre 25/30% de su valor nominal. Esos ahorristas prefirieron desprenderse de los Bonex con la ilusión de al menos rescatar una cuarta parte de sus ahorros, perdiendo las tres cuartas partes restantes. Una minoría, con alta capacidad económica pudo esperar; sea porque también habían cobrado en Bonex o porque compraron a bajísimo precio los Bonex vendidos con desesperación por los ahorristas de menores ingresos. Esta minoría no sólo pudo sino que supo esperar pues suelen manejar información que no está al alcance de quienes desconocen los vaivenes del mercado. En el último trimestre de 1990, lo que antes cotizaba un 25/30% promedio, ahora se situaba entre 70 y 80%. Esto significa: una rentabilidad en dólares de aproximadamente 200%. Algo que en un país estable lleva décadas, aquí se conseguía en tan sólo 6 meses.

Otra crítica fue el haber utilizado un Decreto de Necesidad y Urgencia, que dio lugar a innumerables acciones judiciales. Uno de esos casos llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El actor era Luis Peralta, quien había constituido un plazo fijo a 7 días en un banco con vencimiento el 3 de enero de 1990. En primera instancia Peralta perdió. Apelado el fallo, la Cámara Federal en lo Contencioso Administrativo declaró la inconstitucionalidad del Decreto haciendo lugar a la demanda entablada por Peralta. Llegado el caso por la vía extraordinaria a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en una muy polémica decisión adoptada por la que en esos tiempos se denominó “Corte con mayoría automática menemista”, dejó sin efecto la sentencia de Cámara y rechazó la demanda de Peralta. La Corte se pronunció por la constitucionalidad de la medida mediante un controvertido argumento: si el Congreso no había adoptado decisiones diferentes, entonces convalidaba el decreto dictado por el Poder Ejecutivo en estado de emergencia (la denominada convalidación ficta). Agregó el máximo Tribunal que no se estaba privando a los particulares de los beneficios patrimoniales reconocidos legítimamente, ni se les negaba su propiedad sino que sólo se limitaba temporalmente la percepción de esos beneficios o restringía el uso que pueda hacerse de esa propiedad basándose en la emergencia, siempre que las decisiones adoptadas sean razonables y limitadas en el tiempo. Sin perjuicio de la mirada crítica -que se comparte- sobre la violación de derechos constitucionales que trajo aparejado este Plan, puede ser comprensible (con criterio muy restrictivo) que cuando se toman decisiones vinculadas con temas bancarios o monetarios -materias por demás sensibles- es algo impracticable enviar un proyecto al Congreso. Si así fuera, al tomar estado público con anticipación el contenido de las medidas, podría terminar haciéndole perder efectividad.

Algo similar ocurrió con la creación del Austral y la instrumentación del desagio en 1985, que fueron puestos en vigencia por Decreto y posteriormente convalidados por el Parlamento Nacional; aunque sin lugar a dudas que el Plan Bonex fue mucho más allá. Años después, el vulgarmente llamado “corralito” primero y “corralón” después superarían holgadamente en afectación patrimonial de los ahorristas a todo lo conocido. Lo que quiso evitarse con el Plan Bonex -sin éxito y con un altísimo costo- fue el empeoramiento de una situación que ya era caótica. En primer lugar, como se señaló antes, más del 80% de los depósitos estaba inmovilizado bajo la figura del encaje. Por consiguiente: ese dinero no estaba disponible en los tesoros de los bancos o del mismo Banco Central por si eventualmente debían ser devueltos. En segundo lugar, liberar al mercado una cantidad tan importante de australes en un contexto de fuerte inestabilidad, causaría el efecto de una megadevaluación, que podía colocar al país a las puertas de una nueva hiperinflación. La espiral inflacionaria descontrolada reapareció, pero ahora en un Gobierno con orientación ideológica diferente al anterior. Enero y febrero de 1990 fueron meses que registraron índices de 79,2 y 61,6 % respectivamente. En febrero de 1990 el mercado cambiario se vio nuevamente alterado por las excepciones para el retiro en efectivo de los depósitos alcanzados por el Plan Bonex, que provocaron una expansión monetaria descomunal y se reflejaron en la cotización del dólar libre, que llegó a 6000 australes. En marzo de 1990 los precios subieron el 95,5%, reeditándose los saqueos a supermercados aunque en menor dimensión que el año anterior. Habíamos llegado a la segunda hiperinflación. Por esos días se implementó un recorte fiscal drástico: prohibición de financiamiento del Tesoro Nacional por el BCRA, cese de la operatoria minorista del Banco Hipotecario, eliminación de secretarías y subsecretarías del Gobierno Nacional, jubilaciones anticipadas del personal estatal, congelamiento de vacantes en la Administración Pública, entre otras medidas que “infundieron credibilidad” como toda política de ajuste, que siempre cae bien en los mercados. Así, desde abril de 1990 a enero de 1991 se transitó por un sendero de relativa estabilidad. El valor del dólar permaneció quieto, en torno a los 5000 australes y el índice de precios al consumidor aumentó entre el 11 y el 16% mensual, cayendo en el último trimestre de 1990 a un dígito mensual”.

(*) Marcelo A. Krikorian (profesor ordinario adjunto de Economía Política de la Facultad de Ciencias Jurídicas y sociales de la UNLP) titulado “La hiperinflación de 1989/90: Aportes y reflexiones sobre un episodio que marcó la historia argentina” (2002).

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