Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del 30 de noviembre, La Nación publicó un artículo de Loris Zanatta titulado “Resistencia”, una palabra amenazante ajena a la democracia”. Escribió el historiador italiano:

“Desde las Madres de Plaza de Mayo hasta los intelectuales progresistas, desde la prensa kirchnerista hasta los sindicalistas más combativos, desde los curas villeros hasta los movimientos sociales, desde los amigos venezolanos hasta los eternos cheguevaras europeos, se alza un coro unánime: ¡resistencia! Javier Milei todavía no asumió en la Casa Rosada y ya quieren desalojarlo. Si fuera por ellos, supongo, ni siquiera tendría que tomar posesión. “Resistencia” es una palabra ampulosa y densa de historia, debe utilizarse con precaución: su uso no es indiferente ni inocente. En Europa evoca la resistencia partisana contra el nazifascismo, es una gran palabra. En la Argentina evoca la resistencia del peronismo a los regímenes que lo proscribieron y es más ambigua. Claro: proscribirlo fue antidemocrático, pero tampoco había sido democrático su gobierno. Con estos precedentes, no conviene erigirse en adalid de la democracia (…) La palabra “resistencia” suena amenazante, ajena a la más elemental gramática democrática, cuya premisa básica es la legitimación mutua de gobierno y oposición. Si se impone la “resistencia” contra Milei, ¿debemos deducir que no lo consideran un presidente legítimo? ¿Por qué? Que invoquen la defensa de la democracia como base de una actitud tan antidemocrática enturbia aún más las aguas, confunde aún más el pensamiento: ¿qué democracia tienen en mente? (…)

¿Qué implica esto? Está claro: que Milei hoy como Macri ayer y varios otros antes son para ellos el equivalente de un invasor extranjero. Sus votantes son a sus ojos antinacionales y antipopulares, su gobierno será por tanto un gobierno “colonial”. ¿Cómo, entonces, no “resistir”? No es casualidad que el eslogan peronista en la campaña electoral fuera “en defensa de la patria” (…) ¿Defensa contra quién, contra qué, por qué? ¿Qué peligro corre “la patria”? Antaño habrían invocado el “ser nacional”. Hoy es aún peor, creen defender así la “democracia”, se creen sus amos, sus monopolistas, los únicos con derecho a gobernarla. ¿Será democrático? El problema es que la noción peronista de democracia nunca ha sido la del constitucionalismo liberal. Cuántos ideólogos peronistas para explicarnos que, más que las urnas, cuenta la “participación”; más que los individuos, las “comunidades”; más que el parlamento, la “plaza”; más que los partidos, los “movimientos”; más que la constitución, el “pueblo”. Su pueblo, por supuesto, erigido en todo el pueblo, en el único pueblo verdadero, en guardián de quién sabe qué “esencia” de la nacionalidad. Pero ¿en qué mundo viven? ¿En qué época? ¿No ven que, si alguna vez lo hubo, ese pueblo es minoría? ¿Que lo que queda es exiguo, agotado, empobrecido, rabioso? ¿Que la mayoría votó a Milei ajena al “pensamiento nacional” como a la “cultura popular” de la que se creen guardianes? ¡Harían bien en reflexionar sobre el pueblo real, en lugar de anunciar la “resistencia” del pueblo mítico!

En este artículo queda condensado el drama argentino. En un mismo territorio conviven dos Argentinas que se aborrecen, que no se toleran, que se odian visceralmente. Para los peronistas la voluntad de Perón era omnímoda. Lo que el líder ordenaba debía cumplirse sin chistar. Punto. Quien no lo hacía era considerado un “contrera”, un “vendepatria”, un “cipayo”; un “gorila”, en suma. Para los peronistas Perón era la Nación Argentina misma. Es por ello que la Revolución Libertadora fue considerada por los peronistas como un ataque propinado por la otra Argentina contra la Argentina verdadera, la Argentina nacional y popular. Los peronistas decidieron resistir al gobierno invasor. Lo hicieron durante dos décadas. Finalmente, Perón retornó a la Casa Rosada en 1973. Diez años más tarde Raúl Alfonsín derrotó en las urnas a Italo Lúder. Para los peronistas significó un nuevo triunfo de la otra Argentina, de los “cipayos”, de los “gorilas”. Había, por ende, que resistir, tal como lo hicieron entre 1955 y 1973. La historia se repitió con los gobiernos de Fernando de la Rúa y Mauricio Macri.

Para los peronistas todo gobierno que no es peronista es enemigo de la patria. Así de simple. Así de dramático. Para los peronistas el presidente que no es peronista es ilegítimo precisamente porque no es peronista. No importa si ese presidente fue elegido por el voto popular. Para los peronistas el voto “cipayo” es tan ilegítimo como el golpe de estado que derrocó a Perón en septiembre de 1955. Ello explica por qué los peronistas siempre resistirán a los gobiernos que no son peronistas. Javier Milei es hoy presidente de la nación. Para los peronistas es un enemigo. En consecuencia, el libertario no tendrá un día de paz.

A continuación paso a transcribir partes de un ensayo de Rocío Otero (docente de la UBA y de la UMET) titulado “Resistencia peronista en los orígenes de Montoneros” (Travesía-San Miguel de Tucumán-2019).

INTRODUCCIÓN

“En los albores de la década del setenta tuvo lugar en la Argentina el agotamiento final de la dictadura que al mando de Juan Carlos Onganía se había instalado en el poder desde 1966, conocida como “Revolución Argentina”. Dicho agotamiento respondió en buena medida a la eclosión de un estado de rebeldía generalizada y contestación política que incluyó importantes puebladas, como el emblemático “Cordobazo”, y el surgimiento de nuevos grupos y actores políticos, entre ellos, organizaciones armadas de distinta afiliación ideológica que plantearon la lucha armada como método. Una década y media antes, el 16 de septiembre de 1955, había sido derrocado el presidente democráticamente elegido, Juan Domingo Perón, tras nueve años de ejercicio de la presidencia, mediante un golpe de estado conocido como “Revolución Libertadora”. Una serie de acontecimientos de inusitada violencia política rodearon el derrocamiento de Perón. El 16 de junio de 1955, con el objetivo manifiesto de asesinar al presidente, aviones de la Marina descargaron durante varias horas explosivos en la Plaza de Mayo, ubicada frente a la Casa de Gobierno, y en zonas aledañas a la Capital Federal. Aunque Perón no fue asesinado ni derrocado y la sublevación fue controlada por los sectores del Ejército leales al gobierno, los bombardeos dejaron un saldo aproximado de 400 muertos y 3000 heridos. Los episodios, que pasaron a la memoria como “los bombardeos a la Plaza de Mayo”, trazaron un surco profundo en la memoria de los peronistas, muchos de los cuales aún hoy conservan imágenes del horror. Tal como sostienen las investigaciones sobre el tema, esos acontecimientos instalaron un clima de miedo y terror. Según el historiador Robert Potash, “produjo una oleada de estupor que barrió con todo el sistema político argentino”.

Tres meses después, Perón fue finalmente derrocado y se instaló en el gobierno una dictadura de fuerte tinte represivo. Afirma la investigadora Elvira Arnoux que los bombardeos a la Plaza de Mayo conformaron el primer hito de una memoria militante de la posterior resistencia peronista, que se nutrió del horror y que comenzó a construirse inmediatamente luego de los acontecimientos. Desde ese momento y hasta 1973, Perón permaneció exiliado y proscripto de la vida política argentina. También fue prohibido por decreto el partido y los símbolos del movimiento político por él fundado, como parte de una violencia simbólica contra el peronismo, que intentó demonizarlo y soterrarlo de la memoria colectiva, con el contrario y paradójico efecto de estimular formas novedosas de identificación y resistencia anti-dictatorial. Al iniciarse la década del setenta, el reclamo por el retorno de Perón, constante desde 1955 entre sus seguidores, se revitalizó y masificó de la mano del ascenso de una nueva generación de jóvenes que realizaban su inicio a la vida política en un contexto de sostenido autoritarismo y debilidad institucional, y que habían sido criados en un país en el cual el “hecho peronista” constituía uno de los más importantes (sino el más importante) clivaje político. El exilio de Perón y otra serie de acontecimientos vinculados a la violencia antiperonista (como el robo y desaparición del cadáver embalsamado de su esposa, Eva duarte), habían tenido el efecto de magnificar las memorias sobre el peronismo a los ojos de las nuevas generaciones, socializadas en dictaduras o en democracias débiles y restringidas, que en ningún caso llegaron a completar sus mandatos.

En este marco local, y con el influjo de la Revolución Cubana a nivel regional, el rol histórico del peronismo en la revolución social que se percibía como inminente, se constituyó en uno de los interrogantes más generalizados en los inicios de la década. El desgaste creciente de la “Revolución Argentina”, en buena medida precipitado por el accionar de los grupos guerrilleros, condujo a la designación del General Roberto Marcelo Levingston en reemplazo de Onganía en junio de 1970. Al año siguiente, Levingston fue reemplazado por el General Alejandro Agustín Lanusse. Tras ser designado, y ante el delicado clima político, Lanusse lanzó una convocatoria a las distintas fuerzas políticas para iniciar una transición democrática, proceso que se conoció como el Gran Acuerdo Nacional. Esa transición institucional incluyó maniobras burocráticas para impedir que Perón fuera el candidato de un peronismo que volvió a participar de la contienda electoral tras dieciocho años de prohibición casi ininterrumpida. Dicha transición se puso en marcha a fines de 1972 y se concretó el 25 de mayo de 1973 con la asunción como presidente del candidato del peronismo y hombre de confianza de Perón, Héctor José Cámpora, tras una contundente victoria electoral. Este es el contexto en el cual se produjo el surgimiento y la consolidación de Montoneros como organización político-militar.

LOS MITOS DE LA RESISTENCIA PERONISTA

En los términos del historiador inglés Daniel James, tras el golpe de septiembre de 1955 estalló un “sentimiento de rebelión en estado embrionario”, que dio lugar a la Resistencia Peronista: una oposición de las bases peronistas a la dictadura que derrocó a Perón, fundamentalmente espontánea, instintiva, confusa y acéfala, que incluyó sabotajes, colocación de bombas caseras, acciones de propaganda, tomas de fábricas, sublevaciones e incluso la instalación de un foco guerrillero rural. Se trató de grupos irregulares de personas agrupadas, con un fin específico y acotado, e incluso de individuos que encaraban acciones reivindicativas por cuenta propia. Según Ernesto Salas se trató de una resistencia cultural construida de manera compleja, que transmitió significados a través de una red de estructuras informales de organización y comunicación, formada por los comandos de la Resistencia, las comisiones de fábricas y las organizaciones juveniles, que contaban con espacios seguros como los barrios, los clubes, las fábricas, las casas, las cárceles, los estadios de fútbol, por mencionar algunos.

El empleo de la noción de Resistencia Peronista es ambiguo en la historiografía dedicada al tema. Algunas investigaciones la acotan al período 1955-1958 (Balvi, 2007). Otras, la extienden hasta el año 1973, cuando se concretó lo que fue durante años el elemento aglutinante del peronismo: el reclamo por el regreso de Perón al país (Garulli, 2000). En este artículo, se asume la delimitación propuesta por Samuel Amaral (1993), para quien dicha experiencia se prolongó hasta 1960, momento en el que los grupos de la Resistencia perdieron incidencia, muchos militantes se retiraron de la política y los sindicatos peronistas se integraron institucionalmente. Diversos grupos armados surgidos en la década del setenta postularon una continuidad histórica con dichas experiencias. Tomar como un hecho historiográfico dicha autodefinición implicaría incluirlos dentro de una misma familia histórica y como parte de una misma experiencia militante. Si bien es cierto que existió una cantidad de actores que transmitieron la experiencia de la Resistencia Peronista a la joven generación del setenta, cabe señalar que resulta imprescindible un ejercicio de vigilancia epistemológica que permita distinguir la conceptualización “nativa”-esto es, aquella construida por los propios actores-de las posibles historizaciones y ejercicios interpretativos, y que distinga las generaciones políticas en juego. El presente artículo puede, en parte, contribuir a dicho ejercicio.

El más importante de los comandos de la Resistencia Peronista fue el comando Nacional Peronista, que aglutinó a diversos grupos en distintos puntos del país y cuyo líder fue John William Cooke (1919-1968). Cooke había sido diputado por el peronismo durante el gobierno de Perón y fue una figura central del proceso de transformación y radicalización del peronismo y de los planteos insurreccionales posteriores a 1955 (Goldar, 1958; Gillespie, 1989). Al partir al exilio, Perón lo designó como su delegado personal en el país, y mantuvo con él una correspondencia personal entre 1956 y 1966 que se volvió luego una pieza central en la construcción mitológica de la Resistencia. Mito, leyenda, folklore. Son los términos que alternativamente utilizan los especialistas para dar cuenta de la existencias de representaciones sobre la Resistencia Peronista que fueron transmitidas a las generaciones posteriores y que proveyeron conceptualizaciones nuevas respecto de los actores políticos, un panteón de héroes y un universo de acontecimientos emblemáticos mediante los cuales encadenar un relato coherente sobre la lucha peronista, sus métodos, sus motivos y sus mártires, luego de 1955.

Tres son los episodios más insistentemente evocados. En primer lugar, los fusilamientos ocurridos en junio de 1956, tras una fallida sublevación contra el gobierno de la Revolución Libertadora, liderada por Juan José Valle. El escritor Rodolfo Walsh-quien una década y media después se sumará a la organización Montoneros-realizó un aporte que resultó fundamental en la construcción de una memoria sobre esos episodios, con su obra “Operación Masacre, un proceso que no ha sido clausurado”, en donde narraban los fusilamientos a partir del testimonio de algunos sobrevivientes, inaugurando así una perdurable tradición narrativa que basa su legitimidad en la mirada del testigo. Allí se denunciaba la ilegalidad de la metodología represiva, colaborando, en términos de Germán Gil, con la construcción de “una percepción del andamiaje represivo”. Aunque Valle fue progresivamente enaltecido como un líder y un mártir, el levantamiento no contó con el beneplácito de Perón ni fue realizado en su nombre (Lanusse, 2009). Un año después tuvo lugar la primera marcha del silencio en homenaje a las víctimas de esos episodios. Esas conmemoraciones, señala Omar Acha, fueron “un importante ámbito de aprendizaje de valores, sentidos y afectos para los recién llegados”.

En segundo lugar, la toma por parte de 9.000 trabajadores del Frigorífico Lisandro de la Torre el 14 de enero de 1959, en oposición a la venta del mismo a la corporación Argentina de Productores de Carne. La planta fue intervenida por las fuerzas de seguridad, lo que desencadenó una huelga general y un paro por tiempo indeterminado (Salas, 2006). Estos episodios colaboraron en la construcción de imágenes sobre el sistema represivo imperante y de arquetipos de lucha sindical de signo combativo.

En tercer lugar, la experiencia de la guerrilla rural Uturuncos a fines de 1959. Bajo la dirección de Manuel Mena y respondiendo al liderazgo de Cooke, entre octubre de 1959 y junio de 1960, se instaló un foco guerrillero en la provincia de Tucumán, al norte de la Argentina. La experiencia no prosperó y fue reprimida, pero sembró mojones para la construcción de un imaginario respecto de la lucha guerrillera (Salas, 2006).

Según Ernesto Salas, desde el punto de vista de quienes sufrieron represión y exclusión, la llamada “primera Resistencia”, o sea la que se desarrolló entre 1955 y 1960, dejó una huella que se transformó e integró en la tradición combativa de la década siguiente. Cuando en 1960 esas formas de Resistencia fueron desarticuladas “muchos de sus componentes simbólicos se transformaron en experiencia, tradición y memoria viva en los barrios obreros y en las fábricas, aunque luego ellas fueron diversamente interpretadas por las variadas coloraciones ideológicas del peronismo” (Salas, 2006). La violencia antiperonista, emblematizada en los bombardeos a la Plaza de Mayo y en los fusilamientos de 1956, estimuló la emergencia de figuras como las de “víctima” y “testigo”. Pero éstas se combinaron con arquetipos de militancia juvenil, sindical y guerrillera, produciendo un cúmulo de memorias, representaciones sobre el pasado, que fueron transmitidas y resignificadas por las generaciones siguientes.

Si bien las representaciones sobre la Resistencia se relacionan con acontecimientos históricos ocurridos en un tiempo y lugar determinados, analizarlos en su condición de memoria implica atender, no tanto a los hechos, como a sus secuelas en la memoria. Como sostuvo Pierre Nora, la memoria se opone a la historia; mientras que la última es una reconstrucción, aunque siempre problemática, de los acontecimientos pasados, una representación construida mediante operaciones intelectuales, análisis y discursos; la memoria consiste en un fenómeno “vivo”, encarnado en grupos, en evolución permanente, sujeta a la dinámica del recuerdo y el olvido. La memoria, para Nora, “es inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, capaz de largas latencias y repentinas revitalizaciones”, que “se nutre de recuerdos borrosos, empalmados, globales o flotantes, particulares o simbólicos” y por ello, “es siempre sospechosa para la historia”. De acuerdo a esta definición, la memoria social es susceptible de análisis e historización y, por ello, tiene estrechas afinidades estructurales con la noción de mito, en tanto, para su análisis, no importa la distancia entre sus contenidos y la realidad, como “la realidad de los contenidos” (Neiburg, 1998). En este sentido, este artículo pone en juego una noción de mito apuntada a designar, precisamente, narraciones imaginarias sobre la naturaleza del peronismo, su origen, sus líderes y sus actores, construidas, transmitidas y resignificadas en contextos específicos, de los que son expresión”.

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