Por Italo Pallotti.-

Cuando los argentinos posamos la mirada sobre nuestro destino personal y colectivo es posible que nos encontremos en un laberinto del cual nos parece tan difícil salir. Los tiempos nos han llevado de un modo casi inconsciente, por el fárrago de situaciones que hemos vivido en las últimas décadas, a no poder explicarnos demasiado el punto al que hemos arribado; como el de estar viviendo una de las crisis más dolorosa y angustiante. En cuanto a lo primero por una debacle económica casi sin antecedentes, y en lo segundo por una escalada de violencia que como un vicio o una forma de virus se ha ido inoculando en el cuerpo social del país. Y la pregunta que nos hacemos, porqué nos pasa lo que nos pasa. ¿Por qué ese verdadero tendal de almas y cuerpos en toda la geografía? En lo primero porque el daño a la esperanza, a la voluntad y a los sentimientos nos han deteriorado de modo superlativo; y lo segundo por la cantidad de personas que han perdido la vida en manos de la delincuencia, como lo más trágico. Y además, por malas políticas de los gobiernos, las pérdidas de vidas por pésimos programas de seguridad, salud, vivienda y asistencia a los más débiles, también han dejado un saldo penoso y condenable. Los referidos gobernantes no han atinado a nada, casi desde siempre, y sobre todo de la mano de la Democracia que los catapultó sin miramientos a destrozar todo lo racional, para introducirnos en una especie de maleza en donde la incertidumbre y la falta de horizontes atascaron toda posibilidad de progreso y bienestar. Detrás de una llamada grieta o ruptura de la convivencia fraternal entre pares de una misma nación, nadie se ha preocupado en dar respuesta a este verdadero flagelo qué, como he afirmado tantas veces, nació allá por los años cuarenta, al menos con una virulencia inusitada en la historia moderna, para llegar a manera de una metástasis hasta nuestros días. Todos los que de un modo u otro se ufanan de manejar la cosa pública están esperando, casi como en estado de éxtasis, el festejo de los 40 años de la que llaman “nueva Democracia”. Una carga de cinismo e hipocresía pocas veces vista. La violencia y la inseguridad que se extiende por estos días en todo el territorio, la pobreza, la marginación, el narcotráfico en grandes sectores populares y la miseria estructural están siendo el caldo de cultivo de hechos qué, por su trascendencia, llenan de estupor y vergüenza a toda la civilidad.

Hoy, todo contrasta con el silencio. Un agravio que abruma, desgarra y molesta en grado extremo. Como que todo fuera parte de la normalidad. Un crimen se lleva una vida; y esa vida parece calificarse ante la opinión pública por el “ruido” que provoca. El Estado calla. Juegan con fuego. O bien lo atiende con un mensajito tribunero. Presupuestos escandalosos destinados a la nada. Declaraciones provocativas en el mismo sentido. Mientras todo parece encaminado a crear el caos. El grito y el llanto de la gente; la tristeza y un estado de resignación ante las tragedias, parecen no alcanzarles para reaccionar. Porque están, todos, o casi todos (por las dudas) en ver de qué manera se reparten el poder. Porque una vez que manejan esa máquina de crear salvajadas caen en la misma variable. Mofarse de la gente. Trenzar alianzas, hasta por momentos escandalosas, generadoras de promesas y planes que se sabe serán incumplidos. El maltrato al que hemos sido sometidos está en tiempo, creo, de decir basta! Es hora de despertar. Dependerá de cada uno, y seguramente por largo tiempo, por desgracia, no darse por vencidos ante tanta ignominia y falsedad. Somos más! De tan grosero y vomitivo cada acto de corrupción cada día es para el cuadro más lastimoso que uno pudo imaginar. El “Chocolate” e Insaurralde son apenas piscas de un modo de ejercer poder tan infame, despreciable y degradante cuya calificación no encuentra palabras. Honorato de Balzac diría “un imbécil que no tiene más que una idea en la cabeza es más fuerte que un hombre de talento que tiene millares”. ¡Al trabajo, Sres. Jueces! ¿O no, todavía?

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