Por Hernán Andrés Kruse.-

El 30 de mayo se conmemora el centésimo quincuagésimo aniversario del nacimiento de uno de los filósofos italianos más destacados del siglo XX. Giovanni Gentile nació el 30 de mayo de 1875 en Castelvetrano (Sicilia). A partir de 1906 se dedicó a la docencia universitaria. Fue profesor de historia de filosofía en Palermo (1906-1014) y en Pisa (1914-1917). En Roma, además de interesarse en la política, desarrolló un idealismo actualista que tenía por objeto superar dialécticamente todas las oposiciones sin suprimirlas. Lo que proponía Gentile era una “dialéctica del pensamiento pensante”.

Entre 1922 y 1924 (auge del fascismo) fue ministro de Instrucción Pública. Fue autor de la relevante reforma educativa, netamente elitista, que lleva su nombre. En 1925 fundó el Instituto Fascista de Cultura, ejerciendo su presidencia hasta 1937. Ese mismo año también fundó el Instituto Giovanni Trecanni, antecesor del Instituto de la Enciclopedia Italiana. En 1932 publicó en la Enciclopedia Italiana el artículo “Fascismo”, atribuido al propio Mussolini. Al año siguiente se hizo con el control de la Editorial Sansoni. En diciembre de 1933, durante la jornada inaugural del Instituto Italiano de  Oriente Medio y Extremo Oriente,  se mostró contrario a las teorías racistas enarboladas por el nacionalsocialismo. Permaneció fiel a don Benito luego de la creación de la República Social Italiana. El 15 de abril de 1944 fue asesinado por dos miembros de la organización partisana comunista “Gruppi di Azione Patriottica (fuente: Wikipedia, la enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Alfonso Zúnica García titulado “La conferencia de Giovanni Gentile “El concepto de historia de la filosofía. Introducción y traducción” (Anales del Seminario de Historia de la filosofía-2021). Su propósito es contribuir a la difusión, en la filosofía de habla española, de las ideas del neohegelianismo italiano y, especialmente, del pensamiento del más relevante ideólogo del totalitarismo mussoliniano. Para ello, luego de exponer algunas observaciones sobre el contenido de dicha conferencia (tenida el 10 de enero de 1907 en la Universidad de Palermo), transcribe su contenido.

EL CONCEPTO DE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

I-“Todos los libros y todos los cursos de historia de la filosofía se abren con una exposición acerca del método y una discusión sobre el concepto de historia. Signo evidente de que aún no se ha llegado a poseer una definición ni del método ni del concepto tan clara y precisa que valga como perentoria y apta a conciliar las opiniones opuestas. Sin embargo, me parece que el largo debate, que dura ya desde hace siglos, en torno a la naturaleza de la historia de la filosofía, no ha encontrado hasta ahora tal conclusión porque no podía encontrarla; y es que no ha sido jamás cerrado debate alguno que versase sobre una cuestión mal planteada. De hecho, la causa de las mayores controversias en torno a la cuestión sobre la que hemos empezado a discurrir ha sido ésta: que se ha intentado llegar a un acuerdo sobre la naturaleza de la historia de la filosofía, sin antes ponerse de acuerdo sobre el concepto de historia y el concepto de filosofía.

Observación no peregrina, sin duda, ya que no es una novedad de nuestro tiempo, por ejemplo, el reprochar a Hegel y al mismo Fischer la tendencia constructiva de sus historias como un efecto necesario de su concepto de filosofía. Sin embargo, es igualmente un hecho que, a pesar de estas y otras observaciones parecidas, nadie se ha preocupado en sacar la conclusión lógica, que es ésta: puesto que la historia de la filosofía es entendida en modo distinto según la distinta concepción que se tiene de la filosofía, no se debe discutir sobre la historia de la filosofía, si antes no se está de acuerdo sobre la filosofía. O, si se considera que este acuerdo no es posible, hay que dejar de debatir sobre la naturaleza de la historia de la filosofía, y decir secamente: dado mi modo de concebir la filosofía, tengo también mi modo de entender la historia de la filosofía.

Esta consecuencia, aunque obvia, nunca ha sido explicitada y quizás ni siquiera pensada. Ni se ha tenido la preocupación de fijar un concepto racional de la historia en general, en el que todos pudiesen estar de acuerdo. Y por eso, se ha seguido y se sigue oponiendo el método filosófico al filológico y viceversa. Y, del mismo modo, se ha seguido y se siguen oponiendo uno contra otro todos los principios antagonistas de historiografía filosófica: el esquematismo lógico de los principios sistemáticos contra la plena historicidad de las circunstancias sociales y biográficas, que ofrecieron a los principios de cada sistema la materia que organizar y vivificar; la racionalidad del proceso histórico contra la contingencia de las inspiraciones y de las causas que obraron sobre las mentes de los filósofos; la finalidad de la razón en la serie de las filosofía contra el determinismo de los sistemas considerados singularmente; la manera subjetivista de reconstruir y juzgar el proceso histórico-filosófico a la luz de un sistema propio contra el método de prescindir de cualquier concepción particular para poder representar pragmáticamente los sistemas en sí mismos, y juzgarlos, a lo sumo, según el criterio de su coherencia interna.

Lo que quiero decir es que, al final, cada uno mantiene su propia opinión, y que, para cada uno, los historiadores quedan divididos en dos bandos, el de los elegidos y el de los réprobos: el de los verdaderos historiadores y el de los falsos historiadores de la filosofía; y todas las historias quedan divididas en dos grupos, el de las historias útiles y el de las historias que habría que quemar. E insisto, para todos, porque cada uno paga con la misma moneda el desprecio ajeno; como sucede en todos los lugares donde los hombres están divididos por doctrinas adversas, ambas igualmente verdaderas y ambas igualmente falsas, porque unilaterales, como se suele decir, o abstractas. Las discordias entre los historiadores de la filosofía derivan precisamente de la insuficiente elaboración de los conceptos de filosofía y de historia, los cuales están en la base del concepto de historia de la filosofía. En verdad, si esos conceptos hubiesen sido suficientemente discutidos y rectificados en vista de las necesidades de una historia de la filosofía, pienso que tales discordias habrían sido conciliadas en una concepción superior, en la cual todas las exigencias opuestas habrían sido satisfechas racionalmente.

Conciliadas, me refiero, idealmente; porque no seré yo quien pretenda exponer un concepto tan convincente y perentorio de historia de la filosofía y de su método, que atraiga de facto las mentes de todos los historiadores. Tales conciliaciones no existen en el mundo de la filosofía: lo definitivo, lo absolutamente definitivo, acaba siempre poniéndose en cuestión y conviven al mismo tiempo –si se me concede la paradójica expresión– los vivos y los muertos. De todos modos, filosóficamente una controversia queda cerrada cuando se tiene una solución que contiene en sí todas las soluciones parciales que en sí mismas, abstractamente, son contrarias entre ellas y de cuya oposición se nutre la controversia.

Comenzando nuestra exposición, tenemos el orgullo de traeros criterios y métodos que no rechazan ningún criterio, ningún método que pueda, de alguna manera, dar razón de sí mismo. No es que queramos ser eclécticos, sino que proponemos tal concepto de historia y tal concepto de filosofía, que son capaces de justificar los más diversos conceptos de historia de la filosofía, unificándolos en un concepto más comprensivo y concreto. Y asumimos que este concepto debe ser considerado el único concepto posible de historia de la filosofía; de modo que ninguna historia de la filosofía digna de este nombre haya existido o jamás pueda existir sin corresponder de alguna manera, más o menos imperfectamente, a la imagen ideal que iremos pintando de nuestra historia, mientras indagamos su naturaleza.

Nuestra historia no debe ser sólo nuestra historia, sino la historia. Nuestro concepto de historia de la filosofía debe ser, si bien con mayor o menor energía, el concepto dominante en toda historia de la filosofía. Y es que yo nunca me he dado por satisfecho con la opinión de esos lógicos postkantianos que, sosteniendo que el espíritu tiene normas ideales, y sólo ideales, pero no reales, y que las leyes de la naturaleza son ideas que son realidades, contraponen los conceptos naturales a los conceptos del espíritu. Al contrario, siempre he tenido por verdadera la doctrina opuesta, a saber, que para el filósofo deben ser tan reales, y lo son, las leyes del espíritu, como reales son para el naturalista las leyes de la naturaleza. Es más, considero que falsa norma (falsa moral, falso derecho, falsa metodología) es aquella que no es la norma real, actual, viva en la vida real y actual de la actividad de la que tiene que ser norma. Y consideraría falso concepto de historia de la filosofía aquel que no pudiese verse realizado de alguna manera en todas y cada una de las historias como ley secreta e inspiradora de toda actividad histórico-filosófica”.

II-“Quien hace historia de la filosofía debe saber qué es la filosofía, cuya historia quiere hacer. Debe saberlo de modo que haya determinado un concepto único. No es posible pensar que existen varios conceptos distintos de filosofía y escribir una historia de la filosofía. Y es que, dados varios conceptos entre ellos distintos, se dan varias realidades, varias filosofías entre ellas distintas; y la historia de una de ellas excluirá la historia de cualquier otra. Si por filosofía se entendiese, pongamos, tanto la política, en el sentido antiguo, como la geometría, así como los antiguos la entendieron, es claro que la historia de la filosofía en cuanto política no podría ser la historia de la filosofía en cuanto geometría y viceversa. Las dos historias podrían estar contenidas materialmente en el mismo libro, pero no dejarían de ser dos historias, no dejaría cada una de excluir a la otra. Independientemente del modo en que se conciba la filosofía y del concepto que se tenga de historia, jamás será posible filosofía que no sea una filosofía, ni historia que no sea de una filosofía.

Ahora bien, a menudo se concede que es posible admitir varios y dispares conceptos de filosofía; es más, a veces se exige, basándose en cierta doctrina de tolerancia filosófica, análoga a la que se defiende y parcialmente se mantiene en materia religiosa. Pero en realidad ni sucede ni puede suceder que se escriban historias de la filosofía bajo el supuesto de la multiplicidad de los problemas fundamentales de la filosofía, ya que si bien puede hacerse esa concesión o exigencia a pesar de su irracionalidad, un hecho irracional, como sería una historia de varios objetos, no es posible. Sea cual sea el punto de vista desde el que escribe el historiador y la corriente filosófica a la que adhiere, éste no podrá buscar, y de hecho no busca nunca, más que las soluciones que han sido progresivamente dadas a un mismo problema, que es para él el problema esencial de la filosofía, ese problema del cual dependen directa o indirectamente todos los demás problemas más estrictamente filosóficos (y digo más estrictamente, porque todos son, en sentido lato, filosóficos).

En consecuencia, el filósofo, tolerante de palabra, se convierte en historiador intolerante en sus hechos, ya que los hechos no se pueden substraer al imperio de la lógica, y la lógica es intolerante por naturaleza. Si no fuese así, para presentar sus respetos a todos los distintos modos de entender la filosofía, el historiador tendría que escribir tantas historias como modos admite de entender la filosofía. Ahora bien, no sólo, como todos saben, un solo historiador escribe una y sólo una historia, sino que todos los historiadores juntos, si se piensa bien, escriben una y sólo una historia. Las mismas disputas en torno a la naturaleza de ésta demuestran manifiestamente que todos, en el fondo, tienen que tener entre las manos la misma materia, no pudiendo existir desacuerdo que no nazca de un acuerdo fundamental, ni diferencia entre cosas que no sean sustancialmente idénticas y, por tanto, materia posible de comparación.

La filosofía está presente en todas las más dispares historias de ella como la lengua vernácula de Dante por las ciudades de Italia: in qualibet redolet civitate, nec cubat in ulla. ¿Qué es entonces esta philosophia perennis, sobre la cual todos, al menos los historiadores de la filosofía, concuerdan, aún sin saberlo? La filosofía es la ciencia esencialmente humana: es la esencia misma del hombre. Implícita en las mentes humanas, la filosofía es el principio de toda prerrogativa humana del mundo; explícita, es la conciencia de toda prerrogativa humana. Y cuando está explícitamente presente en la conciencia, sea que despierte el entusiasmo de la fe, sea que provoque la sonrisa del escéptico, siempre se apodera del espíritu y lo señorea. Porque también quien se ríe de la filosofía es llevado a vivir de filosofía: de la filosofía de la que se ríe, a veces amargamente.

Hay un momento inevitable en el desarrollo ideal del espíritu humano que podría decirse el principio eterno de la filosofía: ese momento en que el contraste entre la muerte y la vida, la diferencia entre el ser y el no ser, lleva al hombre a ponerse el problema: ¿qué es ser? Ese contraste que no puede faltar en el espíritu humano, porque éste es tal en la medida en que es conciencia del ser y a la vez límite de esta conciencia y límite de este ser. El espíritu nace precisamente cuando el ser es para sí mismo, cuando el círculo de la vida universal se cierra y el ser, que se ha desplegado a través de la serie de formas naturales, vuelve a sí mismo y deviene consciente de sí mismo en su abstracta identidad y en la concreta diferencia de todas las formas en las que se ha desplegado. La vida universal es precisamente el camino laborioso del ser hacia esta luz, desde la cual será revelado a sí mismo en el espíritu.

El hombre, o sea, el ser que es hombre, no sólo se siente, sino que es consciente de su sentirse y reflexiona sobre él. Todo es, se mueve, se desarrolla y vive, pero sólo el hombre sabe que es, que se mueve, que se desarrolla y que vive. Lo sabe al principio oscuramente, hasta que el padre, el hermano, el hijo, en el cual se ve reflejado a sí mismo y en cuyo espíritu siente su propio espíritu, cierra los ojos para siempre y enmudece, desapareciendo para siempre de su vista. Se siente desgarrado, dividido en dos mitades, como si una parte de sí (aquel espíritu que sentía en el espíritu ajeno) hubiese sido aniquilada. Esta laceración interna y esta aniquilación del ser, que era nuestro ser mismo que se revelaba inmediatamente en la vida vivida en la continua conciencia; esta trágica antítesis entre el ser que somos y el no-ser hacia el cual corremos incesantemente; esta antítesis que ha marcado en la vida de tantos hombres insignes, en cuyas biografías recordamos el principio del recogimiento espiritual, la ocasión urgente de tantas repentinas conversiones religiosas, y que, por desgracia, es para todos, nacidos y por nacer, un tema urgente de la más seria reflexión, motivo para bajar la cabeza, retornar a nuestro interior y buscar ansiosamente lo que está debajo de nosotros, más allá de este perpetuo alternarse de fenómenos, en los que somos, nos movemos, nos desarrollamos y vivimos; esta antítesis que hace añicos, dentro de nuestra propia alma, lo temporal para hacer relucir delante de nosotros lo eterno, que estaba ofuscado por lo temporal; esta antítesis marca en el espíritu humano el inicio de la más clara conciencia del problema filosófico.

He aludido al contraste entre la vida y la muerte, porque es la revelación más habitual, más común y, generalmente, la más eficaz del problema filosófico. Pero ciertamente no es la única, así como no es la única forma en que puede presentarse el contraste entre el ser y el no-ser. Tomad, pues, la vida y la muerte en el más amplio sentido de estos términos: entended por vida todo lo que existe con nosotros y para nosotros, y por muerte, su cesar. Nosotros mismos estamos en lo que existe con nosotros y para nosotros: todas nuestras cosas, se sabe, son parte de nosotros, y sólo si son parte de nosotros puede decirse, teórica y prácticamente, que sean nuestras. Y en todas nuestras cosas esa fuerza laboriosa, que todo mueve incesantemente, alterna el ser y el no-ser. El más duro corazón humano, la más obstinada alma de un malvado, ajeno en su mal obrar a cualquier pensamiento que vaya más allá de la vida en que se empantana, se encontrará inevitablemente, tarde o temprano, delante de una muralla insuperable, inquebrantable, diamantina contra la cual se agotará cada uno de sus esfuerzos y se quebrará su mala voluntad: una muralla reveladora, que marcará un límite a su mundo, a su ser, y lo obligará a retirarse y entrar en sí mismo.

La disipación del espíritu en los fenómenos puede durar mientras la vida fluya sin dificultades ni obstáculos, o mientras éstos sean leves, o sea, mientras no llegue la hora del dolor. Pero, antes o después, esta hora llega a todos. Y el dolor es una interrupción de la vida, una opresión que el no-ser, despuntando repentinamente del ser, ejerce sobre el alma humana y exige, casi impone una vida nueva: una vida que ya no sea solamente ser, sino una vida que sea a la vez ser y no-ser. La exigencia de esta nueva vida, cuya conciencia el hombre debe adquirir, puede formularse de diversas maneras. Puede referirse a uno u otro aspecto del ser que llega a su fin, o bien a una u otra forma de la actividad espiritual –que es el término correlativo con el que los modernos han sustituido el aspecto del ser–, porque el contraste entre el ser y el no-ser asume formas muy distintas: el contraste entre lo verdadero y lo falso, entre lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, la naturaleza y el espíritu, y cualquier contraste entre contrarios. Sin embargo, fundamentalmente se trata siempre de la oposición de ser y no-ser, del ser que tiene valor para el hombre y del no-ser, que es falta de valor.

Así pues, todo hombre es llevado fatalmente a ponerse, antes o después, en forma más o menos oscura, el gran problema: ¿qué es ser? Tenga o no tenga solución en las mentes individuales, este problema, como ya he señalado, basta para transformar en explícita la filosofía implícita en todo espíritu humano. Al cual es ya inmanente esta conciencia del ser –que es la conciencia misma– como suspendida entre el no-ser del que surge y el no-ser en el que decae: limitada más acá por el objeto en sí oscuro, inalcanzable, anterior a todo conocimiento y que es precisamente la negación del ser, la nada, porque negación de toda actividad cognoscitiva, la naturaleza, en el sentido estricto del término, la madre eterna y fecunda de todas las formas, en las cuales ella misma se realiza dejando de ser simple naturaleza.

Más allá, la conciencia está limitada por el sujeto en sí, por el alma abstracta, oscura ella también e inalcanzable, negación ella también del ser y, por tanto, nada ella también, porque abstractamente concebida más allá de todas sus actividades, en las cuales ella misma se realiza dejando de ser simple alma. La abstracta naturaleza y la abstracta alma, los dos polos opuestos que la actividad analítica del espíritu desvela con nitidez y distingue después de un largo trabajo de reflexión y de inducción especial, yacen ahí, en el fondo de cada uno de nuestros actos de conciencia, y son sentidos perennemente por el hombre como las sombras necesarias de la luz que las ilumina y que se van desplazando y alejando conforme la esfera luminosa se amplia progresivamente, pero nunca se disipan del todo. Y el hombre, ahora resignado y animado por la esperanza, ahora afligido amargamente y desesperado, vive como una vida de luz en medio a un caos de tinieblas.

No necesito señalar que a partir de esta condición propia de la conciencia, que es la forma más rudimentaria del problema filosófico, se originan y nutren continuamente todas las religiones, las cuales son también formas inadecuadas de sistemas filosóficos: filosofías inmaduras, que ofrecen también ellas soluciones, más o menos satisfactorias, en ciertas situaciones de la razón humana, al problema filosófico. Urge más bien determinar el concepto eterno, por decirlo de algún modo, de filosofía. Pero ayuda también tener presente esta identidad sustancial de los procesos espirituales, a partir de los cuales han sido históricamente creadas tanto las religiones como las filosofías. Tanto unas como las otras son germinaciones necesarias de esta semilla metafísica que el espíritu lleva en sí mismo en cuanto conciencia de sí: la semilla de la pregunta: ¿qué es ser?”

III-“Esta pregunta ha sido planteada durante siglos y resume toda la historia del pensamiento humano. Todo el género humano ha trabajado y trabajará, con mayor o menor conciencia, para daros una respuesta que calme el espíritu. En nuestra gran civilización, en la civilización occidental, la formuló en la expresión más simple y, por tanto, la más profunda, aquel que permaneció durante milenios –no sin motivo– el filósofo por excelencia, cuando puso como fundamento de todas las ciencias aquella que versa περὶ τοῦ ὄντος ᾗ ὄν, en torno al ser en cuanto que es: o sea precisamente, como hemos dicho, en torno al ser en cuanto que es lo contrario del no-ser. Y no es que Aristóteles, con esta fórmula, plantease el problema filosófico por primera vez. Todos los filósofos precedentes no habían mirado más que a este ὄν ᾗ ὄν y, aparte de los filósofos de profesión (se entiende, por tanto, que ya ha sido dicho), todos los hombres, siempre.

Sin embargo, los filósofos se han planteado el problema con mayor conciencia, atendiendo primero al ser al que es natural que se atienda, a saber, al ser que cae bajo los sentidos y, luego, levantando gradualmente su atención hasta el ser puramente inteligible, que todos pensamos como sustancia de las mismas cosas sensibles, las ideas platónicas, ese αὐτὸ ἕκαστον τὸ ὄν que se señala en la República como objeto propio de la investigación filosófica. No obstante, nótese bien, el ser no es abstracta simplicidad, pues como tal permanecería siempre idéntico a sí mismo y no sería el ser de las cosas, ya que las cosas no existirían jamás. El ser, advirtió Aristóteles, tiene varios significados: indica qué es una cierta cosa (τί ἐστι) y que es esta determinada (τόδε τι) y cuál es y cuán grande y cada uno de los otros conceptos que similmente se predican. En definitiva, el ser comprende todos los predicados o categorías, o sea, todos los conceptos fundamentales a los cuales la mente reduce necesariamente todas las cosas que son objeto de su pensamiento: esos conceptos sin los cuales nada sería concebible, esas formas de las que el ser, que es el término de la conciencia, no podría de ningún modo desvestirse. Ese ser que es todas las cosas no sería nada, si no fuese alguna cosa de cierta naturaleza, con ciertas cualidades, en cierta cantidad, etc. Y tampoco éste, el más arduo de los aspectos del problema, escapó ni podía escapar a los pensadores anteriores a Aristóteles ni a ningún otro pensador jamás.

Todos los filósofos buscan siempre en el ser, no el ser mismo, sino la raíz de esa multiplicidad de la que el ser no puede prescindir. Incluso los místicos, que habiendo perdido la esperanza de entender cómo la multiplicidad de las categorías brota de la unidad del ser, profesan la contemplación continua de lo puramente Uno, simplicísimo por toda la eternidad, ellos a continuación deben necesariamente hacer lo contrario de lo que dicen. Hablando de lo Uno, contemplándolo –si no se duermen–, están fatalmente obligados a revestirlo de categorías, pensándolo, por ejemplo, como uno y no más de uno, que es la categoría de la cantidad. Ahora bien, se esforzarán en objetar que del Ser no se puede decir nada, sin embargo, mientras lo declaran inefable, para declararlo tal, hablan de él; y, víctimas del irónico demonio metafísico que habla a través de su boca, lo llaman innombrable, nombrándolo precisamente con este nombre.

El misticismo, como toda forma de filosofía que resiste a la crítica y se renueva siempre en todo momento, contiene una profunda verdad, una verdad elemental pero insuficiente. Ve el ser, pero no ve las categorías en las que se fragmenta la unidad del ser. O, por lo menos, confiere la conciencia del ser, que se ve, y no la de las categorías, que se ven tanto como el ser. El hecho de la filosofía es un redire in se ipsum [retornar al interior de uno mismo] que, como todo proceso, procede por grados que no todos realizan, es más, que nadie realiza o nunca realizará del todo. Y el misticismo es el inicio de la filosofía explícita, que es búsqueda metódica y trabajo sistemático del espíritu. Todos los filósofos, por tanto, habían concebido el problema filosófico como el establecimiento de la relación entre lo uno y lo múltiple, entre lo idéntico y las diferencias, entre el primer principio de las cosas y las cosas, entre la causa primera y los efectos.

Los mismos fisiólogos, cuyo pensamiento nos es conocido tan imperfectamente, ciertamente pusieron su atención en esto: determinar el principio de la naturaleza física que en sí contuviese la razón suficiente de todas las formas sensibles más dispares. Sin embargo, también por este respecto, la expresión precisa, la fórmula más simple del problema filosófico se encuentra antes en Aristóteles, que es el primero que condensó la multiplicidad de las formas esenciales del ser en los conceptos de categorías y en tratar la filosofía –aquella que él llama primera, la metafísica– como ciencia de los principios: τῶν πρώτων ἀρκῶν καὶ αἰτιῶν. Sea como sea que haya determinado después estos principios (que naturalmente no hay que buscarlos en el libro de las Categorías, sino en los de la Metafísica), ciertamente en los principios aristotélicos hay que ver las categorías fundamentales del ser, a partir de las cuales, Aristóteles, determinándose a explicar la realidad, establece para siempre la forma, que podemos llamar clásica, del problema de la filosofía en la historia de la civilización occidental. Y este problema, en esa determinada forma, ha sido el tema propio de la investigación especulativa hasta nuestros días, y lo será siempre.

No ha habido ni podrá haber otra filosofía más que esta ciencia de los principios o de las categorías, de estos colores en los que se refracta la luz del ser. Porque la filosofía que el hombre lleva en sí mismo, como creo que he aclarado, la filosofía a la que el hombre entrando en sí mismo presta sus oídos, la verdad de la que vive y que se esfuerza por entender, es precisamente ésta: el ser, que se manifiesta con sus categorias, se realiza, o si se prefiere, vive en el pensamiento. Es claro que ni toda la filosofía se completa en la consideración de este único problema ni que todos los sistemas filosóficos equivalen sustancialmente al de Aristóteles, que fue el primero en formular este problema con mayor precisión. Creo que está claro lo que pienso y será más evidente conforme avance mi discurso. En filosofía hay muchas otras cuestiones aparte de la cuestión metafísica: está la cuestión gnoseológica, que a algunos ya les parece preliminar a toda otra, está la cuestión moral y la cuestión estética, la antropológica y la cosmológica. Y se podrían señalar otras, incluso más específicas.

Yo no quiero discutir ahora sobre la legitimidad de cada una de estas filosofías, como el propio Aristóteles las llamaba, porque la discusión me alejaría del objetivo que me he puesto. Reconozco la legitimidad de todas las filosofías especiales y estoy obligado, al menos en primera instancia, a admitirla en el terreno de la historia, que es el mío. Me es suficiente señalar que todas las filosofías especiales pueden decirse filosofías en cuanto que cada una de ellas es filosofía, del mismo modo que todos somos hombres en cuanto que cada uno de nosotros es hombre. La filosofía debe estar en toda filosofía. Una filosofía que esté todo lo cerca que se quiera de la filosofía pero fuera de ella, que sea otra respecto a ella, jamás podrá ser llamada filosofía. Que se especialice cuanto quiera, pero que no deje de ser filosofía. Ahora bien, que la forma más general y, por tanto, la más fundamental es la de aquella filosofía que Aristóteles llamó primera y que nosotros llamamos metafísica, es innegable, por la sencillísima razón de que su objeto es el más general, el más fundamental de todos los objetos posibles de ciencia, es el presupuesto intrínseco de todo grado de realidad; es, por así decirlo, el núcleo esencial e indefectible de todo ser, es el ser mismo. Y, en consecuencia, no puede darse conocimiento, ni moral, ni arte, ni espíritu en general, ni naturaleza sin que el ser se encuentre dentro, con esas categorías de las que no puede separarse y con esas relaciones entre las categorías de las que éstas no es lógicamente posible que prescindan.

Precisamente por eso la filosofía es una. Puede transformarse, tomar aspectos distintos y particularizarse cuanto uno quiera, pero permanece siempre la filosofía, precisamente como ese esfuerzo de fijar el ser en su orgánica naturaleza, en todo momento de la conciencia, en su victoria sobre el no-ser. Ese ritmo vital del ser que la filosofía se esfuerza en conocer, si es el ritmo del ser vivo en nuestra conciencia, debe ser el ritmo de la naturaleza que se refleja en nuestra alma, el ritmo del espíritu a cuya formación asistimos interiormente, espectáculo y espectadores al mismo tiempo, el ritmo del conocer y del obrar: de todo lo que es, de todo el ser. Por eso, todo filósofo, todo sistema tiene un principio y un conjunto de doctrinas especiales, en el que ese principio se despliega. Y por eso, cada una de estas doctrinas especiales perdería todo su significado y su misma consistencia, si fuesen consideradas independientemente del principio. Y el principio es precisamente metafísico: es la metafísica del filósofo.

Puede suceder que un pensador se limite al estudio de una cuestión filosófica especial y no desarrolle un sistema propiamente dicho. Sin embargo, si la investigación especial es parte de un pensamiento vivo, contendrá siempre un principio y permitirá al historiador una valoración metafísica del sistema aun en su fragmentación. De modo semejante, Cuvier reconstruía idealmente el animal a partir de un hueso. Así, en un fragmento de un antiguo poeta, el filólogo se esfuerza en escuchar la voz plena del alma que cantó. El sensismo es una solución gnoseológica, pero envuelve una solución materialista del problema filosófico y, si bien el sensista es fenomenista o escéptico, participa no obstante de esa metafísica negativa que es también ella metafísica. El hedonismo es una corriente ética, pero no se justifica a menos que se complete e integre en una concepción naturalista y materialista del espíritu. El mismo criticismo kantiano de la Razón pura es inconcebible sin los presupuestos naturalistas propios de la ciencia que predominaba en Europa desde Galileo y cuya insuficiencia filosófica Kant tiene el mérito inmortal de haber demostrado en sus dos Críticas posteriores.

Y es que la filosofía no tiene partes, en el sentido que este término adquiere cuando se refiere a cosas materiales y muertas (o sea, abstractas). La filosofía es un organismo, una unidad que está toda en cada una de sus partes. Y tal unidad es esencial a la metafísica. No me corresponde ahora defender la metafísica de los ataques de siempre, yo me preocupo ahora de la historia de la filosofía y, en la historia, la filosofía ha sido metafísica. Por otro lado, también en Italia ha pasado ya la moda de desacreditar a la ciencia de las ciencias, a la ciencia primera, que la suerte ha querido que se llamase metafísica. Hoy los viejos enemigos de la metafísica intentan excusar y atenuar las críticas de un tiempo, y las grandes revoluciones morales de la segunda mitad del siglo pasado han despertado en todos el sentimiento profundo de la filosofía como ciencia de la vida, ciencia esclarecedora y guía del espíritu del mundo, ciencia esencialmente moral, porque íntimamente metafísica, porque reconstructiva del espíritu, no en su abstracto aparecer, sino en lo sustancial de su naturaleza en el universo.

Se pide hoy y se proclama una filosofía que no sea pura especulación artificiosa del intelecto, sino creación laboriosa del hombre en su totalidad, como razón teórica y como voluntad, como actividad, en suma, que sea o deba ser capaz de impulsarse más allá del fenómeno y mirar fijamente lo real. Hoy el historiador de la filosofía puede hablar de la metafísica clásica, o sea, de la verdadera y propia filosofía de todos los tiempos con la certeza de tocar una cuerda que resuena en el alma de sus oyentes. Y nótese que con esto no quiero decir que la moda positivista, que durante algunos decenios ha triunfado en los estudios filosóficos, haya suprimido realmente el dominio de la metafísica, que hemos dicho inmanente al espíritu humano. No habría sido posible.

Cuantos entre los positivistas han filosofado realmente habrán podido combatir una cierta forma de metafísica y habrán podido decir incluso que han enterrado a la mismísima metafísica, pero ya no queda nadie tan ingenuo que no se dé cuenta de que esos positivistas, filosofando, no han hecho más que una nueva metafísica (no nos toca ahora establecer si más nueva y mejor que la precedente). Bastaría citar el famoso incognoscible y el famoso indistinto, que para Spencer y para Ardigò son precisamente el aristotélico τὸ ὄν ᾗ ὄν. La metafísica ha hecho un largo camino desde Aristóteles hasta nuestros días. Y cuando en la primera mitad del s. XIX alguno creyó poder volver al movimiento de Aristóteles, demostró ignorar la radical transformación del espíritu filosófico moderno respecto al antiguo. Ahora, más bien, es oportuno esclarecer esa transformación, porque es lo que propiamente ha hecho posible el concepto de una verdadera historia de la filosofía”.

IV-“No creo que haya sido notado nunca que, dado el concepto antiguo (platónico-aristotélico) de ciencia en general, tal como fue consagrado en la lógica de Aristóteles, la tesis de la existencia de una historia de la filosofía es absurda. Y no hay duda de que el largo retraso de esta disciplina en la historia de la cultura europea debe explicarse por el larguísimo persistir de la antigua concepción de la naturaleza de la ciencia, la cual se oponía al concepto de una historia de la misma. El ideal de ciencia surgió en Grecia, después de Sócrates y de su búsqueda del universal y de la definición. Surge con Platón y su transformación de los conceptos socráticos en εἴδη ἀΐδια καὶ ἀκίνητα, o sea, en ideas eternas e inmóviles, en puro objeto de la mente. Y por eso, Platón concibió las ideas, en cuanto jerarquizadas entre ellas y con la idea de Bien a la cabeza, como fijas ab aeterno en esa jerarquía y sin posibilidad de cambio.

Este platonismo, destinado a una vida inmortal porque contiene sin duda un motivo eterno de verdad, aunque combatido por Aristóteles en la Metafísica con una crítica que constituye su verdadera grandeza, sobrevive intacto en su lógica, especialmente en los Analíticos. Incluso Aristóteles, a pesar de haber criticado genialmente la separación entre las ideas inmóviles y las cosas sensibles, que están en continuo cambio, y haber descubierto el magnífico concepto de sýnolon, que es, o quiere ser, la negación de toda abstracción, aún así, concibió la ciencia como sistema de conceptos universales, determinados a priori ab aeterno en sus relaciones de coordinación y subordinación, y no supo pensar otro método de conocimiento científico fuera del que se llamó posteriormente análisis, que presupone como conocido todo lo cognoscible.

El concepto de Aristóteles es el que se realiza en el juicio, en el silogismo, en la demostración apodíctica, tres operaciones lógicas que no añaden nada al concepto, porque son posibles en la medida en que el concepto ya comprende en su contenido tanto las relaciones inmediatas como las mediadas con otros conceptos, que tales operaciones sacan a la luz. En consecuencia, el principio de la ciencia aristotélica, así como es admirada en su lógica, coincide con el desarrollo del principio. Lo cual implica que no existe un desarrollo real, o existe tal cual era en la jerarquía de las ideas platónicas, todas bellas y organizadas según su eterna naturaleza en sus inmanentes relaciones: inmóvilmente. Semejante ciencia no se constituye, porque ya está hecha, no deviene, sino que es: es, se entiende, en sí misma. Nosotros, con el análisis de nuestras ideas, la descubrimos: recordamos, decía míticamente Platón, lo que ya vimos en una vida premundana. La verdad, en una palabra (y esto es el platonismo que no muere), es en sí la que es, y en sí es toda la que es: κόσμος τέλειος, un mundo en sí perfecto.

El error es del hombre sin memoria; la verdad es pura, toda verdad, toda luz. Nosotros estamos delante de ella, la vemos o no la vemos, somos iluminados por ella o permanecemos en nuestras tinieblas. Y en éste último caso, peor para nosotros, eso no afecta a la verdad, de suya beata. Esto es el objetivismo antiguo, que culmina en Platón y permanece, repito, consagrado en la lógica de Aristóteles durante milenios. Permanece o, mejor dicho, ha estado siempre en la conciencia del género humano, el cual siente la necesidad de poner la verdad y, por tanto, la vedadera justicia, la verdadera libertad y todo por lo que lucha y vive, por encima, más allá de los errores y de las maldades humanas. Este objetivismo es, de hecho, un momento de la verdad, pero, como todo momento, destinado a ser superado.

La Edad Moderna es precisamente la conquista lenta y gradual del subjetivismo, la lenta y gradual identificación del ser y del pensamiento, de la verdad y del hombre: es la fundación, celebrada en los siglos, del regnum hominis, la instauración del verdadero humanismo. Religiosamente, la oposición platónica de la verdad a la mente, la separación absoluta de lo divino y de lo humano fue negada por primera vez por el cristianismo, en la trabajosa elaboración del dogma del hombre-Dios. Pero filosóficamente la teología cristiana permanece enredada en la red del platonismo y del aristotelismo. Así pues, cuando la filosofía moderna continuó la obra, que aquella había iniciado, de unificar íntimamente lo divino con lo humano, la teología católica le plantó cara como enemiga y, anclada en la tradición de sus institutos, se alejó para siempre e irremediablemente del pensamiento moderno.

Ahora no puedo trazar toda la historia del progreso del subjetivismo, pero no puedo pasar por alto el mérito que G.B. Vico tiene en este respecto, mérito que consiste en haber afirmado contra el análisis cartesiano, aunque oscuramente, la necesidad toda moderna de esa síntesis que él esculpía en la célebre frase verum et factum convertuntur. Vico tiene el mérito de haber sido el primero, y con un entusiasmo que tiene algo de religioso, en reconocer en el desarrollo eterno del mundo de las naciones, que es el desarrollo del espíritu, la realización misma de lo que él llamaba Providencia divina, unificando así lo divino y lo humano, y resolviendo, en consecuencia, la inmovilidad y eternidad pura de lo divino en el proceso histórico, y eterno en cuanto histórico, de lo humano. En suma, Vico tiene el mérito de haber inaugurado la nueva metafísica, que es la filosofía del espíritu, anticipando en un siglo el movimiento de pensamiento que se desarrolló después, gradualmente, en Alemania.

G.B. Vico, milagro de solitaria genialidad, en ese período antihistórico por excelencia que se abre con la Instauratio magna y con el Discurso del método, que hacen tabula rasa de toda la ciencia precedente, y que se cierra con la Revolución francesa, que hace tabula rasa de todas las instituciones sociales precedentes, en el siglo de los matemáticos y de los naturalistas que desconocen la historia, es el primero que descubre la unidad de lo verdadero y de lo cierto o, como también decía, de la filosofía y de la filología, o sea, de lo divino que es –como quería Platón– y de lo humano que deviene –lo cual fue visto también por Platón, pero no creyó que se pudiese conciliar con el ser eterno de lo divino–. Vio el ser mismo, que ya Descartes había identificado con el pensamiento, moverse con él. En suma, justificó la historia resolviendo en ella la filosofía.

Innovación profunda que sólo la crítica kantiana y la filosofía que se inició a partir de ésta supieron ilustrar con claridad. Mientras se considere que la verdadera ciencia, la verdad, es a priori, eterna, inmutable y más allá de la mente, está claro que el único modo de concebir la historia de la filosofía será como historia de las desviaciones de la mente humana de la verdad. Si la verdad es y no deviene, lo que puede tener valor es la filosofía que descubre la verdad que es, y sólo en la medida en que la descubre, pero no la historia, que presupone un objeto que deviene. La naturaleza, que es siempre la misma o al menos nos lo parece, no tiene historia. Existe una historia de la ciencia natural, pero no interesa al estudioso de la ciencia natural. Historia implica desarrollo, pero en la concepción platónico-aristotélica la ciencia que tiene valor, la ciencia que no es el error, la ciencia a la que es útil olvidar, es la ciencia que no se desarrolla.

La historia es un proceso dinámico; la ciencia antigua es estática. Es estática, repito, porque su verdad es objeto de la mente y nada más que objeto. Es estática porque su método es el análisis. Dos conceptos que, casi sin darse cuenta, pero con método riguroso, Kant arranca de raíz en la Crítica de la razón pura. Ésta demuestra que la verdad es producto de la mente y que el método del conocimiento es la síntesis a priori. Subjetivistas había ya antes de Kant, incluso antes de Platón, pero anclados en el presupuesto de que la verdad está más allá de la mente. Razón por la cual, la verdad subjetiva encontraba fuera de sí otra verdad: la verdad objetiva, la verdadera verdad incognoscible; y, por eso, la primera no era en sentido estricto verdad. El subjetivismo anterior a Kant, precisamente porque estaba fundado sobre el principio, expreso o tácito, de la objetividad del ser, había sido siempre escéptico. Escéptico es todavía Hume, que prepara el problema a Kant. Escéptico es el propio Kant, si no se podan las hojas secas del árbol de su criticismo que él con tanto empeño quiso conservar.

Pero el hecho es que, en el producto de la actividad sintética a priori del espíritu, Kant resuelve todo el objeto del conocimiento, por lo que su objeto, creado por el espíritu o, mejor dicho, identificado con el proceso mismo del espíritu, reluce claro y limpio, libre de toda sombra de sí mismo, alcanzando por sí mismo, en su viviente espiritualidad, toda la luz de la cual resplandece. En el acto de la mente o síntesis a priori, Kant ve y demuestra la función perennemente integradora de la verdad, perennemente resultante de la unidad que la mente, impulsada por la interna unidad originaria de la conciencia, pone en la dualidad de los términos de los que consta toda conciencia real, donde la dualidad en cuanto tal sería distinción y oposición de abstractos, y la unidad les da concreción y vida. Y su acción sintética se dice a priori en cuanto que no es posible prescindir de ella sin quebrar la vida real del pensamiento. La verdad, por tanto, no existe sin el acto de la mente: acto siempre nuevo, siempre nuevamente productivo, porque siempre sintético; o sea, siempre operante sobre lo diverso y dejando atrás, siempre atrás, lo idéntico.

La ciencia antigua, que en el sumo concepto comprendía todos los conceptos, a él y entre ellos subordinados, gradualmente coordinados, todos obtenibles por análisis a partir del primero, y que estaba gobernada por el principio de identidad, es sustituida, gracias a la nueva orientación kantiana, por la ciencia que es formación progresiva, regida por el principio dialéctico de la unidad de los contrarios. La ciencia ya hecha cede el puesto a la ciencia in fieri, en perpetuo fieri. Y del mismo modo, la verdad extrahumana, extratemporal y extramundana es sustituida por la verdad humana, temporal y mundana, por la verdad que es historia. El χωριστόν platónico, contra el cual había batallado el Aristóteles de la Metafísica, ahora es derrotado real y definitivamente por el nuevo sýnolon espiritual, donde forma y materia son unificadas para siempre. Las proféticas intuiciones de Vico obtienen justificación en la Crítica de Kant, que inicia más sólidamente la nueva filosofía y para la cual Hegel prepararía en su Lógica el nuevo órgano”.

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