Por Hernán Andrés Kruse.-

“Y es más estrecha, aún, la tendencia a confundir el idealismo, que se refiere a los ideales, con las tendencias metafísicas que así se denominan porque consideran a las «ideas» más reales que la realidad misma, o presuponen que ellas son la realidad única, forjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano. «Ideólogos» no puede ser sinónimo de «idealistas», aunque el mal uso induzca a creerlo. No podríamos restringirlo al pretendido idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flaubert o Wagner; el esfuerzo imaginativo de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de colores, de líneas o de sonidos, se equivale, siempre que su obra transparente un modo de belleza o una original personalidad. No le confundiremos, en fin, con cierto idealismo ético que tiende a monopolizar el culto de la perfección en favor de alguno de los fanatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un único e inevitable. Bien ideal, difícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esfuerzo individual hacia la virtud puede ser tan magníficamente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano como por el anarquista, por el filántropo como por el epicúreo, pues todas las teorías filosóficas son igualmente incompatibles con la aspiración individual hacia el perfeccionamiento humano. Todos ellos pueden ser idealistas, si saben iluminarse en su doctrina; y en todas las doctrinas pueden cobijarse dignos y buscavidas, virtuosos y sinvergüenza. El anhelo y la posibilidad de la perfección no es patrimonio de ningún credo: recuerda el agua de aquella fuente, citada por Platón, que no podía contenerse en ningún vaso.

La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más adaptados, los que mejor prevén el sentido de la evolución; es decir, los coincidentes con el perfeccionamiento efectivo. Mientras la experiencia no da su fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su fuerza de contraste; si es falso muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una creencia, puede contener una parte de error, o serlo totalmente; es una visión remota y, por lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección moral. Cuando un filósofo enuncia ideales, para el hombre o para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto más difícil cuanto más se elevan sobre los prejuicios y el palabrismo convencionales en el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la verdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es fácil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es difícil cuando la imaginación no pone mayor originalidad en el concepto o en la forma. Ese desequilibrio entre la perfección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se infiere que los ideales lógicos, estéticos o morales deban ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso a desigual compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral o fea, ni fue nunca la Belleza absurda o nociva, ni tuvo el Bien sus raíces en el error o la desarmonía. De otro modo concebiríamos perfecciones imperfectas.

Los caminos de perfección son convergentes. Las formas infinitas del ideal son complementarias: jamás contradictorias, aunque lo parezca. Si el ideal de la ciencia es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la Belleza, formas preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que puedan ser antagonistas. Los ideales están en perpetuo devenir, como las formas de la realidad a que se anticipan. La imaginación los construye observando la naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una vez formados ya no están en ella, son anticipaciones de ella, viven sobre ella para señalar su futuro. Y cuando la realidad evoluciona hacia un ideal antes previsto, la imaginación se aparta nuevamente de la realidad, aleja de ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar al ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es un «límite»: toda realidad es una «dimensión variable» que puede acercársele indefinidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo «variable» se acerque a su «límite», se concibe que podría acercársele más; sólo se confunden en el infinito. Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente. No los hay absolutos. Afirmarlo implicaría abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad infinita de la perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese momento, convergían todo el espacio y todo el tiempo; para la ética moderna, libre de esa grave falacia, la relatividad de los ideales es un postulado fundamental. Sólo poseen un carácter común: su permanente transformación hacia perfeccionamientos ilimitados.

Es propia de gentes primitivas toda moral cimentada en supersticiones y dogmatismos. Y es contraria a todo idealismo, excluyente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad varía; con esa variación se desplaza el punto de referencia de los ideales. Nacen y mueren, convergen o se excluyen, palidecen o se acentúan; son, también ellos, vivientes como los cerebros en que germinan o arraigan, en un proceso sin fin. No habiendo un esquema final e insuperable de perfección, tampoco lo hay de los ideales humanos. Se forman por cambio incesante; evolucionan siempre; su palingenesia es eterna. Esa evolución de los ideales no sigue un ritmo uniforme en el curso de la vida social o individual. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta concibe un ideal y se esfuerza por realizarlo. Y los hay en la evolución de cada hombre, aisladamente considerado. Hay también climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas o se callan: la realidad ofrece inmediatas satisfacciones a los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo afán de perfección. Cada época tiene ciertos ideales que presienten mejor el porvenir, entrevistos por pocos, seguidos por el pueblo o ahogados por su indiferencia, ora predestinados a orientarlo como polos magnéticos, ora a quedar latentes hasta encontrar la gloria en momento y clima propicio. Y otros ideales mueren, porque son creencias falsas: ilusiones que el hombre se forja acerca de sí mismo o quimeras verbales que los ignorantes persiguen dando manotadas en la sombra.

Sin ideales sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre o por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución mental de los individuos y de las razas. La imaginación los enciende sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus resultados. Ésa es la ley del devenir humano: los acontecimientos, yermos de suyo para la mente humana, reciben vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacerían inertes y los siglos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia de la civilización muestra una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana se advierte una fuerza que obstruye todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales. Así concebido, conviene reintegrar el idealismo en toda futura filosofía científica. Acaso parezca extraño a los que usan palabras sin definir su sentido y a los que temen complicarse en las logomaquias de los verbalistas.

Definido con claridad, separado de sus malezas seculares, será siempre el privilegio de cuantos hombres honran, por sus virtudes, a la especie humana. Como doctrina de la perfectibilidad, superior a toda afirmación dogmática, el idealismo ganará, ciertamente. Tergiversado por los miopes y los fanáticos, se rebaja. Yerran los que miran al pasado, poniendo el rumbo hacia prejuicios muertos y vistiendo al idealismo con andrajos que son su mortaja; los ideales viven de la Verdad, que se va haciendo; ni puede ser vital ninguno que lo contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera oponer la imaginación de lo futuro a la experiencia de lo presente, el Ideal a la Verdad, como si conviniera apagar las luces del camino para no desviarse de la meta. Es falso; la imaginación y la experiencia van de la mano. Solas, no andan. Al idealismo dogmático que los antiguos metafísicos pusieron en las «ideas» absolutas y apriorísticas, oponemos un idealismo experimental que se refiere a los «ideales» de perfección, incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma”.

III. LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS

“Ningún Dante podría elevar a Gil Blas. Sancho y Tartufo hasta el rincón de su paraíso donde moran Cyrano, Quijote y Stockmann. Son dos mundos morales, dos razas, dos temperamentos: Sombras y Hombres. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre habrá evidente contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el genio, la hipocresía y la virtud. La imaginación dará a unos el impulso original hacia lo perfecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectivos. Siempre habrá, por fuerza, idealistas y mediocres. El perfeccionamiento humano se efectúa con ritmo diverso en las sociedades y en los individuos. Los más poseen una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en las constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual, son los «idealistas». La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa, y lo mejor que imagina.

Los hombres sin ideales son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor. Sin ideales sería inconcebible el progreso. El culto del «hombre práctico», limitado a las contingencias del presente, importa un renunciamiento a toda imperfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; sólo de los imaginativos espera la ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas luminosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho más que aprovecharse de su esfuerzo, vegetando en la sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas más fecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces a la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.

La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos conviértese en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La humanidad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores. En la evolución humana, los ideales mantiénense en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil a sus quimeras, como es frecuente. No agita a los hombres sin ideales, informe argamasa de humanidad. Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana e iluminada, la que mira al frente y no a la espalda; nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado: lo que en ellos parece primavera es tibieza otoñal, ilusión de aurora que es ya un apagamiento de crepúsculo. Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo para el porvenir; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el apeñuscarse de los años.

Nada cabe esperar de los hombres que entran a la vida sin afiebrarse por algún ideal; a los que nunca fueron jóvenes, paréceles descarriado todo ensueño. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere. Los idealistas suelen ser esquivos o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje nivelador, aborrecen toda coacción, sienten el peso de los honores con que se intenta domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados, dóciles- maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad. Las fuerzas conservadoras que componen el subsuelo social pretenden amalgamar a los individuos, decapitándolos; detestan las diferencias, aborrecen las excepciones, anatematizan al que se aparta en busca de su propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador no teme sus odios: los desafía, aun sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una viviente afirmación del individualismo, aunque persiga una quimera social; puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a todos los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Don Quijote: «yo sé quién soy». Viven animados de ese afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión. Que anima su fe; ésta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica «torre de marfil» reprochada a cuantos se erizan al contacto de los obtusos. Diríase que de ellos dejó escrita una eterna imagen Teresa de Ávila: «Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa».

Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin calor es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud o de Belleza, se requiere un esfuerzo original y violento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremoso; debe serlo a sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más. Frente a los hipócritas que mienten con viles objetivos, la exageración de los idealistas es, apenas, una verdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva a la hipérbole, al error mismo; a la mentira nunca. Ningún ideal es falso para quien lo profesa: lo cree verdadero y coopera a su advenimiento, con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles o peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir a su propia Verdad. Siempre. Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón o el cerebro. El idealismo sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación: los ideales tórnanse reflexivos y serenos. Corresponde el uno a la juventud y el otro a la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, resiste, vence. El idealista perfecto sería romántico a los veinte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pasión, debe cristalizarse después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento”.

(*) José Ingenieros: “El hombre mediocre” (Editorial Losada, Buenos Aires, Introducción).

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