Por Hernán Andrés Kruse.-

V-“De este modo ha sucedido que, buscando el concepto de filosofía, hemos encontrado a la vez el de filosofía y el de historia, como un concepto único que es la unidad de ambos, fuera del cual se tiene por un lado la filosofía abstracta de los griegos y, por otro lado, la historia igualmente abstracta de los eruditos, ambas sin significado. Porque si la filosofía moderna es historia, si es la gradual conquista que el espíritu hace de sí mismo como actividad del ser o como ser que deviene; especularmente, la historia no es otra cosa que la filosofía. Y toda historia especulativa se resuelve precisamente en la historia de la filosofía. Ya que la filosofía no es una dirección determinada de la actividad del espíritu, sino que es la actividad misma del espíritu, considerada en lo que tiene de realmente esencial y absoluto.

Este punto merece, si no me equivoco, toda nuestra atención. Objeto de la historia, como es sabido, es la actividad humana, en cada una de sus formas, en cuanto operante empíricamente en el tiempo y en el espacio. Y por este motivo se distinguen tantas historias como formas de actividad humana pueden distinguirse. Así, por ejemplo, hay una historia del arte, una historia de la vestimenta, una historia del Estado, una historia de las instituciones económicas. Pero no hay duda de que existe además una historia general, una historia que es la unidad de todas las historias especiales que acabo de mencionar, y que es propiamente la historia que tiene por objeto la productividad del espíritu en general: la historia universal bien entendida, que representa el progreso de la humanidad en el tiempo.

Sin duda, una historia dificilísima, pero la única que puede justificar toda otra historia y toda investigación histórica particular. Ahora bien, ¿cuál es el principio y el fundamento de esta historia universal? ¿Cuál es el centro unificador de todas las historias? Para resolver esta cuestión, encuentro suficiente la siguiente observación. Historia implica proceso, incremento en el tiempo de la actividad humana objeto de la historia. La naturaleza no tiene historia, porque no tiene progreso; ni tienen historia los salvajes, porque tampoco ellos tienen el principio del progreso. La historia es de la civilización, es del espíritu que se hace siempre más adulto y vigoroso.

¿Y cómo se reconoce que efectivamente ha crecido en vigor? La misma arte, que está entre las más elevadas producciones del espíritu, abstractamente considerada no tiene progreso ni tiene historia. Homero, como espíritu poético, no es inferior a Dante, y Dante no es inferior a Goethe. Junto a la escuela de ese primer señor del altísimo canto, los otros dos, y aún otros con ellos, pueden estar juntos como coetáneos y conciudadanos de una ideal república poética. Pero Dante históricamente está a gran distancia de Homero e incluso de su Virgilio, y la historia de la poesía, para hacerme entender su arte, debe colocarlo en su tiempo, en su sociedad, en su religión y en su filosofía. De lo contrario no es posible historia literaria alguna.

Ahora bien, si esta historia existe, como es innegable que exista, y si puede existir sólo a condición de representar un progreso, puesto que este progreso no es progreso artístico, ¿cuál será la medida de la superioridad de Dante? Dante es una conciencia más profunda: una conciencia humana más profunda, que es como decir que es un espíritu inundado por una filosofía largamente superior. El Dios de Dante ya no es prácticamente comparable con el Júpiter homérico. Y quien impide la comparación no es el arte, para quien Júpiter, descendiendo sobre el monte Ida para disfrutar del espectáculo de la algazara entre Teucros y Aqueos, puede tener mayor valor que la «profunda y clara esencia de la alta luz» en la que a Dante se aparecieron «tres esferas de tres colores y un solo volumen».

No es el arte, sino aquella, usando las palabras del propio Dante, «hija de Dios, reina de todo, nobilísima y bellísima filosofía», que crea y juzga a todos los dioses. Homero no habría podido concebir al Dios dantesco; Dante puede concebir a los dioses homéricos y de ellos conserva en su canto tal religión de tradición poética, pero puede elevarse, por el progreso de los tiempos transcurridos, a la concepción del suyo. Ese esfuerzo por representar figurativamente el ideal que no hay imagen capaz de encerrar, al que Dante dedicó todas sus fuerzas hasta que «su alta fantasía llegó a los límites de sus capacidades», es un problema estético no sospechado por el poeta antiguo.

Y esta diferencia no habría surgido ni sería perceptible sin el progreso del espíritu metafísico, filosófico, religioso, o como se quiera llamar, del cristianismo, que en su mayor parte es el progreso de la filosofía griega. Manzoni no es superior a Dante por virtud poética, pero hay en él algo que falta a Dante y que asigna a Manzoni su puesto histórico a cinco siglos de distancia de Dante. El cristianismo humanitario e igualitario de Manzoni presupone los salones literarios de Condorcet y de Cabanis, presupone a Volney y a Garat y a todos los epígonos de la filosofía francesa del s. XVIII. Y no es que estas consideraciones afecten al arte, repito, sino que una historia del arte que prescinda de estas consideraciones relativas al contenido del arte no es posible, porque el arte pura, el arte separada del espíritu que vive en ella artísticamente, es una abstracción. Leed la Storia della letteratura italiana de Francesco De Sanctis: es la historia del espíritu italiano, o sea, del pensamiento italiano, porque el sentimiento saca motivaciones del pensamiento, y la voluntad saca de él materia y valor.

¿Queréis conocer a un hombre? Oídlo hablar. ¿Queréis conocer a un pueblo? Estudiad su literatura, donde se expresa lo mejor de su alma. Y viceversa, pensad en esta alma si queréis hacer una historia del arte que no sea mera enumeración sin conexión ni espíritu de los tantos casos de manifestaciones estéticas de la vida de un pueblo. Pensad en esta alma y ved el progreso y las paradas –que son siempre principios de nuevo progreso– del pensamiento, de las cuales el alma se va alimentando. Pensamiento, nótese, que no es todo filosofía stricto sensu, no es la filosofía de los filósofos de profesión, pero en cuanto reflexión moral, creencia religiosa, opinión política o prejuicio tradicional, es de todas formas filosofía: es doctrina de la vida, en la cual el hombre corriente de hoy aventaja a Aristóteles, que justifica la esclavitud.

Si de la consideración de la filosofía inmanente en todo espíritu se pasa a considerar esa filosofía explícita, de la que la historia de la filosofía se ocupa en sentido estricto, la resolución y la reducción de toda forma de la actividad espiritual a la filosofía es incluso más evidente. En ella pensaba Hegel cuando afirmaba que «toda filosofía es filosofía de su tiempo y un eslabón de la cadena total del desarrollo del espíritu; la única, por tanto, que puede satisfacer los intereses propios del tiempo en que nace» y que la filosofía es «la más alta flor, es el concepto de toda la forma del espíritu, la conciencia y la esencia espiritual de toda la época, el espíritu del tiempo, en cuanto espíritu que se piensa a sí mismo». A ella se dirigen todos los historiadores que estiman necesaria, para la reconstrucción de los sistemas filosóficos, una amplia base histórica de la que entren a formar parte todos los elementos de la vida espiritual de la que la filosofía es resultado o culmen.

De aquí surge el concepto que en 1878 Windelband pretendía llevar a cabo de una Historia de la filosofía moderna en su conexión con la cultura general y con las ciencias particulares; de aquí también surgía ese ideal, al que recientemente se inspiró Gomperz, de una historia de la filosofía griega que exija «una obra que abrace o agote la historia de la vida intelectual y moral de la antigüedad en su conjunto». Hoy en día es ya una exigencia generalmente sentida y afirmada, aunque no siempre correctamente entendida, que en la filosofía se concentren y encuentren o busquen su definitiva solución todos los problemas, todas las necesidades más profundas de la sociedad en la que la filosofía surge. Concepto equivalente al mío de que, en la historia de la filosofía, se resume toda la historia de la humanidad.

Es cierto, sin embargo, que, como todo el resto de la historia influye en la filosofía, ésta a su vez influye en todo el resto de la historia. Pero esta verdad no implica la inclusión de la filosofía ut sic [como tal] en la ley de la recíproca acción e interferencia de los así llamados factores históricos, ni invalida, por tanto, la tesis de la convergencia universal y absoluta de la historia en la filosofía. Y es que, en primer lugar, hay que restringir el significado de esta verdad a sus justos límites, para no incurrir en la utopía de los ideólogos, que con las ideas abstractas creían poder poner en movimiento la compleja mole de las instituciones sociales. Así pues, hay que entenderla en el sentido de la mediada repercusión que también los sistemas filosóficos tienen en la vida, en cuanto que revisten y reforman los ideales directivos de la misma: religión, moral y derecho.

En segundo lugar, hay que considerar con atención –y esto es lo que realmente importa– que, cuando la filosofía se convierte en elemento de la vida social, ya no es esa filosofía stricto sensu que se puede ver en la cima del desarrollo del espíritu, espectadora y escrutadora desinteresada y supramundana del fluctuar subyacente de la vida con sus diversos intereses, con sus oposiciones estridentes y con su empiricidad irracional, sino que es precisamente un elemento de esta vida, mundano como todos los otros, o sea, particular. Ya no es la filosofía en su sede propia y en su específica naturaleza, sino su eco en la vida extrafilosófica. De este modo, la poesía eterna supraindividual, en cuanto escrita e impresa, se convierte en propiedad personal de un individuo, se vende y se compra, o quizás se roba como toda cosa material, producida como propiedad por las individuales fuerzas económicas de la sociedad civil.

Ahora bien, así como en este caso no es la poesía divina propiamente la que se vende, porque el libro de versos se puede comprar e incluso leer y aún así la poesía puede no ser adquirida o conquistada por el comprador-lector, del mismo modo, en sentido estricto, no es la filosofía en cuanto especulación sobre la realidad lo que entra en el juego de las fuerzas espirituales inferiores operantes en el cuerpo de la historia, sino que es la voluntad o, mejor dicho, aquellas voluntades que subjetivamente han sido transformadas y nuevamente orientadas por una cierta filosofía. No son, pongamos, los elaboradores del materialismo histórico, que es un concepto especulativo, sino los compiladores del Manifiesto de los comunistas, que es un acto práctico. Si, por ejemplo, la filosofía repercute en el arte, no será la filosofía en sentido estricto lo que pasará a formar parte de las premisas del arte, sino aquella especial alma artística que la filosofía habrá plasmado. En todo caso, se volvería por esta vía a la relación antes considerada entre la filosofía implícita o inmanente y las otras formas no específicamente filosóficas de la actividad espiritual.

En breve, la historia es el progreso del hombre hacia la libertad, como nos demuestra una fugaz mirada al curso de la misma. Y todo paso hacia la verdadera libertad, en el individuo y en la historia, es un paso hacia delante de la filosofía. La libertad es la resolución y conservación de la individualidad en la universalidad. Libre es quien se siente uno con la ley y en la ley ve la forma y el valor de su propia voluntad. La libertad práctica, moral o política, queda como un deseo o una meta envuelta en la oscuridad mientras esa unidad no se realice y el individuo vea fuera, sobre o contra sí mismo a la ley, que es su ley. Pero la libertad no se agota en la unificación del espíritu con la ley práctica, porque, más allá de ésta, hay una ley superior que el espíritu necesita del mismo modo hacer intrínseca a sí mismo: la ley del ser, la lógica, la verdad. Y esta otra extrema unificación del espíritu con la verdad es la filosofía: la filosofía así como la hemos visto nacer, profundamente humana, del trabajo de la reflexión moderna, en especial del criticismo.

Esta suprema liberación del espíritu, que es la filosofía, está en la misma línea de la liberación moral y le es superior, porque si no es la ciencia la que conduce a la moralidad, es la moralidad la que conduce a la ciencia, ni hay verdadera ciencia –que no sea vano conocimiento de nociones y abstractas construcciones destituidas de todo valor hacia los intereses del espíritu– que se pueda alcanzar por otra vía que no sea el libre querer ético. Ésta es una de las más importantes verdades descubiertas por la filosofía moderna, y hacen bien algunos filósofos contemporáneos, que se dicen filósofos de la acción, en defenderla vehementemente. La verdad no es espectáculo al que cualquiera, apenas tenga un mínimo antojo de verdad, pueda asistir. No. Es nuestra creación, nuestra conquista y exige todas nuestras fuerzas del alma y, ante todo, una reforma moral que nos despoje de nuestro natural egoísmo.

Ya que el egoísmo no es sólo una tendencia práctica, es también una visión teórica del mundo, de un mundo concentrado en el yo particular, en un yo que no se reconoce a sí mismo más que en sí mismo y no siente el sí idéntico a todo otro sí, ni su propio ser íntimo idéntico al ser universal: visión que es la negación y el impedimento insuperable de la ciencia, la cual tiene por sujeto la mente consciente de la propia naturaleza universal, como cada uno de nosotros se la forma conviviendo en esta vida común, –que es el perenne vivero de los cuerpos y de nuestras almas en su entereza–, y tiene por objeto el ser, no nuestro pequeño ser, sino el ser mismo en sí considerado. Mientras el hombre no sea lo suficientemente bueno para reconocer a los demás como iguales, mientras no llegue al concepto y casi al sentimiento de esa humanidad, de ese espíritu que es uno en todos los hombres y es la mente, órgano de la verdad, el hombre no habrá conquistado este órgano, ni podrá siquiera sospechar esa verdad que está reservada a los hombres de buena voluntad.

La historia de la humanidad procede a través de los esfuerzos continuos de la voluntad, que se va liberando de sí misma a través de las luchas civiles, económicas, políticas, religiosas, científicas hacia la absoluta libertad de la razón: cuya forma ideal, si realizada del todo, determinaría el final de la historia. Pero, puesto que todo ideal se va realizando en una vida infinita, la conclusión no llegará jamás, ni la perfecta libertad ética será jamás un hecho y los hombres se esforzarán eternamente en humanizarse, en hacerse siempre más libres, con ritmo perpetuo de moralidad y filosofía”.

VI-“Si esto, que no he podido demostrar sino sólo exponer, es verdad, la historia de la filosofía compendia la historia de la humanidad, toda la historia. Y si, como ya hemos aclarado, en la historia de la filosofía se realiza la filosofía, así como modernamente es entendida, historia y filosofía son dos conceptos sustancialmente equivalentes y recíprocamente convertibles. Esta tesis necesita una defensa, que será a su vez una nueva aclaración de la esencia histórica de la filosofía, ya que contra ella se ha levantado más de una vez una crítica platonizante que, en realidad, sirve sólo para mostrar cuán profundas raíces tiene en el alma humana el concepto platónico de la objetividad del ser.

Se dice: si el ser se identifica con el pensamiento, si la filosofía es una cosa sola con la historia, ¿como se explica el error? La historia de la filosofía presenta filones de verdad encerrados en masas ingentes de errores, del mismo modo que la historia de la vida civil nos ofrece simultáneamente y mezclados espectáculos de heroísmo y de vileza. ¿La vileza vale entonces tanto como el heroísmo? ¿El error es lo mismo que la verdad? ¿Hay que divinizar al hombre, ángel o bestia, en su grandeza y en su miseria? Pero eso es platonismo genuino: es el dualismo del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso, de Dios y del hombre, de la verdad y de la mente, del cielo y de la tierra, del espíritu y de la carne o de cualquier otro modo en que quiera formularse. Es el dualismo que resiste y se rebela a la filosofía moderna, a la síntesis a priori, a la unidad de los contrarios.

¿Qué es el error? Éste es un concepto fundamental en la historia, porque la historia es progreso, y progreso es conocimiento, o sea, corrección de errores, superación continua. En primer lugar, observamos que un error, como acto real del espíritu, no existe. No existe en quien corrige el propio error o el de otra persona, porque el acto espiritual aquí presente es la corrección, que es función de verdad. No existe en quien yerra cuando yerra, porque el error es error en cuanto que tiene valor de error, o sea, en cuanto que tiene tal disvalor; y el disvalor del error presupone la verdad correlativa, que, si estuviese, volvería imposible el error. El error, cuando tiene lugar, es verdad. De esto depende ese criterio de la equidad que hoy se desea y, con mayor sentido histórico, se usa en los juicios de las acciones y de las opiniones pasadas.

Ya no condenamos a las personas que condenaron a Bruno, sino la institución que formaba aquellas conciencias y sigue formándolas. Si el espíritu humano hubiese errado siempre, está claro que no habría errado jamás, así como no sería sueño un sueño perpetuo nunca interrumpido por la vigilia. Sin embargo, puede decirse con toda certeza que el espíritu yerra siempre, porque no yerra jamás, ya que todo acto espiritual es acto de verdad, absoluto en su relatividad: absoluto en su momento histórico, de modo que la corrección sucesiva no es la anulación de lo ya pensado, sino la integración y la continuación. Del mismo modo, el organismo vivo, que crece y se desarrolla, en todo momento podría decirse erróneo, porque está destinado a ser corregido enseguida, modificado.

Ahora bien, la modificación, si bien hace desaparecer al niño para darnos al hombre adulto, no aniquila al niño desaparecido, sino que nos permite vislumbrarlo en su semblante maduro, en el ojo pensativo que sigue hablando a los padres en el mismo lenguaje de los años lejanos. Al igual que el organismo natural, el organismo del pensamiento no se detiene ni un momento, sino que, viviendo, se modifica siempre y se transforma, manteniéndose sustancialmente el mismo en las formas siempre nuevas que va asumiendo. Y así como sucede en el pensamiento individual, de igual modo sucede en el pensamiento histórico: puesto que todos cuantos estamos unidos en una sola vida de civilización por una misma experiencia histórica que se extiende en el tiempo, todos pensamos un solo pensamiento y en cada uno revive el pensamiento de la civilización, a la que todos cooperaron. En el pensamiento del filósofo digno del siglo XX, debe ser pensado el pensamiento de todos los filósofos de nuestra civilización, pensado y corregido.

El error, como todo disvalor, es un momento negativo del espíritu y, por tanto, irreal. El error es ese defecto de sí mismo que el espíritu señala delante de sí en el acto de afirmarse y colmar ese mismo defecto. No existe afirmación del espíritu que no sea la negación de lo contrario y, por tanto, el reconocimiento de un error. Por eso, el error viene a ser como el trampolín de la afirmación, un trampolín que no existe nunca sin el salto: error que es error en cuanto que es corregido y, por tanto, en cuanto que ya no es error. Como real, en suma, nosotros no conocemos más que el acto del espíritu, y, como este acto es esencialmente productivo y creativo, el presupuesto lógico o ideal de su producto es la negación, o sea, la ausencia de ese producto, que es el disvalor, el error. Felix culpa quae talem ac tantum meruit habere redemptorem! La culpa de Adán se renueva siempre felizmente y es sanada siempre por tan grande redentor, por el dios infatigable de nuestra actividad espiritual.

Dejamos el error siempre a nuestras espaldas y miramos hacia delante, siempre hacia delante, hacia la luz siempre viva de la verdad. Por tanto, el error como tal es una abstracción, y su realidad, su revelación consiste en un momento dialéctico de la conciencia. Lo cual se debe decir de todos los errores, de los pequeños y fugaces errores que se cometen en la vida ordinaria y son corregidos inmediatamente, y de los grandes errores filosóficos que esperan la corrección durante siglos. Cualquier error es error en cuanto que se corrige y, por eso mismo, da lugar a la verdad. No hay error que se elimine del espíritu, aniquilándose como lo escrito sobre la pizarra.

El espíritu que, después de haber acogido una opinión, la abandona porque es falsa, sin sustituirla por otra, no debe ser concebido como un vaso que se vacía después haber estado lleno. El espíritu y su opinión son unum et idem [uno y lo mismo]. El espíritu que ha cometido un determinado error, una vez que se ha hecho consciente de su error, evidentemente ya no es el mismo espíritu de antes. Tiene que haber visto una verdad que antes no veía (o, lo que es lo mismo, que ya no veía), una verdad que sea la negación de la opinión erróneamente asumida. Éste es el proceso eterno del espíritu: de una verdad a una verdad superior, alcanzada la cual, la primera ya no tiene valor, o sea, conserva un valor relativo al grado precedente de la conciencia, que si bien puede ser revivido (y, de hecho, lo revive el historiógrafo), ya no es el actual.

Un error, en suma, es un grado del espíritu, una categoría del ser, en cuanto que se juzga desde el punto de vista de los grados, de las categorías superiores; y más que de error, se debería hablar de espíritu erróneo, que va corrigiéndose continuamente a sí mismo. Y se corrige a sí mismo en dos modos. En un primer modo, para convertirse en espíritu filosófico, o filosofía explícita y, en un segundo modo, para avanzar de una forma a otra más perfecta de filosofía. En dos modos he dicho, no porque uno de ellos sea esencialmente distinto del otro, sino porque empíricamente se distinguen en que uno pertenece a la prehistoria de la filosofía y el otro, a la historia. La prehistoria de la historia de la filosofía es esa formación espiritual que perennemente se repite en el desarrollo del espíritu humano anterior y orientado a la adquisición de la conciencia explícita del problema filosófico; prehistoria que ordinariamente se denomina filosofía del espíritu, pero que especulativamente está en la misma línea de la verdadera y auténtica historia de la filosofía.

Ésta muestra el progreso del espíritu en la conciencia del problema filosófico; progreso que puede parecer el paso de un error a otro, pero es en realidad el paso de una verdad a una verdad superior. Y no se trata, nótese, de un mosaico que el espíritu vaya componiendo a partir de los muchos pedazos de verdad, aportados singularmente por los distintos filósofos, separándolos de la masa heterogénea de errores en los que éstos los habían deturpado. En efecto, no es posible concebir un sistema filosófico como una serie de afirmaciones, algunas verdaderas y otras falsas, de las que la filosofía posterior sucesivamente elegirá las primeras y rechazará las otras. El sistema es unidad, como el organismo del niño, que se conservará por entero y se transformará por entero en el organismo del adulto.

El sistema es todo verdadero en su momento, y todo falso en el momento sucesivo, si no se integra en un principio superior. Todo, no ya en el complejo de las singulares doctrinas especiales, que incluso pueden ser incoherentes, sino en el principio: todo el sistema que se denomina platonismo, aristotelismo, cartesianismo, espinozismo, kantismo etc., que son términos que no designan propiamente el conjunto de las doctrinas particulares formuladas por los respectivos filósofos. El sistema es unidad, porque uno es el espíritu filosófico que en él se realiza. Espíritu históricamente condicionado que se llama Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza, Kant, etc. y que se conoce y se aprecia con verdad sólo si se considera en su individualidad históricamente condicionada.

Ahora bien, el condicionamiento histórico no es meramente accidental, porque si bien ofrece, por así decir, la materia a la razón filosofante, proponiéndole el problema en un determinado modo, a su vez está determinado por el trabajo anterior del espíritu, implícita o explícitamente filosofante. En consecuencia, debe decirse que idealmente la razón se pone a sí misma y resuelve el eterno problema filosófico, que es eterna solución. Sin embargo, en todo problema histórico determinado, el sistema filosófico presupone, por un lado, la razón filosofante, la lógica, y por otro, la historia anterior de la filosofía, que condiciona a la lógica, en cuanto que le ofrece la materia del problema filosófico. De este modo, el sistema viene a ser una síntesis a priori de este dúplice elemento; síntesis de la que la razón es la unidad originaria.

En consecuencia, descomponer el sistema en lo que tiene de verdadero y en lo que tiene de falso implicaría este principio: que se pueda desconocer esta unidad sintética, real, histórica, que es el acto esencial del sistema. Sería matar la historia y destruir la vida que el pensamiento filosófico ha vivido realmente. Crimen, por cierto, imposible, porque si tejieseis vuestra tela histórica abstrayendo lo verdadero de lo falso, obtendríais una verdad que nunca se ha dado, ya que la verdad nunca ha sido concebida de ese modo, o sea, abstractamente sin lo falso; obtendríais una verdad a partir de la cual no podríais pasar a la reconstrucción histórica de las demás verdades, en las cuales bien sabéis que esa verdad se ha formado. Y no podríais actuar tal reconstrucción, porque lo verdadero como tal, lo verdadero que será reconocido como verdadero, de por sí nunca habría podido dar lugar a ninguna otra afirmación.

Para que surja una nueva afirmación es necesario que en la posición anterior del pensamiento haya un malestar que requiera ser eliminado o, dicho de otro modo, es necesario que haya un error que requiera ser superado. Por otro lado, si a su vez este error es concebido abstractamente, o sea, prescindiendo de su relación con la verdad del sistema, ni siquiera él podría actuar sobre el espíritu como impulso hacia un nuevo progreso, ya que el error como tal no tiene valor ni realidad para el espíritu: es un no-pensamiento, que no puede detener ni captar el interés del pensamiento. Si en el platonismo se pudiese separar con un corte seco el principio verdadero del falso y pensar así un Platón maestro de verdad y un Platón completamente equivocado, los veinte años que Aristóteles, crítico del error de Platón, pasó como discípulo en la Academia serían inconcebibles. Platón equivocado, un solo día o incluso una sola hora, habría hecho huir al inteligente discípulo que Platón se complacía en llamar Inteligencia.

Mientras que, por el contrario, se sabe que el error del gran hombre suena siempre con un tono de verdad que atrae y hace dudar. Y esto no sería posible de un error que no fuese más que simple error y no suscitase nada más que lo que todo error suscita de forma natural: la rebelión y la negación. El Platón equivocado no sólo no habría llamado la atención del pensativo Aristóteles, sino que ¡ni siquiera habría llamado la atención del propio Platón! Por tanto, desde nuestro punto de vista, no es la verdad la que está ausente en la historia de la filosofía, sino el error en el sentido ordinario del término, como acto del espíritu que nunca debería haberse dado. No existe nada que no debería haberse dado: nuestra alma se posa tranquila y satisfecha en el espectáculo de una historia, no de errores y derrotas, sino de victorias –de victorias siempre mayores– del espíritu humano a través de las cuales éste va poco a poco actuando su divina naturaleza.

Todo problema de nuestra historia es una victoria del espíritu que triunfa sobre la materia, la cual, misteriosa, se le opone y suscita en él la necesidad de entender. Sócrates, con su búsqueda de lo que es cada cosa, con su búsqueda serena, franca, propia de un espíritu satisfecho de su superioridad sobre la filosofía contemporánea, fuerte en su fe religiosa, seguro de la conciencia de su moralidad, ligera y amablemente irónico, despierta en el alma del noble hijo de Aristón, ya alumno de un heraclíteo, un problema que no había mínimamente sospechado. Este problema urge en un espíritu nuevo y exige una nueva solución, pero este nuevo espíritu no podrá darla sino en cuanto espíritu lógico, o sea, en cuanto que es esa misma razón que razonaba en Sócrates. Esa misma razón que se satisfacía con el socratismo queda ahora insatisfecha: ante la realidad en perenne cambio, ahora necesita una realidad transcendente que justifique la verdad de los conceptos inmutables. Y así el socratismo se convierte en error respecto a la nueva exigencia, que será satisfecha por la teoría de las ideas. De hecho, ésta históricamente, en su origen, es ininteligible sin el socratismo, que es su antecedente erróneo (desde el punto de vista platónico) y su motivo dialéctico. Sin el error socrático, el condicionamiento histórico del platonismo no sería determinable y el progreso de la razón se volvería ininteligible”.

VII-“A partir de esto, es posible colegir la racionalidad de cada una de las opuestas exigencias histórico-filosóficas, cuya satisfacción reclaman las distintas corrientes de nuestra disciplina. Nosotros hemos mostrado que ni una historia de la filosofía ni una historia ni una filosofía son concebibles, si no se parte de la unidad intrínseca y esencial de la historia y de la filosofía. Así pues, la filosofía es historia, y la historia es filosofía. Pero, como sucede con toda cosa bifronte, hay quien se fija en una cara de esta filosofía histórica y quien se fija en la otra, pero pocos o ninguno se fija en la unidad de ambas, en la que ambas subsisten. De este modo nacen criterios opuestos en torno al método de la elaboración y del juicio histórico-filosófico.

Quien atiende a la historia, sostiene que, en lo que se refiere a la elaboración, la historia de la filosofía tiene que ser, como toda otra historia, filológica y determinista; y, en lo que se refiere al juicio, admitiendo que tenga razón de ser, esencialmente objetiva. Quien, por el contrario, atiende a la filosofía quiere que, en la elaboración, sea lógica, especulativa y teleológica; y, en el juicio, subjetiva. Las razones aducidas tanto por el historicismo como por el logicismo son igualmente irrefutables. La historia tiene que ser filológica, es decir, tiene que recabar, a partir de los documentos, la información sobre el pensamiento que quiere presentar. A su vez, los documentos tienen que ser interpretados con todos los instrumentos glotológicos, minuciosamente analizados, externa e internamente, y estudiados, si son indirectos, directamente en sus fuentes.

Esta exigencia es tan obvia que no necesita ninguna defensa. ¿Queremos entender el pensamiento de una persona? No se le puede dar la espada: hay que ponerse delante de ella, escucharla con atención, intentar ponerse en las condiciones de su espíritu y, sobre todo, entender su lenguaje. Si esta metodología ha generado oposición, ha podido generarla no por lo que ha afirmado, sino por lo que ha negado: no porque fuese filología, sino porque era filologismo. La historia debe ser determinista: debe mostrar los antecedentes de todo sistema, no sólo los filosóficos, sino también los religiosos, artísticos y sociales que de algún modo tuvieron parte en la formación y caracterización de la mentalidad del filósofo. Sin esto, el sistema filosófico se convierte en un esquema abstracto y falso, porque no corresponde al producto histórico real que se quiere presentar.

El filósofo, incluso cuando está filosofando, no deja de ser una determinada personalidad histórica con una biografía determinada. Conocer su filosofía es conocer su mente, conocerlo así como ha vivido espiritualmente y, por tanto, también materialmente en su tiempo, en su ciudad o nación, en su mundo. Otra exigencia justísima que obviamente nosotros no combatiremos, en particular, después de haber identificado el carácter propio de la filosofía moderna con la unidad de lo divino y de lo humano, de lo eterno y de lo temporal, y haber, por tanto, ligado el proceso del espíritu universal al condicionamiento histórico de los espíritus en los que éste se va realizando.

La historia tiene que ser objetiva. Es decir, el juicio tiene que prescindir de cualquier forma preestablecida que no derive del mismo proceso histórico de la filosofía. También esto es cierto, porque si la filosofía es la misma vida histórica de la filosofía, si el derecho de la filosofía es el hecho mismo, un juicio que se fundamente en una filosofía contrapuesta a la que la historia nos da es un juicio antifilosófico por excelencia. Por otra parte, si en la historia de la filosofía no se diese esa lógica, para la cual los filólogos son ciegos, la filosofía no existiría y mucho menos podría darse su historia. Todo sistema tendría su lógica especial, la lógica de su autor. Habría cien lógicas, cien razones, pero no existiría la lógica, la razón, que es el órgano de la filosofía. Hipótesis confutada con los hechos incluso por los filologistas más extremos, cuyo campo predilecto de investigación es la filosofía presocrática, de las que los documentos son más escasos, oscuros e inciertos y, por tanto, más abundante la cantidad de problemas estrictamente filológicos.

¿Y qué hacen estos filologistas? Construyen y reconstruyen siempre la probable articulación del pensamiento de cada uno de los presocráticos, colmando una vez tras otra, desde puntos de vista distintos, las lagunas de los documentos a través del trabajo de la lógica. Este método sería injustificable sin el concepto de la unidad de la razón. Por supuesto, la lógica es siempre una lógica determinada, y la lógica del historiador de la filosofía tiene que ser la que realmente fue usada por el filósofo. Pero esta lógica tiene que existir, y el historiador habrá cumplido su deber cuando haya podido decir: así se pensó y así era lógico que se pensase.

Ni menos racional es el criterio teleológico, siempre y cuando la finalidad del proceso histórico sea recabada de la meditación seria, sincera, insistente, larga y libre de prejuicios de la marcha del pensamiento en la historia, que, por otro lado, es y debe ser necesariamente el desarrollo ideal y eterno del espíritu. Quitar caprichosamente –y me refiero sin un motivo racionalmente determinable– cualquier punto de vista y reconstruir la historia de la filosofía de modo que sea presentada como dirigida en su totalidad a la demostración de la necesidad de ese punto de vista, es arbitrario y caprichoso. Pero, por otro lado, es imposible reconstruir la historia de la filosofía sin un concepto de espíritu ni, en consecuencia, de su desarrollo necesario, o sea, (usando la célebre y conceptuosa palabra de Aristóteles) de su entelequia.

Creer que el espíritu no tiene un principio ideal ni un fin ideal, que es su verdad y, por eso, la verdad misma; creer que el espíritu avanza a tientas, palpando todas las partes de la verdad como ciego condenado a no encontrar jamás su guía, es, como todo escepticismo, creencia en sí misma contradictoria. La contradicción surge precisamente porque se convierte a este ciego miserable en un predestinado a la gloriosa clarividencia de este mismo escéptico, seguro de su verdad, a saber, que el espíritu terminará por persuadirse de que todas las puertas están y permanecerán cerradas. Siempre habrá una finalidad sobreentendida incluso en la desolada historia del escéptico. Y de este modo hay que reconocer que es inevitable que toda historia de la filosofía tenga una cierta subjetividad, puesto que no es posible escribir la historia de la filosofía sin concebir de algún modo la filosofía y hacer que la propia concepción sea la luz que guíe la investigación y la reconstrucción.

Ahora bien, hay una subjetividad verdadera y una subjetividad falsa. Verdadera puede ser considerada sólo la que consiste en el concepto de filosofía poseído por el historiador conformemente al momento histórico al que el historiador pertenece. Falsa, evidentemente, es, por ejemplo, la de Lange, si se considera que su neokantismo no es superior en nada, es más, que es, como de hecho es, especulativamente inferior al kantismo anterior a Fichte. Falsa es toda subjetividad que deriva de un criterio de juicio inferior a puntos de vista ya conquistados por la razón en la historia y que, en consecuencia, es incapaz de dar razón de todos los sistemas ya aparecidos. Falsa, estética y filosóficamente, es siempre cualquier subjetividad que en todo momento se apele a la conciencia moderna para juzgar los sistemas antiguos. También estéticamente, porque también en estética la conciencia del crítico se debe adecuar a la conciencia del artista para poder juzgar. Pero es falsa esencialmente desde un punto de vista filosófico, porque la filosofía hace y puede hacer la crítica de todo sistema en realidad sólo con el sistema inmediatamente sucesivo.

La conciencia filosófica del historiador debe reflejar la historia de la conciencia filosófica, de modo que la reconstrucción misma debe contener, ya en su marcha histórica, la crítica progresiva de los sistemas. La verdadera arte histórica, como la del jardín encantado de Armida, es «el arte que todo hace, nada se descubre». De hecho, cuando el historiador haya conseguido poseer el arte, ésta ya no será en sentido estricto su arte, sino el arte misma de la razón que ha filosofado a lo largo de la historia, y la subjetividad de su juicio será resuelta en el mismo procedimiento objetivo de la razón en la historia. Así que la verdad de la filología y de la lógica está en la unidad de ambas, del mismo modo que en la unidad de lo igual se concilian y encuentran su verdad los otros contrarios: determinismo y finalidad, objetivismo y subjetivismo. La verdadera historia es la historia que acoge en sí, unificándolos, todos los métodos”.

VIII-“¡Difícil ideal, la verdadera historia! De hecho, ninguna historia será jamás esta historia ideal, así como ningún hecho jamás –¡y por suerte!– traducirá en acto, puro acto, ningún ideal. ¿Pero qué importa? En todos los conflictos humanos se combate siempre por un ideal de justicia o de verdad. Y la victoria no sonríe a quien tiene menos ideales, sino precisamente a quien eleva su mirada al ideal más alto y general, al ideal más verdadero. Nadie jamás ha hecho una historia de la filosofía perfectamente filológica ni perfectamente determinista o lógica o finalista, porque incluso la historia meramente filológica o lógica es un puro ideal, un concepto. Pero como no tenemos más remedio que movernos entre conceptos, no será una mala idea considerar el que nos parece más verdadero. Y nuestro concepto es más verdadero al menos porque todas las historias de la filosofía serán historias de la filosofía a su medida. Y lo serán no por lo que rechazan, sino por lo que contienen. Tan historia de la filosofía será la filológica como la lógica, tanto lo será la determinista como la finalista, y la objetivista, como la subjetivista. Todas serán partes fundamentales de esa historia ideal que, como toda verdadera actividad, no es la actividad efímera de una persona empírica, sino la eterna actividad del espíritu”.

(*) Alfonso Zúnica García: “La conferencia de Giovanni Gentile “El concepto de historia de la filosofía. Introducción y traducción” (Anales del Seminario de Historia de la filosofía-2021).

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